El Escéptico Digital - Edición 2013 - Número 263
Carlos Chordá
(Artículo publicado originalmente en la bitácora La ciencia es bella).
De vez en cuando publico mis desvaríos en Merindad, una revista tafallesa, y en más de una ocasión he atacado en alguno de ellos a las mal llamadas medicinas alternativas. Es lo que tiene vivir en una población donde todo el mundo se conoce: que de vez en cuando se me ha acusado de ser un "talibán de la ciencia", un vendido a las grandes farmacéuticas o simplemente un poseedor de una mente cerrada. Así que mi último artículo ha ido destinado a tratar de explicar la diferencia entre la medicina y la pseudomedicina:
En más de una ocasión he hablado por aquí de lo que mucha gente considera medicinas alternativas y que yo califico como pseudomedicinas. Etiquetar a estas técnicas de una u otra manera no es lo mismo, claro está. Quien opta por la primera da por supuesto que constituyen una opción válida, por muy alternativa que sea; al fin y al cabo, el cine alternativo no deja de ser cine, ¿verdad? Lo de pseudomedicinas es otro cantar, porque implica despreciarlas por falsas e inútiles. ¿Por qué algunos –lo que nos cuesta ser acusados de radicales- insistimos en ello?
La respuesta está en el doble ciego, una técnica muy adecuada para comprobar si algo –una sustancia, un masaje, clavar agujas, una imposición de manos- tiene un efecto positivo sobre la salud o no. Para entender su funcionamiento conviene saber que una correcta comprobación requiere de un grupo control. Suponga que compra un abono para sus geranios y quiere saber si realmente funciona. En ese caso puede aplicarlo a la mitad de sus macetas; la otra mitad le servirá como referencia; el abono funciona si las plantas crecen mejor, ¿cierto? En medicina, sin embargo, conviene ser más cuidadosos. Imaginemos ahora que queremos probar si un nuevo fármaco funciona adecuadamente frente a una enfermedad. Para ello se elige un número alto de enfermos y se hacen al azar dos grupos similares. Uno de los grupos recibirá el fármaco, el otro un placebo (azúcar, por ejemplo) con exactamente el mismo aspecto; una píldora similar para todos, digamos.
Hay un paralelismo con el experimento de los geranios pero con dos diferencias muy importantes. En el caso de las plantas del balcón quien hace la prueba sabe a qué macetas añade el abono y a cuáles no. Sin embargo, ni los pacientes saben a qué grupo pertenecen ni quienes les dan las píldoras saben si están suministrando fármaco o placebo. A este tipo de ensayos se les conoce, precisamente por eso, como doble ciego. Así se evita el sesgo del experimentador, que no deja de ser una persona con sus ambiciones y con ganas de tener razón, o simple y llanamente para evitar que haga trampa, que hay gente para todo. Durante el ensayo los sanitarios llevan un registro exhaustivo de la progresión de la enfermedad, apuntando para cada enfermo el número del envase que contenía sus píldoras. La correspondencia entre el número del envase y su contenido (fármaco o placebo) es custodiada por terceros, información que se revela cuando termina el análisis de la evolución de los pacientes. Es ahora cuando se compara la evolución de los dos grupos. Solo en el caso de que el fármaco demuestre significativamente una mayor eficacia frente a la enfermedad que el placebo podremos asumir que tiene efectos terapéuticos.
La segunda diferencia es que a los geranios no les pusimos “abono placebo”. En un ensayo clínico es imprescindible administrar placebo al grupo control, ya que cuando un paciente cree que está siendo tratado con un método efectivo –pero que no lo es- tiene una probabilidad muy alta de mejorar. Se trata del efecto placebo, una de las muchas peculiaridades de la compleja mente humana. Quienes somos padres lo conocemos bien: una cucharadita de agua azucarada (“tómate este jarabe”) es mano de santo cuando las tripas no dejan conciliar el sueño de una criatura. Por eso, en muchos ensayos doble ciego los del grupo placebo mejoran (y aseguran que “a mí me ha funcionado”, ¿me siguen?). Si el grupo al que se le administra el fármaco mejora pero no más que el grupo “tratado” con placebo, la conclusión es evidente: el fármaco no es tal, no sirve. Sencillo, ¿verdad?
Y aquí está el quid de la cuestión: la medicina científica (o simplemente medicina) demuestra, y se le exige demostrar, una mayor efectividad que el placebo en ensayos doble ciego rigurosamente controlados. Cualquier terapia o técnica diagnóstica que supera este filtro es aceptada como válida porque ha demostrado serlo. Mejorar el efecto placebo es algo que nunca, ni una sola vez, ha sido conseguido por ninguna de las siguientes (y no están todas las que son): acupuntura, cromoterapia, ayurveda, biomagnetismo, iridología, reflexología, flores de Bach, quiropráctica, osteopatía, reiki, toque terapéutico, bioenergética, medicina ortomolecular, magnetoterapia, cristaloterapia, homeopatía, sanación espiritual… Son simple y llanamente pseudomedicinas y, aunque suene pedante, esto no es una opinión, es un hecho. Si usted cree que funcionan, recuerde el efecto placebo.
Salud.
URL: http://lacienciaesbella.blogspot.com.es/2013/01/doble-ciego.html