Un feriante en la corte de
Lucy
por Luis Alfonso Gámez
"Quisiera
señalar que ninguno de los involucrados en las investigaciones
sobre el Sasquatch ha creído nunca que ese muñeco
fuera un Bigfoot”, escribió Jon Beckjord en 'The Skeptical
Inquirer' en 1982. Cazador de monstruos, Beckjord
no sólo cree que el Sasquatch -una de las denominaciones
del Bigfoot o Pies Grandes- habita los bosques norteamericanos,
sino que también está convencido de que esa supuesta
criatura tiene poderes paranormales. Sin embargo,
hasta para él es demasiado tragarse el cuento del
Hombre de Hielo de Minnesota, una atracción que recorrió
Estados Unidos de feria en feria en los años 60 del
siglo pasado y que consistía en un bloque de hielo
en cuyo interior había un presunto hombre-mono. La
criatura llamó inmediatamente la atención de los criptozoólogos
-buscadores de monstruos- Bernard Heuvelmans e Ivan
T. Sanderson, quienes tras verla concluyeron que se
trataba de un homínido desconocido. La historia empezó
a derrumbarse cuando la Institución Smithsoniana manifestó
su interés en examinar el cuerpo de lo que Heuvelmans
y Sanderson identificaban como un neandertal que había
sobrevivido hasta el siglo XX. Entonces, Frank Hansen,
el feriante, dijo que había devuelto la pieza a su
propietario, un millonario, y que lo que exponía en
esos momentos era una réplica. Nunca más se supo del
'monstruo original' y, al final, los criptozoólogos
tuvieron que dar marcha atrás en sus afirmaciones
cuando salió a la luz que el feriante había encargado
la fabricación de un figura de látex a una compañía
de efectos especiales de Hollywood. Más claro, agua.
Ahora, el engaño de Hansen ha resucitado de la mano
de Bruno Cardeñosa en un libro, El código secreto
(Grijalbo, 2001), en el que el Hombre de Hielo de
Minesota es sólo una de las muchas atracciones fraudulentas,
reinventadas o tergiversadas que presenta el autor.
El código secreto es
una antología del disparate cuya llegada a las librerías
españolas demuestra que ha fallado el mínimo control
de calidad al que habría de someterse todo original
en una editorial seria. Los despropósitos y falsedades
se suceden línea a línea, desde la primera hasta la
última página. La mentira aflora ya en la solapa:
“Bruno Cardeñosa colabora en diversas revistas de
divulgación científica”, dice. Lo cierto es que la
carrera periodística del autor -conocido, ante todo,
por su actividad como ufólogo- se ha desarrollado
exclusivamente en publicaciones, como 'Más Allá de
la Ciencia' y la desaparecida 'Karma.7', que mantienen
que es posible adivinar el futuro, comunicarse con
los muertos y entrar en contacto con extraterrestres.
En esa misma línea, El código secreto -subtitulado
'Los misterios de la evolución humana'- es un libro
contra la ciencia y los científicos, escrito, además,
desde presupuestos antievolucionistas. Porque resulta
evidente que, a la hora de redactarlo, Cardeñosa ha
bebido hasta saciarse de uno de los principales adalides
del creacionismo hinduista, Michael A. Cremo, coautor,
junto a Richard L. Thompson, de Forbidden archeology:
the hidden history of human race, publicado en
1993 por la Sociedad Internacional para la Conciencia
de Krishna. Las similitudes entre ambas obras son
tan descaradas que cabe considerar a El código
secreto un 'remake' de Forbidden archeology,
una versión española en la que el autor ha incluido,
como mucho, un puñado de ideas propias. Cremo y Thompson
defienden en su libro que los humanos anatómicamente
modernos han existido desde hace cientos de millones
de años, que los arqueólogos y paleoantropólogos ocultan
e ignoran las pruebas que apuntan en esa dirección,
y que el Yeti, el Bigfoot y otros monstruos similares
son homínidos de otras especies que han sobrevivido
hasta la actualidad en zonas aisladas del planeta.
En apoyo de sus dos primeras afirmaciones, recurren
a supuestas evidencias fósiles y tecnológicas; para
respaldar la tercera, a los testimonios y las pretendidas
pruebas recopiladas por los cazadores de seres de
leyenda. El libro de Cardeñosa, una peligrosa mezcla
de pseudociencia y ciencia mal digerida, sigue el
mismo esquema y llega a idénticas conclusiones que
el de Cremo y Thompson. Lo único a favor del autor
español es que no ha tenido la osadía de enviar un
ejemplar a Richard Leakey, como hicieron sus colegas
estadounidenses. Así que no tendrá que enfrentarse
a críticas como la de Leakey, a quien bastó echar
un vistazo al libro para concluir que Forbidden
archeology “es una completa tontería y no merece
ser tomado en serio por nadie si no es un tonto. Tristemente,
hay algunos [tontos], pero eso es parte de la selección
[natural] y no hay nada que se pueda hacer al respecto”.
Cuando la realidad resulta incómoda El juicio del
célebre miembro de la saga de los Leakey va como anillo
al dedo a El código secreto, una obra alumbrada
desde la más profunda ignorancia y con la única intención
de sacar tajada, a cualquier precio, de la curiosidad
del público por nuestros orígenes. Todo vale para
Bruno Cardeñosa a la hora de traficar con misterios
inventados y abrirse un hueco en el mercado editorial.
Así, en el caso del Hombre de Hielo de Minnesota,
oculta a los lectores que en su tiempo se desenmascaró
el fraude y habla del hombre-mono congelado como de
una prueba de que la “'ciencia ortodoxa', que impone
su 'verdad' desde los púlpitos, ha ocultado, y sigue
haciéndolo, sospechas, hallazgos y pruebas suficientes
como para volver a escribir algunos de los episodios
más trascendentes de nuestra historia como seres vivos”
(p. 13). En aras de la transparencia que predica,
Cardeñosa -quien se define como alguien que lleva
“más de una década” enfrentándose “a realidades que
los científicos prefieren soslayar” (p.16)- cuenta
la primera parte de la historia de Hansen y su criatura,
pero se 'olvida' del desenlace. “No es cuestión de
que la realidad estropee un buen titular”, dice la
máxima del periodismo sensacionalista. Esta sentencia
se hace libro en El código secreto. Porque
el del Hombre de Hielo de Minnesota no es un caso
aislado de falsificación de los hechos por parte del
autor, sino la punta del iceberg, la primera de una
larga lista de verdades a medias con las que intenta
llevar a su huerto al lector, engañándole.
No es el objetivo de estas líneas
-requeriría de mucho más espacio y tiempo- analizar
una a una las presuntas pruebas presentadas por Cardeñosa
para apoyar sus disparatadas tesis. Pero sí me voy
a detener en dos ejemplos reveladores: las huellas
del lecho del río Paluxy y las piedras de Ica. Para
el autor, se trata de evidencias que demuestran que
el hombre convivió con los dinosaurios. Nada más y
nada menos. El lecho del río Paluxy, en Glen Rose
(Texas, EE UU), es punto de referencia obligado cuando
se habla de una Humanidad como la plasmada en 'Los
Picapiedra'. Allí, indica Cardeñosa, hay huellas de
dinosaurios junto a otras de seres humanas que habrían
vivido en la época de los 'largartos terribles'. Sin
embargo, no es eso lo que sostiene Glen Kuban, un
biólogo que demostró en 1989 que algunos de los 'pies'
del río Paluxy son en realidad parte de las huellas
plantares de dinosaurios. “Algunas pretendidas 'huellas
humanas' de Glen Rose -explicaba en la obra colectiva
Dinosaur tracks and traces- no se distinguen
de huellas metatarsales de dinosaurios, cuyas impresiones
digitales han desaparecido rellenadas por el barro,
a causa de la erosión o debido a otros factores. Otras
depresiones alargadas de Glen Rose incluyen figuras
producto de la erosión y posibles marcas de colas,
algunas de las cuales también han sido confundidas
con huellas humanas”. Los trabajos de Kuban, mediante
el análisis cromático y de texturas de las improntas,
han demostrado sobre el terreno que las huellas pretendidamente
humanas pertenecen en realidad a dinosaurios. Sin
embargo, en 'El código secreto', se desestima esta
explicación con el peregrino argumento de que no se
ha “encontrado jamás una huella no humana similar”
(p. 103) -¿acaso no pueden ser las primeras?- y recurriendo
a otros 'expertos' -entre ellos, el “antropólogo Carl
Baugh” (p.103)- para quienes los rastros son humanos
y datan de hace 140 millones de años. Baugh ni es
antropólogo ni tiene ningún título superior, por mucho
que Cardeñosa le atribuya falsas credenciales; es
reverendo y, como su admirado Michael A. Cremo, un
furibundo creacionista cuyas afirmaciones ponen en
duda sus propios correligionarios. Una vez más, el
fabricante de misterios español opta por la explicación
extraordinaria frente a la demostrada por la ciencia,
oculta información clave al público y toma partido
descaradamente por los antievolucionistas. Algo parecido
ocurre con las piedras de Ica (Perú), grabadas con
escenas de caza de dinosaurios, complejas operaciones
quirúrgicas y viajes aéreos a bordo de aves antediluvianas.
El grupo de defensores de estas piezas, cuyo propietario
es el médico limeño Javier Cabrera, se reduce a un
puñado de 'fabricantes de paradojas' -como acertadamente
los denominaba el fallecido Carl Sagan- liderado por
Juan José Benítez, que exprimió este filón lítico
en su libro Existió otra humanidad. A pesar
de las confesiones de los campesinos, que han reconocido
que realizan los grabados para vender las piedras
al crédulo de Cabrera, y de que numerosos análisis
han demostrado que las incisiones son recientes y
se han utilizado lijas, sierras y ácidos, Cardeñosa
rebusca entre los estudios para encontrar un par -uno
ambiguo y otro escasamente fiable- de los que colgar
su tesis: “Que los grabados se efectuaron en la misma
era geológica en la que se formaron las piedras. Es
decir, en la era de los dinosaurios” (p. 98). La navaja
de Occam vuelve a funcionar al revés; curiosa forma
de proceder en un autocalificado divulgador científico.
Los burdos ejemplos de Paluxy
e Ica están acompañados de otros muchos, pobremente
descritos, de escubrimientos paleontológicos y tecnológicos
que desafiarían, según el autor, nuestra concepción
actual de la evolución humana: huesos de 'Homo sapiens'
en estratos de hace 280 millones de años --el hombre
habría surgido en el camino evolutivo antes que los
mamíferos, pero eso no parece turbar al autor-, huellas
de zapatos de hace 500 millones de años, clavos de
hace 360 millones de años, herramientas de piedra
de hace 5 millones de años en Portugal... Muchos son
'hallazgos' del siglo XIX o principios el XX que,
como las malas películas, no han superado el paso
del tiempo. Cardeñosa, obviamente, sólo cuenta en
estos casos una parte de la historia o, cuando presenta
las dos, tergiversa la explicación convencional para
engordar el misterio. En general, hace lo mismo que
sus maestros Cremo y Thompson, quienes ignoran que
tan importante o más que una pieza concreta es localizarla
debidamente en su contexto y que el valor histórico
de los materiales recuperados en una excavación reside
en que se recuperen de forma sistemática, en que luego
se pueda reconstruir en el yacimiento en el laboratorio.
Por si eso fuera poco, vuelve a ocultar a al lector
en numerosas ocasiones que se ha demostrado hace tiempo
que esos hallazgos que, en su opinión, no encajan
en el escenario abocetado por los especialistas o
bien no se encontraron donde se dijo en un principio
o bien no corresponden a lo que se pretende. Es decir,
Cardeñosa lleva a la práctica lo mismo que achaca
a los científicos cuando afirma que “la historia de
la evolución humana se ha borrado de acuerdo con el
guión preestablecido. Si algo no encaja, se menosprecia.
O se encaja a la fuerza, a riesgo de faltar a la verdad
y a la razón empírica” (p. 162). Como sentencia el
dicho castellano, “cree el ladrón que todos son de
su condición”. Pero todo vale a la hora de trasladar
la propia falta de rigor a otros, incluido culpar
de la situación a esas imaginarias conspiraciones
tan del justo de los charlatanes pseudocientíficos:
“Las pruebas de tan arriesgadas afirmaciones [se refiere
a la existencia de 'Homo sapiens' hace decenas de
millones de años] están en esos 'archivos secretos'
que la ciencia y los científicos parecen empeñados
en mantener lejos del alcance del gran público, por
la sencilla razón de que no se ajustan a los patrones
establecidos” (p. 147).
Todo el genoma en un cromosoma
El código secreto es un libro que ataca a la
ciencia, pero que, al mismo tiempo, se sirve de ella
para intentar disfrazar su mensaje hostil de inocente
y bienintencionada heterodoxia. Cardeñosa mezcla indiscriminadamente
información científica -muchas veces, erróneamente
interpretada- con otra procedente de fuentes pseudocientíficas.
A ojos del lector, coloca a la misma altura la posibilidad
de que el hombre conviviera con los dinosaurios que
los hallazgos de Olduvai, a Lucy que al Yeti.
Otorga, a charlatanes como Erich
von Däniken, Peter Kolosimo, Jacques Bergier y Zecharia
Sitchin, la misma o más credibilidad que a científicos
como Glen Kuban, Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez
de Castro y Eudald Carbonell. Todos ellos, sin distinción,
son investigadores. Así, abundan ejemplos de 'travestismo
intelectual' como el del ufólogo frances Aimé Michel,
reconvertido en el mucho más digno de crédito “antropólogo
galo Aimé Michel”, y hasta el más delirante charlatán
ibérico se transmuta en 'investigador'. A la hora
de elaborar el libro, Cardeñosa ha seguido esa misma
línea y se ha nutrido, a partes iguales, de literatura
pseudocientífica y de auténtica divulgación. De los
67 libros que cita y recomienda en la bibliografía,
más de una treintena corresponde a ufólogos y a quienes
propugnan que la Tierra fue visitada en el pasado
por extraterrestres que enseñaron a nuestros torpes
ancestros a hacer maravillas: títulos como Astronaves
en la Prehistoria, de Kolosimo, y Los extraterrestres
en la historia, de Bergier, se recomiendan junto
a El origen de las especies, de Charles Darwin,
y La especie elegida, de Juan Luis Arsuaga
e Ignacio Martínez. Y, en lo que se refiere a las
revistas, equipara, por ejemplo, las demenciales 'Año
Cero' y 'Enigmas' con 'Nature', 'Science' e 'Investigación
y Ciencia'. Es una manera como otra cualquiera de
sembrar la confusión, de minar la capacidad crítica
del lector poco informado, que, desorientado, concederá
el mismo crédito a todas las fuentes y autores citados.
Un juego sucio que no sólo practica, sino del que
también se beneficia personalmente el propio Cardeñosa.
El autor se presenta reiteradamente
como divulgador o periodista científico porque es
indudable que, de un tiempo a esta parte, esa denominación
da una especie de pátina de credibilidad. Es posible
que engañe a los más incautos; pero a nadie medianamente
informado, porque, sin entrar en profundidades, su
ignorancia es manifiesta respecto a la evolución,
a la paleoantropología, a la arqueología, y a la ciencia
y a la cultura en general. Concede la misma relevancia
a pruebas consistentes que a otras que no lo son,
prefiere 'siempre' las explicaciones extraordinarias
a las ordinarias, pero pone la guinda a su incompetencia
cuando incurre en muestras evidentes de analfabetismo
científico. Algunas tan brutales que cualquiera que
siga la actualidad a la través de la Prensa es capaz
de detectarlas. También sin ánimo de ser exhaustivos,
veamos un par de ejemplos.
Cardeñosa dedica parte de su
obra a describir los conocimientos actuales sobre
la evolución humana -lo que sabe la que él denomina
'ciencia oficial'- y, evidentemente, incluye información
sobre los descubrimientos realizados en los últimos
años en los yacimientos de Atapuerca. Lo primero que
demuestra es una clara hostilidad hacia el trabajo
de Arsuaga, Bermúdez de Castro y Carbonell, los codirectores
de las excavaciones burgalesas, de quienes dice que
“su ansia de inmortalidad científica les ha llevado
a vender más titulares que verdades” (p. 280). “Atapuerca
es, sobre todo, espectáculo”, mantiene, y añade que
“los habitantes del pasado de Atapuerca son un monumento
nacional intocable, pero repleto de claroscuros. Tiene
sus luces, y muchas. Pero Atapuerca es, a mi entender,
sinónimo de misterio y también de polémica. Atapuerca
está oscurecida por largas sombras y pronunciadas
sospechas. Hoy por hoy, el hombre de Atapuerca, llamado
científicamente 'Homo antecessor', no es el primer
europeo. Tampoco el primer español. Y, ni mucho menos,
el 'eslabón perdido'” (p. 163).
Eludamos la referencia al 'eslabón
perdido' que el autor se saca de la manga y concedamos
que los vestigios de homínidos de hace 1,8 millones
de años hallados en Dmanisi (Georgia) se encuentran
geográficamente en Europa, ¿cuál es el primer homínido
conocido que habitó la Península? Cardeñosa afirma
que el denominado 'hombre de Orce'. Y, para respaldar
su aseveración, no duda en volver a falsear la realidad.
“Hay algo que, según todos lo investigadores, no admite
discusión: el 'hombre de Orce' fue 'Homo'” (p. 63),
dice en apoyo un fósil que, sin embargo, rechaza la
mayoría de los especialistas. Porque el autor de 'El
código secreto' vuelve aquí a mentir: Josep Gibert
se ha quedado prácticamente solo en la defensa de
la humanidad de los restos de Orce, lo que no significa
que los yacimientos de la vega granadina no vayan
a deparar en los próximos años sorpresas deseadas
por todos los paleoantropólogos españoles. Si Cardeñosa
hubiera hablado alguna vez con Arsuaga, Bermúdez de
Castro y Carbonell -cosa que no ha hecho- les habría
oído decir repetidamente que la carrera por 'el más
antiguo de' es estúpida y anticientífica, que esa
imagen que él presenta de la investigación paleoantropológica
como una competición en la que los protagonistas poco
menos que se apuñalan por defender 'sus' fósiles y
someten la evidencia al orgullo no tiene nada que
ver con la realidad.
Reducir Atapuerca al 'primer
europeo' es un despropósito: estamos hablando de unos
yacimientos que resumen el último millón de años de
historia humana en Europa, en los que se ha encontrado
una nueva especie, con una riqueza de fósiles humanos
inigualable, con abundancia de restos de cultura material,
etcétera. Pero, aún siendo una muestra de frivolidad
supina, no es esto lo más grave. Se puede entender
que, en su ánimo de reescribir la historia a su gusto,
Cardeñosa tergiverse una vez más la realidad. Lo difícilmente
comprensible es que alguien que firma una obra sobre
la evolución humana se haga un lío de proporciones
mayúsculas con lo hallado en Atapuerca, un lío que,
en esta ocasión, no creo malintencionado, sino simplemente
consecuencia de la ignorancia. Como casi todo el mundo
sabe, hay dos zonas particularmente famosas en las
excavaciones de Atapuerca: la Sima de los Huesos y
la Gran Dolina. La primera es una cavidad situada
al fondo de una caída vertical de trece metros en
las profundidades de Cueva Mayor. La segunda es una
cueva que se excava al aire libre porque salió a la
luz cuando se abrió la Trinchera del Ferrocarril a
finales del siglo XIX. En la Sima de los Huesos, se
han encontrado restos de una treintena de 'Homo heidelbergensis',
que datan de hace 300.000 años y cuya disposición
lleva a sospechar a Arsuaga, Bermúdez de Castro y
Carbonell que nos encontramos ante el primer enterramiento
conocido. En aquella época, la sima estaba conectada
con el exterior por una boca después cegada, y los
investigadores creen que por allí tiraban los 'Homo
heidelbergensis' a los cadáveres para que quedaran
depositados al fondo de la cavidad. Los restos de
la Gran Dolina son muy diferentes y mucho más antiguos.
Datan de hace unos 800.000 años y corresponden a individuos
de 'Homo antecessor' que, a partir de las huellas
de descarnación que presentan los huesos, fueron víctimas
de un banquete caníbal. De un fenómeno cultural que,
en opinión de Arsuaga, no era habitual. Pues bien,
este simple puzzle es de imposible comprensión para
Cardeñosa, que, gracias a la publicación de su libro,
transmitirá su ignorancia a los lectores que se acerquen
por primera vez a los hallazgos de Atapuerca. El autor
de El código secreto dice que “aquellos supuestos
antecesores no vivían en el interior de la Gran Dolina,
sino que fueron arrojados, es de suponer que ya sin
vida, por otros homínidos de la época. En realidad,
la cueva vendría a ser el primer cementerio del que
tendríamos constancia” (p. 175). Los adjetivos sobran
ante esta muestra de ignorancia. Cardeñosa confunde
la Sima de los Huesos con la Gran Dolina, y 'Homo
antecessor' con 'Homo heidelbergensis', juntando de
un plumazo medio millón de años de historia y mezclando
episodios que no tienen que ver entre sí. Por ello,
provoca la risa que alguien capaz de plasmar con tanta
desvergüenza su ignorancia para que quede memoria
histórica de ella en forma de libro -la existente
en forma de artículos y programas de radio es apabullante-
afirme que “todos podemos” elaborar nuestros propios
árboles genealógicos sobre el origen del hombre, “no
olvidemos la figura del más conocido experto del mundo,
Richard Leakey, que decididó abandonar la universidad
para investigar” (p. 44). Una desfachatez que se entiende
mejor cuando Cardeñosa tampoco duda en adentrarse
como elefante en cacharrería en el campo de la genética
y nos descubre que “cada cromosoma [humano] puede
tener más de 30.000 genes” (p. 202). ¡Impresionante!
El número de nuestros genes oscila entre 30.000 y
40.000, según las estimaciones de los especialistas,
frente a los alrededor de 100.000 que se creía hace
unos años. Sin embargo, Cardeñosa habla de “más de
30.000 genes” en ¡cada cromosoma!, lo que -multiplicado
por los veintitrés cromosomas- supondría que el genoma
humano tendría unos 700.000 genes. Este error demuestra
su categoría profesional y pone en su justo término
la credibilidad que merece.
Una evolución teledirigida
Podría extenderme mucho más en esta crítica, pero
voy, en este último tramo, a presentar en pocas pinceladas
las disparatadas conclusiones del autor, deteniéndome,
eso sí, en la idea que da origen al título. Cardeñosa
se carga lo que sabemos de la evolución humana, basándose
en pruebas que ningún científico considera como tales
y apoyándose en material recopilado por antievolucionistas
confesos como Michael A. Cremo y Richard L. Thompson.
Así, concluye que ya había seres humanos en la época
de los dinosaurios y que existieron 'Homo sapiens'
en Europa, África y América hace decenas de millones
de años. Todas esas Humanidades, sin embargo, se extinguieron
y nosotros somos los descendientes de otra que surgió
hace unos 150.000, lo que dice la 'ciencia oficial'.
Mantiene Cardeñosa también que tenemos algo de neandertales,
por mucho que hasta el momento lo que se ha demostrado
es que no es así, y que de hecho homínidos que se
creen extintos siguen habitando entre nosotros: neandertales
serían los abominables hombres de Rusia y Asia Central,
pero también algunas poblaciones de Marruecos; 'Homo
erectus' serían “los 'hombres salvajes' de algunas
islas asiáticas”; 'Australopithecus', los monstruos
humanoides africanos; y 'Gigantopithecus', el Yeti
y otros. “En definitiva, los eslabones de la cadena
humana permanecen aún vivos sobre la faz de la Tierra,
esperando el momento en que la ciencia se ocupe de
ellos” (p. 378), sentencia el autor.
Bruno Cardeñosa titula su libro
El código secreto por la sencilla razón de
que cree en una evolución teledirigida o, lo que es
lo mismo, en una evolución que no es otra cosa que
un creacionismo disfrazado. Para él, la vida no sólo
llegó del espacio -abraza la tesis de la panespermia-,
sino que “los mecanismos primigenios que dieron origen
a la vida estuvieron regidos por unas 'leyes' ajenas
a la evolución” y que “aquellas primitivas formas
de vida tenían en su soporte interno algo parecido
a una 'orden': evolucionar hacia formas más complejas.
Disponían, en suma, de un 'código secreto' que señala
que el objetivo último de la evolución es el 'Homo
sapiens'” (p. 397). Ésta es la conclusión de una obra
que pretende ser “un libro de denuncia que quiere
poner sobre la mesa cientos de pequeñas pruebas e
indicios que deberían obligar a los científicos a
reescribir la historia”, y que se desinfla como un
globo en cuanto se leen las primeras líneas.
Aún así, dada la carga de profundidad
antievolucionista y anticientífica de El código
secreto, dados los disparates, las interpretaciones
erróneas y las tergiversaciones que se suceden párrafo
a párrafo, dado que el libro puede llegar a manos
de lectores ingenuos que confíen en la veracidad de
sus contenidos y en la sabiduría del autor, la comunidad
científica en general y, en especial, los estudiosos
de nuestro pasado más remoto -arqueólogos y paleoantropólogos-
no han de permanecer en silencio y deben informar
a la editorial (mail@grijalbo.com)
de la basura que ha publicado. Si no, que nadie se
queje si alguna vez la magnífica labor de divulgación
que se está haciendo en nuestro país sobre hallazgos
como los de Atapuerca sucumbe ante el empuje de los
abanderados de la sinrazón y el oscurantismo.
Bruno Cardeñosa: El código secreto. Los misterios
de la evolución humana. Editorial Grijalbo (Col.
“Huellas Perdidas”). Barcelona. 418 páginas.
Agradecimientos
A José María Bello por haberme guiado en algunos tramos
oscuros, haber colaborado desinteresadamente en la
búsqueda de información y haber aportado mejoras sustanciales
al original. A Julio Arrieta, Pedro Luis Gómez Barrondo,
Borja Marcos y Víctor R. Ruiz por haber leído el original
con minuciosidad y haber detectado errores que, gracias
a ellos, han sido subsanados. Cualquier error en este
texto es responsabilidad exclusiva del autor.
© 2001, Luis Alfonso Gámez.
[NOTA] El artículo puede ser también
leído en El
Escéptico Digital.