Derecho, justicia y pensamiento crítico
Luis Javier Capote Pérez
Este artículo está publicado en la revista DILEMATA, Núm. 26 (2018): Vulnerabilidad, justicia y salud global, y la publicamos aquí en virtud de su licencia "Creative Commons Reconocimiento no comercial 3.0 España (CC-by-nc)".
Resumen: El presente trabajo pretende plantear, a través de varios ejemplos, la necesidad de que el pensamiento crítico esté presente en los procesos de formación de consenso social en temas controvertidos. Asuntos tan básicos como el reconocimiento del derecho a la vida o la condición de persona han sido objeto de profundos cambios a nivel social y jurídico, como consecuencia de la producción de avances científicos en los campos de la medicina y la biotecnología. El conocimiento y la creencia forman parte del proceso de formación del concepto de justicia y este, a su vez, influye en la elaboración de normas jurídicas. Después, se hace una reflexión sobre la línea de actuación en aquellos casos en los que el consenso social se disocia del consenso científico y el operador jurídico se enfrenta a prácticas pseudocientíficas. ¿Debe el Derecho ser proactivo y fomentar un cambio en la opinión pública por medio de la prohibición? ¿Tendría esa estrategia un efecto adverso?
Palabras clave: Derecho, pensamiento crítico, ética
1. Introducción
Una de las características que ilustran las disciplinas jurídicas es, sin ningún género de dudas, su transversalidad. Cualquier suerte de relación humana que pueda ser susceptible de generar controversias entre sus partes integrantes trae consigo la necesidad de unas reglas que permitan la adecuada resolución del conflicto. Dentro de la distinción tradicional entre ciencias, artes, humanidades y leyes, estas últimas constituyen una rama singular, caracterizada por su vinculación con las normas positivas del ordenamiento jurídico de cada Estado; sin embargo, coincide con las demás ramas del saber en la necesidad de un sentido crítico, que aquí se concreta en la aversión a la aplicación mecánica y acrítica de los mandatos legales. Esta idea está claramente formulada en la obra de Ihering, que considera que la actividad científica debe desarrollarse en un ámbito de libertad investigadora y aplicando el sentido crítico, siendo ambas premisas aplicables a la actividad jurídica (Ihering, 2002).
En el ámbito del desarrollo científico, los avances y resultados prácticos que se derivan desde el área tecnológica traen consigo el debate ético relativo a su pertinencia. La cuestión del debate entre la posibilidad y el deber –es posible, pero ¿debe hacerse? - trae de su mano la disyuntiva legal: ¿debe regularse en un sentido prohibitivo o en un sentido permisivo? La respuesta concreta a cada ocasión en la que esta pregunta se formula tiene siempre presente el recordatorio de que el Derecho es una creación humana y, como tal, está profundamente influida por el conocimiento y las creencias vigentes o predominantes en cada tiempo, lugar y colectividad.
Una máxima latina -Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi- nos recuerda constantemente que «justicia es dar a cada persona lo suyo»(1). El Derecho tiende, en definitiva, a la justicia, pero este ideal plantea, a su vez la pregunta en torno al contenido del concepto de tal. ¿Qué es, pues, lo justo? Si descendemos al detalle, podemos comprobar que no existe una respuesta simple y, desde luego, única. No hay contestaciones sencillas a preguntas complejas, pues cada aspecto de las relaciones humanas puede traducirse en motivo de conflicto y cada controversia implica la necesidad de analizar posiciones diversas, en el seno de situaciones diferentes. Hay asuntos en los que la colectividad ha alcanzado un consenso, pero hay otros que constituyen objeto de debate, en algunas ocasiones de forma virulenta y en otras desde posiciones irreductibles.
Desde un punto de vista filosófico-ético, la cuestión del consenso para el concepto de justicia puede formularse en los siguientes términos (Rex García, 2014):
- Los seres humanos viven en comunidad y todos los problemas relacionados con la convivencia deben solucionarse mediante la formación de un discurso práctico que genere un consenso entre todas las personas afectadas por el mismo. Dicho consenso debe provenir de la convicción obtenida a través del razonamiento, a partir del conocimiento objetivo de cada problema y de sus posibles soluciones.
- La consecución de un consenso entre quienes integran la comunidad y están afectados por una cuita común, siguiendo las pautas indicadas en el punto precedente, es un ideal utópico, en la medida en la que, en la práctica, entran en juego otras consideraciones que influyen en el proceso de conformación de dicho consenso.
- En el mundo real, la consecución del consenso no depende únicamente del razonamiento objetivo y lógico. Hay implicaciones políticas, jurídicas y económicas que ejercen su influencia, a la hora de que cada persona conforme su opinión. Por otra parte, en el debate previo a la conformación del consenso, entran también en juego consideraciones que van más allá del conocimiento objetivo y entran en el campo de las creencias.
El consenso en torno a la solución más justa para un problema desemboca, de forma directa –normas de Derecho consuetudinario- o indirecta –normas de Derecho escrito, promulgadas por los poderes públicos cuyos titulares han sido democráticamente elegidos- en regulaciones que, en definitiva, suponen en cuanto a su contenido el resultado de una confluencia de acuerdos, tensiones y presiones existentes en las relaciones entre los distintos grupos en los que se organiza la sociedad. Cada colectivo intenta colmar el contenido normativo con su concepto de justicia, el cual se conforma a partir de la visión del mundo que tienen quienes lo componen. Lo que sabemos, lo que creemos saber y lo que creemos influye en nuestra percepción de todo cuanto nos rodea, teniendo incidencia en los principios y valores que volcamos sobre las normas que rigen nuestra convivencia, ya sean sociales, ya sean jurídicas.
El debate en torno a las aplicaciones tecnológicas que se derivan de las investigaciones científicas aporta numerosos ejemplos del tipo de situaciones descritas en el párrafo anterior. En el marco del presente trabajo, se presentarán diversos ejemplos que ilustrarán, desde el conocimiento y desde las pseudociencias, las dificultades para normar jurídicamente en asuntos controvertidos.
2. El ejemplo de los conceptos de vida y de persona
En el apartado anterior se ha destacado el hecho de que el Derecho es una creación de y para los seres humanos (Díez-Picazo y Gullón, 2012). La regulación del Derecho objetivo –los mandatos abstractos, generales y colectivos contenidos en las normas jurídicas- y el reconocimiento de los derechos subjetivos –los poderes de actuación y exigencia a la colectividad y a las instituciones- tienen como destino a la persona, que se convierte en un ser sujeto al principio de legalidad y en titular de derechos y obligaciones. Desde un punto de vista jurídico, la personalidad implica la capacidad para tener los unos y las otras y, a día de hoy, está vinculada a la condición biológica de existir. En el pasado, instituciones como la esclavitud o la servidumbre daban testimonio de una falta de equivalencia en la que seres humanos podían ser considerados cosas y en el que la muerte podía tener una dimensión biológica –el fallecimiento- y otra civil –la pérdida de la personalidad y de la capacidad para ser sujeto de derecho. Hoy, la identidad entre las condiciones física y jurídica determina que la personalidad surja con el nacimiento y se extinga con la muerte. La esclavitud, que antaño era moral y éticamente aceptable, es hoy reprobada socialmente, estando abolida en todos los Estados dignos de ser llamados democráticos. Sin embargo, la propia evolución de la ciencia y el desarrollo tecnológico derivado de la misma han traído consigo cambios legales y serios debates en torno al inicio de la vida y la consecuente condición de persona, en tanto que sujeto de derecho.
El artículo 15 de la Constitución Española establece que todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. Si en el proceso de elaboración de esta carta magna se hubieran añadido tres palabras después de «todos», el devenir posterior hubiera sido muy distinto, ya que los derechos fundamentales y libertades públicas reconocidos en la Constitución Española se encuentran en aquella parte de la misma que es más difícil reformar. Sin embargo, la palabra «todos» fue lo suficientemente ambigua como para que pocos años después, el aborto fuera despenalizado si se daban ciertas circunstancias. Cuando se planteó que la legislación en materia de interrupción del embarazo podía ser contraria al precepto constitucional que reconocía el derecho a la vida, la Sentencia del Tribunal Constitucional 53 / 1985, de 11 de abril vino a tratar la cuestión del nasciturus –concebido, pero no nacido- y concluyó con el concepto de que era algo digno de especial protección, pero que no podía hablarse de personalidad, y, consecuentemente, no podía considerarse sujeto de derecho. El proceso de gestación plantea una expectativa de personalidad, pero no la tenencia misma, de ahí que, en las situaciones de conflicto planteadas por la ley despenalizadora -con la contraposición entre los intereses de la madre gestante y del no nato- pudieran darse situaciones en las que esta tuviera la elección respecto de la continuación del embarazo. Una interpretación respecto de la cual el feto fuera considerado persona reconocería en él el derecho a la vida y dejaría sin efecto cualquier normativa que planteara la posibilidad del aborto. Tres décadas más tarde, esta legislación dejaba paso a otra, basada en el concepto de plazos y en el desarrollo embrionario. Si en el proceso constituyente se hubieran añadido las palabras «desde la concepción» -en una redacción similar a la de otros textos constitucionales comparados- ninguna de esas leyes hubiera sido viable.
El debate en torno al aborto es una faceta importante, pero no la única, del debate en torno al derecho a la vida en los inicios de esta. Las cuestiones biológicas se encuentran con las perspectivas éticas y morales, dando como resultado un consenso en el que no hay en modo alguno ausencia de conflicto. A día de hoy, hay sectores de la población que siguen defendiendo la necesidad de considerar al nasciturus como persona y reconocerle la capacidad jurídica y el primero de los derechos fundamentales. La interpretación del Tribunal Constitucional –que es vinculante en cuanto al sentido que debe otorgarse a las normas de la carta magna- ha tenido consecuencias en el ámbito de los descubrimientos científicos y los avances tecnológicos relacionados con los primeros estadios del desarrollo vital humano. Asuntos como la investigación con células madre o la aplicación de técnicas de reproducción asistida han sido objeto de debate y han determinado en ocasiones la necesidad de un pronunciamiento por parte del Tribunal Constitucional, que ha mantenido la línea marcada hace más de treinta años en torno a la consideración del concebido y no nacido.
Otro de los aspectos en los que queda patente la evolución legal, vinculada a la evolución científica, se encuentra en el inicio de la personalidad. A los efectos civiles, dice el artículo 29 del Código Civil que el nacimiento determina la personalidad; pero el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le sean favorables, siempre que nazca con las condiciones que expresa el artículo siguiente. A su vez, el artículo 30 del Código Civil establece que la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno. Este precepto tiene un contenido normativo acorde con el estado del arte en materia pediátrica, pero hay que advertir sobre el hecho de que esta redacción está vigente desde el año 2010. En la original, se decía que, para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno. La capacidad jurídica se vinculaba a un doble requisito de supervivencia durante un día completo y forma humana. Respecto de lo primero, no hay ni parece haber dudas, pues este plazo se justificaba por la presencia de una elevada tasa de mortalidad infantil en los días en los que el Código Civil entró en vigor, a finales del S. XIX. Si el recién nacido no superaba con vida ese corto período temporal o, mejor dicho, no llegaba a él, se entendía que a efectos civiles nunca había existido. Si lo superaba, se entendía que era persona desde su nacimiento, habiendo convertido en realidad la expectativa que tenía durante su período como nasciturus.
Sin embargo, respecto del segundo requisito —la exigencia de forma humana— plantea o, mejor dicho, planteaba una incógnita: ¿qué se debe entender por tal? ¿una referencia a la apariencia física? ¿una mención expresa de la viabilidad desde el punto de vista orgánico? El tiempo y la experiencia enlazaron la existencia de este requisito con la expectativa de la supervivencia. De nuevo, se traía a colación el problema de la elevada mortalidad infantil. La personalidad jurídica se vinculaba al nacimiento porque el proceso de gestación estaba sometido a múltiples variables, siendo la culminación del mismo un hito que, al mismo tiempo, determinaba la constatación de que con el parto no había llegado al mundo un prodigo o una quimera (Martínez de Aguirre Aldaz, en Aa. Vv., 2016). En un tiempo anterior a la existencia de la genética como disciplina científica, situaciones que hoy se identificarían como mutaciones o peculiaridades transmitidas por vía de herencia, se intentaban explicar desde un punto de vista sobrenatural. La forma humana, la apariencia exterior era interpretada como un signo de humanidad; las divergencias se entendían como resultado de una cohabitación contra natura con reminiscencias pecaminosas, siendo la criatura nacida la prueba del mal y consecuentemente indigna de la personalidad jurídica. La sustitución de la creencia supersticiosa por el conocimiento científico modificó la interpretación, para ajustarla a la cambiante realidad de cada momento, hasta un punto en el que esta vieja redacción fue definitivamente anacrónica y hubo de ser reformada, para adaptarse a los tiempos actuales.
3. Pseudociencias en la sala
Una vez presentados los ejemplos relativos a la influencia de los descubrimientos científicos y de los avances tecnológicos en la regulación de determinados asuntos particularmente controvertidos desde el punto de vista ético, es menester tratar otros supuestos, en los que no sería desacertado afirmar que el consenso diverge del conocimiento científico. La idea colectiva en torno a cuestiones tan presentes en la vida cotidiana, como la presencia de las antenas de telefonía móvil en entornos urbanos, resiste el consenso científico sobre sus hipotéticos efectos perniciosos. El reconocimiento judicial de un pretendido síndrome de sensibilidad electromagnética ha añadido la percepción social de que una resolución contenida en una sentencia dictada por un Juez puede entenderse como equivalente a una validación científica de la existencia de un invocado mal cuya existencia no está ratificada desde el punto de vista de la ciencia. Detalles como este, indican la importancia de que en el poder judicial y en el legislativo haya un mínimo de conocimiento científico y de pensamiento crítico (Park, 2003). Sin embargo, más allá de los asuntos en los que hay una controversia derivada de la divergencia entre el consenso social predominante y las conclusiones científicas del momento, pueden encontrarse ejemplos en los que la creencia se disocia por completo del conocimiento y mantiene la fe en prácticas que solo pueden calificarse como pseudocientíficas: la astrología, el tarot, las flores de Bach o la homeopatía, son solo algunos ejemplos de prácticas de amplia implantación y aceptación social, pese al hecho de que su eficacia es inexistente y, en el mejor de los casos, se debe al efecto placebo —en el caso de las mal llamadas medicinas alternativas—. El hecho de que, desde la ciencia, se haya advertido continuadamente su naturaleza pseudocientífica, no parece haber afectado en exceso a las creencias de amplios sectores de la población que, con independencia de su formación, parecen mantener su fe en tales prácticas. Su persistente pervivencia y relativo tienen bastante que ver con el hecho de que exista una cierta tibieza –cuando no abierto apoyo- en ciertos colectivos profesionales del ámbito sanitario. Por otra parte, la proliferación del movimiento escéptico (2) ha planteado desde su seno la constante necesidad de establecer una regulación restrictiva o directamente prohibitiva de las prácticas cuya eficacia no esté directamente reconocida o validada desde un punto de vista científico. La calificación coloquial de las mismas como «estafas» contrasta poderosamente con la ausencia de resoluciones condenatorias en materia penal. El hecho de que su publicidad sea engañosa ha generado también un debate en el plano del Derecho de los consumidores. ¿Es admisible la comercialización de productos intrínsecamente engañosos y servicios objetivamente inútiles? Cuando a los mismos se añade un objetivo peligro para la vida o la salud de las personas, la respuesta, sin lugar a dudas, ha de ser negativa. Sin embargo, no sucede lo mismo cuando la inocuidad es inherente a lo que se intenta vender. Así, por ejemplo, cabe decir los preparados homeopáticos carecen de efectos secundarios porque tampoco los tienen primarios. Desde el punto de vista escéptico, la actitud del mundo jurídico es excesivamente complaciente y se aboga por una respuesta más contundente, tanto a nivel legal como judicial (Cavanilles, 2009).
Sin embargo, la situación es mucho más compleja de lo que podría pensarse por un operador extrajurídico. Por un lado, hay que tener en cuenta que, tanto para el delito de estafa como para la anulación de un contrato por la existencia de dolo, se precisa de un «engaño bastante» esto es, de un artificio que lleve a la persona objetivo del mismo a una visión distorsionada de la realidad, de la cual ya no pueda salir hasta que ya sea tarde. La burda naturaleza de pseudociencias como la astrología o el tarot hace inviable pensar en la suficiencia de la mendacidad, dejando aparte casos especiales, como aquellos en los que las víctimas son menores, incapaces o individuos con un bajísimo nivel cultural. Por otra parte, en el caso de pseudoterapias como la homeopatía, el apoyo a las mismas por parte de un sector de las profesiones sanitarias resta una parte de la fuerza necesaria a los esfuerzos por ponerles cierto coto desde el punto de vista legal. Además, cabe preguntarse si el uso de mecanismos legales para atajar estas prácticas tendría el deseado efecto de hacerlas desaparecer. La existencia de prohibiciones similares en el pasado —cuando el ocultismo y prácticas de parecido pelaje estaban proscritas, al entrar en conflicto con la religión oficial— no hizo a la sociedad más crítica, sino más inerme a ciertas creencias. Uno de los períodos de mayor proliferación de creencias pseudocientíficas de toda condición coincide en la historia reciente de España con los tiempos interesantes de la transición y el regreso de la democracia.
4. Conclusiones
Como ha podido comprobarse a lo largo del presente trabajo, las normas jurídicas han evolucionado y evolucionan con la sociedad de la que traen causa y a la que se aplican. Su contenido es el resultado de un consenso que, en asuntos controvertidos, dista mucho de ser pacífico. Su carácter reactivo hace que el Derecho cambie en respuesta a las necesidades y al acuerdo —más o menos tenso— sobre el concepto de justicia en cada caso objeto de debate, controversia o necesitado de consenso. Por tal razón, es preciso que la sociedad tenga un desarrollado sentido crítico y unos conocimientos científicos que permitan distinguir el saber de la creencia y la veracidad del engaño. Esta necesidad se hace extensiva a los operadores jurídicos y a los poderes públicos. El derecho es una disciplina en la que el pensamiento crítico debe ser una herramienta esencial, con el fin de elaborar unas normas que sean realmente justas y de aplicarlas ecuánimemente. Una norma jurídica o una resolución judicial que se base en una idea preconcebida no contrastada científicamente o directamente invalidada por la ciencia hace un flaco favor a la causa del escepticismo. Sin embargo, una norma que pretenda cambiar el consenso por la fuerza de su coactividad, puede causar idéntico perjuicio. La hipótesis de hurtar a las personas y a las colectividades la responsabilidad por los propios actos que se deriva del libre albedrío no las hará ciertamente más críticas o juiciosas, sino que las convertirá en una suerte de criaturas o entidades tuteladas, en permanente minoría de edad. La prohibición de ciertas prácticas, con carácter general, supone entrar en el pantanoso mundo terreno de la proscripción de las ideas y, por noble y loable que pueda parecer el ideal, abriría la puerta de un inquietante precedente.
En asuntos que implican la asunción, aceptación o prohibición de un adelanto tecnológico; en problemas que contienen un núcleo de creencia, es esencial que el consenso tenga como base preponderante el conocimiento objetivo de las bases científicas del mismo, como punto de partida para el necesario debate ético. De esta forma, las normas elaboradas subsiguientemente podrán servir de manera más efectiva al objetivo de dar la solución más adecuada a los problemas y controversias por cuya causa se ha planteado su promulgación. Por otra parte, el Derecho debe igualmente actuar de forma proactiva, en beneficio de la divulgación del conocimiento (3), pero su labor ha de ser más sutil y buscar la convicción por encima de la imposición, en asuntos donde la razón entra en conflicto con la creencia. De esta forma, estaremos un paso más cerca de alcanzar el ideal de un consenso conformado a partir del conocimiento o, al menos, tomando el mismo en consideración. Siempre habrá, en definitiva, factores relacionados con las creencias, las convicciones y los intereses particulares. La pretensión de un consenso, de una justicia y de unas leyes basados únicamente en el conocimiento objetivo y la razón es ciertamente utópica. La idea de que el razonamiento científico sea eminente en los tres aspectos anteriores está más cerca de la realidad, siendo un objetivo ciertamente posible en su consecución, aunque es necesario apostillar que el camino que lleva a tal logro es y será particularmente accidentado.
Bibliografía
Cavanilles, Javier (2009): El tarot ¡Vaya timo!, Pamplona, Editorial Laetoli.
De la Cámara Álvarez, Manuel (1984) en Albaladejo, Manuel (editor): Comentarios al Código civil y Compilaciones forales, tomo III, vol. 1º, Artículos 108 a 141 del Código Civil, Madrid, Editorial Revista de Derecho Privado.
Gómez Bengoechea, Blanca (2007): Derecho a la identidad y filiación. Búsqueda de orígenes en adopción internacional y en otros supuestos de filiación transfronteriza, Madrid, Dykinson, Colección Monografías de Derecho Civil, I, Persona y Familia.
Ihering, Rudolf von (2002): ¿Es el Derecho una Ciencia? Granada, Editorial Comares.
Martínez de Aguierre Aldaz, Carlos (2016), en Aa. Vv.: Curso de Derecho Civil (I), volumen II, Derecho de la Persona, Madrid, EDISOFER.
Park, Robert L. (2003): Ciencia o vudú. De la ingenuidad al fraude científico, Barcelona, Ed. Random House Mondadori
Rex García, Mònica (2014): Ética y reproducción asistida, trabajo inédito cedido por cortesía de la autora.
Rodríguez Díaz, José (2004): La aforística jurídica romano-canónica, puente para un nuevo derecho común europeo, Anuario Jurídico y Económico Escurialense, XXXVII, San Lorenzo del Escorial, Real Centro Universitario «Escorial-María Cristina», pp. 231-261.
Sentencia del Tribunal Constitucional 53 / 1985, de 11 de abril (ECLI:ES:TC: 1985:53)
Notas
1. La frase, atribuida al jurista romano Ulpiano, aparece recogida en el Digesto: D. 1.1.10pr «Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere alterum non laedere, suum cuique tribuere.»
2. En España, a través de entidades como ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico, Círculo Escéptico o el Aula Cultural de Divulgación Científica de la Universidad de La Laguna. También, a través de iniciativas individuales, como la Lista de la Vergüenza coordinada por el abogado alicantino Fernando Frías Sánchez.
3. Esta apuesta por la divulgación se encuentra en textos normativos como la Ley Orgánica de Universidades o la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación. Los preceptos están formulados en forma de declaración de objetivos o desiderata y, por supuesto, su eficacia depende de una efectiva política de inversiones.