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un enfermo de cáncer se le presentan tres alternati-
vas. La primera es una operación con una alta pro-
babilidad de morir si la operación no sale bien, pero
con garantías de sobrevivir quince años si es exitosa. La
segunda es un tratamiento menos invasivo que le permite
sobrevivir cuatro o cinco años. La tercera es una cura me-
diante medicina natural tras la que vivirá una vida normal
sin ningún riesgo.
¿Cuál es la postura escéptica frente a este problema?
Sin duda, lo fundamental será determinar si cada una de
las alternativas presenta suficientes evidencias de que el
resultado será el que se anuncia, aunque sea en términos
estadísticos. Examinamos la literatura médica y encontra-
mos que las dos primeras efectivamente están respaldadas
por estudios médicos, mientras que la tercera solo presenta
argumentos que no superan el mínimo rigor científico.
Con esa información, la postura escéptica será decir que
la primera y la segunda son propuestas basadas en eviden-
cias mientras que la tercera no lo es. Y esto es lo más que
podemos llegar a decir, sin poder afirmar que una es mejor
que la otra, que es algo que deberá decidir el paciente. Con-
viene destacar que, aunque yo prefiera la primera, puedo
admitir perfectamente que la segunda también está basada
en evidencias y también que rechazar la tercera alternativa
nada dice acerca de las preferencias sobre el fin que propo-
ne, el curar totalmente y sin secuelas. La actitud escéptica
será reducir la discusión a las propuestas basadas en evi-
dencias.
Creo que el ejemplo anterior sirve para entender algunos
de los problemas que surgen en torno a la petición como
escépticos de requerir políticas económicas basadas en
evidencias. Personas de distinta ideología podrán querer
sociedades distintas. Algunos valoran más la responsabi-
lidad individual y prefieren una sociedad en la que el Es-
tado no entre en determinar según qué aspectos de la vida
del ciudadano. Otros preferirán sacrificar más o menos de
Políticas basadas en evidencias
*
también en Economía
José Luis Ferreira
Departamento de Economía, Universidad Carlos III de Madrid
D
ossier
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esa responsabilidad en aras de una sociedad más solidaria.
Algunos estarán dispuestos a renunciar a poco de su renta
para paliar algunas desigualdades, mientras que otros esta-
rán dispuestos a renunciar a más. Estas cuestiones son equi-
valentes a las distintas preferencias sobre cómo enfrentarse
a la enfermedad en el ejemplo.
Así, una propuesta sobre cómo diseñar un sistema de
pensiones basado en la capitalización puede estar susten-
tado por pruebas o estudios de que el diseño conseguirá su
objetivo. Podremos tener la misma situación para un siste-
ma de reparto. Si las evidencias efectivamente existen, los
escépticos no debemos tener problemas con aceptar estos
hechos y decir que ambas propuestas están basadas en evi-
dencias, mientras dejamos a la ideología de cada cual la
preferencia por uno u otro.
En cambio, un sistema de reparto que diga que la edad de
jubilación es voluntaria y que la pensión será el 100% del
salario medio de la población deberá ser denunciado como
propuesta no basada en evidencias si su objetivo declarado
es tener un sistema de pensiones saneado. Será, en cambio,
una propuesta basada en evidencias si su objetivo es arrui-
nar el sistema de pensiones y los incentivos a trabajar.
Es posible que para conseguir el mismo fin, por ejemplo
disminuir la tasa de desempleo, se hagan distintas propues-
tas. La actitud escéptica será la misma, demandar a cada
una de las propuestas la evidencia que presentan a su favor
y aceptar solamente en el debate aquellas que, efectivamen-
te, respondan a esa demanda.
En Ingeniería difícilmente se llevará a cabo ningún pro-
yecto sin una abrumadora serie de estudios a favor de su
viabilidad. Según en qué ocasiones, en Economía debemos
exigir esta cautela, como cuando se piden reformas en pro-
fundidad o revoluciones. Otras veces, en cambio, hay que
tomar decisiones sin tener toda la certidumbre que se qui-
siera. Algo hay que decidir sobre qué hacer con las perso-
nas que no pueden trabajar. No hacer nada es también una
decisión que implicará unas consecuencias.
La cuestión clave, entonces, es si la Economía ha acu-
mulado conocimientos suficientes como para poder servir
de evidencia a distintas propuestas, para calificar algunas
como más acertadas que otras o para descartar, finalmente,
otras por carecer de evidencia o porque la evidencia en con-
tra sea mayor que la evidencia a favor.
La respuesta depende del problema de que se trate. Los
principios generales de Economía están bien definidos en
los libros de texto y recogen un amplísimo consenso entre
los investigadores. Tanto es así que los textos de economis-
tas abiertamente simpatizantes de distintas posiciones polí-
ticas son indistinguibles entre sí. Lo mismo sucede en la in-
vestigación. En los seminarios, en la evaluación por pares y
en las discusiones entre colegas prima la coherencia de los
modelos y su adecuación a los datos empíricos. Cualquier
propuesta de política económica que ignore el principio del
coste de oportunidad, las leyes de la oferta y la demanda, la
hipótesis de la renta permanente o los efectos crowding out,
por poner unos ejemplos, tendrá muchas papeletas para ser
una mala propuesta. En esto la evidencia empírica ha sido
tremendamente terca a lo largo de la historia.
En otros temas tenemos menos datos. Por ejemplo, ape-
nas tenemos evidencias empíricas sobre las consecuencias
de imponer una tasa sobre algunas transacciones financie-
ras, como la tasa Tobin. Los modelos teóricos en los que si-
mular su efecto sugieren más problemas que ventajas, pero
son modelos sensibles a los valores que puedan tomar algu-
nos parámetros que se refieren a la intensidad de la reacción
de los agentes económicos y están sujetos a un grado de
error nada despreciable. Uno puede construir modelos don-
de la tasa funcione y modelos donde no funcione, y todo
ello sin salirse de los principios económicos perfectamente
aceptados, aunque con distinto grado de hipótesis ad hoc.
La evidencia empírica, por otra parte, es muy pobre, apenas
el caso de Suecia, que impuso una tasa sobre algunas tran-
sacciones y que tuvo que dar marcha atrás. Aun pobre, esta
evidencia nos confirma, como alertaban los modelos, que
no es una medida que deba poner en marcha un solo país.
Cualquier decisión de imponer una tasa semejante hará
bien en anticipar los problemas que sugieren los modelos y,
en cualquier caso, deberá darse marcha atrás, sin prejuicios,
si las consecuencias son negativas.
Finalmente, hay muchas narrativas presuntamente eco-
nómicas que no tienen ninguna evidencia detrás. Dos de
ellas se oyen a menudo. Según la primera hay que bajar los
impuestos a los más ricos, que dedican una mayor parte de
su renta a invertir y crear empleo, de esta manera la eco-
nomía crecerá y de ello se beneficiarán tanto ricos como
pobres. La segunda, en cambio, propone que hay que subir
el salario de los trabajadores para activar la demanda, de
manera que las empresas se animen a producir y se reactive
la economía.
Ambas narraciones serían tan inocentes como el famoso
cuento de la lechera si no fuera porque hay mucha gente y
muchos políticos convencidos de que una de ellas es cier-
ta. Las alertas escépticas deberían sonar fuertes: si algo es
demasiado bueno para ser verdad es que probablemente no
lo es. Afortunadamente, los buenos economistas, los que
atienden a la investigación, saben que cualquiera de esos
dos discursos es demasiado bueno como para ser cierto. La
única evidencia de cualquiera de esas propuestas es el dis-
curso que las describe. Si acaso presentan algún ejemplo
donde uno pueda interpretar que ha sucedido algo pareci-
do alguna vez, incurriendo en la falacia del cherry picking,
pero nunca mostrando un estudio amplio, aceptado en una
revisión por pares, que respalde la propuesta.
Para cualquiera de ellas uno puede mostrar un discurso
alternativo, como que la mayor renta de los ricos se dilapi-
dará en consumo de lujo sin repercusiones para los menos
ricos, o como que el aumento de salarios provocará el cierre
de empresas o inflación con una consiguiente depresión.
Qué discurso es cierto y en qué condiciones no es algo que
dependa de nuestra ideología o que podamos dirimir guián-
donos por nuestras intuiciones. Hay que estudiar el tema en
profundidad, acumular datos y construir los mejores mode-
los basados en esos datos y que sean compatibles con los
demás conocimientos acerca del comportamiento económi-
co. Esto es lo que hace la Economía académica.
(*)
N. de la R.: Queremos dejar patente la cada vez mayor similitud
con que se usan los términos “prueba” y “evidencia” en castellano,
aunque creemos que en este texto pueden distinguirse perfecta-
mente uno del otro por el contexto.