El Escéptico Digital - Edición 2013 - Número 274
Manuel Ledesma
(Artículo publicado originalmente en la revista El Observador).
Manuel Ledesma, miembro de la asociación universitaria Empyria, escribe en el suplemento del mismo nombre (EMPYRIA / EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com) sobre el cierre preventivo del aulario de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (CCCOM). El edificio no se ha llegado a usar porque se ubica bajo torretas de alta tensión.
Docentes de CCCOM manifestaron su temor a que la presencia de estos cables de alta tensión tuviesen relación con los problemas de cáncer de tiroides en la facultad, y que esta tuviese el síndrome del edificio enfermo. Algo carente de rigor, según explica este estudiante.
El ‘peligro’ de la torre de alta tensión en la Facultad de Ciencias de la Comunicación y Turismo
DESDE hace algunos años ha surgido una preocupación en la Facultad de Ciencias de la Comunicación y Turismo a raíz de la presencia de la torre de alta tensión cercana a la misma y la aparición de varios problemas de tiroides. Como consecuencia, se pidió hacer un estudio epidemiológico, denegado para no violar la protección de datos, y posteriormente se solicitó un estudio sobre el campo magnético presente en la facultad y el aulario adyacente, realizado por un técnico independiente (Pedro Cores Uría). Desde el rectorado se encargó otro estudio técnico a profesores de comunicaciones, los cuales afirmaron que los valores estaban muy por debajo del límite permitido y que, por tanto, no había problemas asociados. Más tarde se conoció que dos alumnos tenían problemas de tiroides. Debido a todo lo ocurrido, el centro decidió no abrir el aulario nuevo junto a la facultad hasta que se soterraran las líneas de alta tensión.
A la vista del párrafo anterior, cualquier lector desprevenido podría pensar en el peligro de la radiación provocada por la torre, los intereses corporativos que impiden arreglar el problema y el pueblo que sufre a consecuencia de los poderosos y la inactividad. Así, según ciertos puntos de vista esto se podría denominar una conspiración. Y como conspiración, no es más que un castillo de arena: un constructo surgido del desconocimiento del mundo físico y el temor a lo que no podemos ver. Si uno profundiza un poco más en el tema de las ondas electromagnéticas y las enfermedades, y en concreto en el caso que nos ocupa, se verá que la confusión es dominante, siendo este otro ejemplo de alarma social injustificada.
CUANDO se habla de radiación o de ondas electromagnéticas, mucha gente piensa en Chernóbil o, más recientemente, Fukushima. Lo que menos personas saben es que el término radiación electromagnética incluye desde las ondas de menor frecuencia y, por tanto, de menor energía (a saber, las ondas de radio) hasta las de mayor frecuencia y energía, como son los rayos gamma. Pasando de un extremo a otro, están los microondas, los rayos infrarrojos, la luz visible (sí: aquella que permite que veamos las cosas), los rayos ultravioleta y los rayos X. Conviene aclarar que es a partir de ultravioleta cuando se generan daños en el cuerpo humano, mientras que en los demás casos (radio, microondas, infrarrojo y luz) sólo en ciertas ocasiones se puede dañar a las células. De hecho, cuando usamos la crema solar, la utilizamos para protegernos de la radiación ultravioleta, no de la luz visible, ¿o acaso alguien teme quemarse por la luz generada por bombillas de iluminación?
POR otra parte, los daños causados por una radiación predeterminada no sólo dependen del tipo de radiación (es decir, de su frecuencia), sino también de la intensidad (en términos más accesibles, la “cantidad de rayos” que recibimos). La intensidad es lo que determina, por ejemplo, que un foco de luz alumbre más o menos. Debido a la problemática de la intensidad, los países han establecido un límite máximo de exposición, muy por debajo de lo que se considera peligroso, para asegurarse de que no ocurren efectos perniciosos.
NO obstante, con el desarrollo tanto de todos los dispositivos electrónicos, como de la red eléctrica que debe suministrarlos, han surgido preocupaciones. Estas preocupaciones han sido debidamente respondidas por la comunidad científica: en los últimos 30 años se han realizado más de 25.000 estudios, y las conclusiones son bastante claras: no existe evidencia que indique una alteración de la salud por la exposición a campos electromagnéticos de baja frecuencia (siempre dentro, claro, de estos límites que el estado ha establecido). Estos estudios son mucho más numerosos que incluso los dedicados a la mayor parte de compuestos sintéticos que ingerimos y aspiramos. Incluso si preguntamos a Demetrio Brisset, catedrático de la Facultad de Turismo y una de las primeras personas en preocuparse por el caso de la torre de alta tensión, no obtenemos una respuesta concluyente:
“EH, lo que sí se sabe es que hay una prevalencia, un número de casos que va aumentando en todos los países, de problemas de tiroides, en concreto de cáncer de tiroides. Pero, ¿cuál es la causa? No hay estudios rigurosos que puedan afirmar de manera científica que tengan una causa determinada. El hecho es que hay algunos que indican una conexión entre ondas electromagnéticas y daños en algunos órganos […] hay una conexión que no es totalmente demostrativa”.
ESTOS pocos estudios que parecen indicar alguna conexión, además de caracterizarse por una serie de errores metodológicos, afirman más bien la posibilidad de una correlación; es decir, no demuestran una interacción física, sino que se basan en una falacia (asimilan que una correlación necesariamente implica una causalidad).
CIERTAS personas pueden considerar intereses económicos tras la realización de los estudios: ciertas empresas, temerosas de perder beneficios, pagan a investigadores con el fin de que elaboren estudios falsos que demuestren la ausencia de conexión entre radiaciones de baja frecuencia y enfermedades. Esto ya ha ocurrido en la historia, como por ejemplo el tabaco: las compañías tabacaleras pagaban a científicos para que elaboraran estudios falsos, e incluso a médicos para que anunciaran el tabaco como saludable. Pero la historia también ha demostrado que estos científicos y médicos quedaron desprestigiados, y sus falsas investigaciones fueron retiradas cuando otros científicos señalaron los errores que presentaban. En la actualidad ocurre lo mismo: si un estudio resulta falso, se retira. Además, no resulta razonable pensar que más de 25.000 estudios han sido falsificados, muchos de ellos realizados por instituciones independientes como universidades, instituciones estatales (por ejemplo, la AFSSET francesa, el Health Council of Netherlands, de Holanda o la Health Protection Agency, del Reino Unido) o la propia Organización Mundial de la Salud (OMS).
SI vamos a la única parte científica del caso del aulario y los campos magnéticos, tenemos que analizar el estudio realizado por Pedro Cores. Este estudio señala, muy a su pesar, que los niveles encontrados en la facultad y alrededores están muy por debajo del límite legal, pero alega que este límite es anticuado y, por tanto, no válido. Si aplicáramos este criterio, también deberíamos decir que la OMS está anticuada y equivocada, dado que los valores medidos ni siquiera se acercan a los límites que la OMS establece. Es más: muchos aparatos domésticos, como maquinillas eléctricas de afeitar, lavavajillas, aspiradoras o secadoras generan campos magnéticos de mayor intensidad (para la distancia a la que los usamos) que los generados por la torre de alta tensión.
CONTINUANDO con el estudio que Pedro Cores llevó a cabo, observamos que los datos no son válidos: indican la intensidad del campo magnético medido en diferentes zonas, pero no la frecuencia a la que se corresponden. No es lo mismo 200 nanoteslas para una frecuencia de 1000 hertzios (ondas de radio) que para una frecuencia de 1000 millones de hertzios (microondas): cualquier estudio formal señala frecuencia e intensidad para cada valor medido.
FINALMENTE, el estudio presenta numerosas referencias subjetivas, del tipo “en mi criterio”, “considero” y “mi apreciación personal”, que preceden a conclusiones que no se basan en los datos que obtuvo. Estas conclusiones, ya que no se basan en los datos (pues aun estando estos mal presentados, en todo caso indicarían la ausencia de peligro), deben por fuerza basarse en otros fundamentos. Este técnico, cuyo título (tal y como figura en su página web) es Inspector Técnico del hábitat geobiológico, imparte cursos de geometría sagrada (término fuera de toda consideración científica) y, tal y como figura en la página web de EcoHabitar (del cual forma parte del consejo asesor), es experto en geobiología. Esta geobiología debe ser distinta de la que se imparte en universidades y sobre la que se publica en revistas científicas, ya que cuenta entre sus herramientas a la radiestesia. Así, según una encuesta que Pedro Cores realizó para una página web, “La radiestesia es una de las herramientas de la Geobiología”. La radiestesia se define como la práctica pseudocientífica que afirma que los estímulos electromagnéticos pueden ser percibidos y manejados mediante péndulos o varillas de metal o madera en forma de “Y” o “L”. Y es pseudocientífica porque está totalmente demostrada su falsedad: ¿de verdad las industrias iban a gastar recursos en contratar a geólogos, ingenieros, informáticos y un largo etcétera para localizar fuentes y yacimientos subterráneos, cuando podrían hacerlo con un palo? Teniendo en cuenta todo esto, ¿debemos aportarle credibilidad a este estudio, cuando el realizado por los profesores de telecomunicación no indica peligro alguno? Para cualquier persona razonable, la respuesta debe ser negativa.
COMO se ha visto, todo este asunto se ha originado como consecuencia de la confusión y el miedo que genera, tanto la palabra radiación, como el hecho de que no podamos sentir directamente los campos magnéticos y determinar si son o no inofensivos. Si además se le intenta añadir credibilidad con algún estudio desvirtuado y se intenta generar el pánico con afirmaciones categóricas, los resultados son nocivos, tanto para la sociedad como para la economía. Así, los estudiantes de Ciencias de la Comunicación y Turismo, ante la negativa de abrir el aulario, deben apiñarse en clases alternativas. Si aplicáramos el pensamiento crítico de la misma forma que lo aplicamos, por ejemplo, cuando nos llegan a nuestra puerta a vendernos un producto, evitaríamos este tipo de situaciones perjudiciales. De ahí la importancia de enseñar dicho pensamiento crítico, tanto en la universidad como en otros niveles educativos y en la vida común.
URL: http://www.revistaelobservador.com/suplementos/empyria/8217-el-peligro-…