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el escéptico
U
na vez [en 1966] recibí en mi casa la
visita de unos estudiantes, que
traían una de esas revistas de auto-
móviles (Roadrunner, o alguna otra por el
estilo). En ella, había un artículo sobre una
nuevo motor maravilloso que trabajaba a
partir de un nuevo principio para conseguir
energía, algo realmente notable. De hecho,
uno no tendría que comprar combustible
para el coche: éste se inyecta en los cilin-
dros cuando se manufactura, y dura cerca
de seis meses, tras los cuales debes llevar-
lo a que te lo recarguen. El motor se refri-
gera por aire y puede hacer que el coche
alcance casi los 100 kilómetros por hora en
autopista.
El artículo incluía una foto del motor y
de su inventor, el señor Joseph Papf, que
había llegado a Estados Unidos procedente
de Hungría. En ella, Papf está de pie junto
al motor, realizando mediciones a través de
un panel lleno de botones. Diversas perso-
nas habían visto el motor y realizaban co-
mentarios sobre él en ese artículo.
Papf iba a realizar una demostración de
su motor en Los Ángeles, y los estudiantes
me pidieron que les acompañara a ella. Les
comenté que nada puede suministrar ener-
gía durante seis meses con esos rendimien-
tos, salvo un reactor nuclear, algo que se-
guramente no era el tal motor. Continua-
mente surgen falsedades de este tipo
−
les
dije
−
y probablemente este tío intenta con-
seguir inversores para su motor.
Luego, les conté algunas historias sobre
máquinas de movimiento perpetuo, como
una existente en un museo londinense que
guardan en una vitrina de cristal. No dis-
pone de cables de conexión, y sin embargo,
gira y gira sin parar. Uno se preguntaba:
¿dónde está la alimentación?, dije. En ese
caso, había un suave flujo de aire surgien-
do de un pequeño tubo instalado en una de
las patas de madera que sostenían la vitri-
na.
Los estudiantes me convencieron de que
les acompañara a ver la demostración, que
tenía lugar en el parking de una empresa
de frigoríficos, una zona en forma de L. El
motor estaba colocado en un extremo del
aparcamiento, mientras que el público,
unas 30 personas aproximadamente, está-
bamos en la esquina de la L, a cierta dis-
tancia. Papf explicó cómo funcionaba el
motor usando frases vagas y complicadas
acerca de radiación, átomos, diferentes ni-
veles de energía, cuantos, de esto y de
aquello, todo evidentemente sin ningún
sentido... Vamos, que eso no podría funcio-
nar nunca.
Pero el resto de lo que comentó era im-
portante, pues todos los fraudes han de te-
ner unas características adecuadas: Papf
explicó que había intentado vender su mo-
tor a las grandes empresas de automóviles,
pero éstas habían declinado la oferta por
temor a que las compañías petroleras que-
braran. Así que estaba claro que había una
conspiración contra el motor de Papf. Ade-
más, hizo una referencia a los artículos de
las revistas sobre el motor, y anunció que
en unos días iba a enviar su motor para
que lo sometiran a unas pruebas en el Ins-
tituto de Investigación de Stanford. Ello,
obviamente, probaría que su motor era
real. Hizo, asimismo, una invitación a in-
versores que podrían aprovechar esta gran
oportunidad para conseguir grandes canti-
dades de dinero, habida cuenta de su gran
futuro... y dado que existía cierto riesgo.
Se veían algunos cables que iban desde
el motor hacia donde el señor Papf y los
espectadores estábamos, donde había un
conjunto de instrumentos de medición; en-
tre ellos un variac, un transformador varia-
ble con un mando que podría seleccionar
entre diferentes voltajes. A su vez, los ins-
trumentos se conectaban por cable a una
alimentación eléctrica en la pared del edifi-
cio. Así que quedaba bastante obvio dónde
estaba la fuente de energía.
El motor comenzó a funcionar, y hubo
algo de desilusión: el propulsor del ventila-
dor se movía sin el ruido característico de
los motores de explosión con cilindros...
parecía realmente un motor eléctrico. Papf
desconectó el enchufe de la pared, y el ven-
tilador continuó moviéndose. Vean, esta
conexión no tiene nada que ver con el
motor: solamente está proporcionando co-
rriente a los instrumentos, dijo.
Bueno, esto era sencillo. Tenía una ba-
tería de almacenamiento dentro del motor.
−
¿Le importa si me quedo con el enchufe?
−
le pregunté
−
.
−
En absoluto
−
respondió el señor Papf,
pasándomelo
−
.
No pasó mucho tiempo antes de que me
pidiera que le devolviera el enchufe.
−
Me gustaría quedármelo un poco más
−
dije, imaginando que si me demoraba lo
suficiente, el maldito chisme acabaría por
pararse. Pero el señor Papf comenzó a po-
nerse histérico, de manera que le devolví el
enchufe, y él lo volvió a conectar a la pa-
red
−
.
Unos momentos después, hubo una
enorme explosión: un cono de chismes pla-
teados salió disparado y todo comenzó a
echar humo. El motor, destrozado, se cayó
La máquina del movimiento
perpetuo del señor Papf
RICHARD P
.
FEYNMAN
el escéptico (Primavera 1999)
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de lado. Un hombre que estaba a mi lado
gritó:
−
¡Me ha dado!
Le miré; todo un lado de su brazo se
había desgarrado, uno podía ver los paque-
tes musculares, los tendones... ¡todo! Le
sujeté y le conduje a un asiento. El más
joven de mis estudiantes actuó con expe-
riencia:
−
Hazle un torniquete con la corbata
−
me
dijo.
Comenzó a dar órdenes a todo el mundo,
y le practicó la respiración artificial a otro
hombre que estaba tendido en el suelo. Re-
sultaba realmente sorprendente ver a ese
joven controlar a todos los adultos que
estábamos.
Para cuando llegó la ambulancia, com-
probamos que había tres heridos, el más
grave el que estaba en el suelo: tenía un
agujero en su pecho
−
de manera que la res-
piración artificial no servía de nada
−
y pos-
teriormente murió. Los otros dos sobrevi-
vieron. Estábamos todos completamente
agitados.
Me volví al joven que había sido capaz de
sobreponerse tan admirablemente a la tra-
gedia:
−
No suelo beber
−
dije
−
,
pero vámonos a
un bar a tomar algo para calmar los nervios.
Allá fuimos. Me sorprendió que precisa-
mente el joven que había resultado ser el
más adulto de todos fuera menor de edad,
de manera que no podía beber alcohol.
Comenzamos a charlar sobre la máquina.
Un hombre, un inversor que había ido
acompañado de un ingeniero a la demos-
tración dijo:
−
Mi ingeniero me había prevenido que
nos quedáramos detrás de la esquina del
edificio, y que sólo nos asomáramos de vez
en cuando durante la demostración, por-
que los nuevos motores son a veces peligro-
sos.
Algún otro apuntó que el señor Papf
había realizado previamente trabajos sobre
cohetes, y que la explosión parecía provo-
cada por combustible de cohetes.
Mi impresión era que si el señor Papf
hubiera mandado su motor al Instituto de
Investigación de Stanford, como había
anunciado, el juego se habría descubierto
en unos días. Por contra, una explosión tan
enorme como para destruir el motor podría
mantener la historia durante más tiempo;
por un lado, porque había mostrado la tre-
menda potencia de la máquina y, más
importante, porque proporcionaba una ra-
zón a los inversores para poner más dinero
en la reconstrucción del motor. Todos coin-
cidimos en que la explosión había resulta-
do ser mucho mayor de lo que Papf proba-
blemente pretendía.
Tras el suceso, habiendo un muerto y
heridos, hubo, por supuesto, un juicio. El
señor Papf me acusó ¡a mí! de destrozar su
motor, argumentando que, al haberme
quedado con el enchufe, le había hecho
perder el control del mismo. El Instituto
Tecnológico de California, el Caltech, donde
trabajo, dispone de un departamento legal
para proteger a profesores como yo, así que
me llamaron. Les comenté que creía que no
había mucho caso: Papf debería ser capaz
de probar que su motor funcionaba, pero,
sobre todo, tendría que demostrar que, al
quedarme con el cable, yo había provocado
la explosión.
El caso se resolvió fuera de los tribuna-
les, y de hecho se le pagó cierto dinero a
Papf. Imagino que por parte del Caltech se
prefirió no llegar a juicio, aunque teníamos
razón. Así que acabé costándole al Instituto
un dinero, sólo por haber ido a esa demos-
tración. Aún sigo creyendo que diagnosti-
qué correctamente lo que había sucedido
con una probabilidad razonable.
Y, por supuesto, nada se supo después
del nuevo motor del señor Papf...
Este artículo y el siguiente fueron publicados
originalmente en Laser, boletín de los Escépti-
cos del Sur de California, y se reproducen con
autorización.
EL ESCÉPTICO agradece a Al Seckel
, investi-
gador sobre ilusiones visuales, percepción
y ciencia cognitiva del laboratorio Koch, en
Caltech, y amigo personal de
Richard P.
Feynman
, las gestiones realizadas para la
obtención de los derechos de publicación
de este artículo y el siguiente.
Versión española de
Javier E. Armentia
.
Obras sobre
Feynman
F
.
P
.
Gribbin, John; y Gribbin, Mary [1997]: Ri-
chard Feynman: a life in science. Dutton.
Nueva York.
Sykes, Christopher [1996]: No ordinary ge-
nius: the ilustrated Richard Feynman.
W.W. Norton.
Gleick, James [1992]: Genius: the life and
science of Richard Feynman. Pantheon.
Mehra, Jagdish [1994]: The beat of a different
drum: the life and science of Richard Feyn-
man. Oxford University Press.
Schweber, S.S. [1994]: QED and the men who
made it: Dyson, Feynman, Schwinger and
Tomonaga. Princeton University Press.
Los tres primeros textos son biogra-
fías literarias; la segunda, muy ilustrada.
Los dos últimos analizan en detalle la
producción científica de Feynman
−
el
último se centra en el desarrollo de la
electrodinámica cuántica, en general;
una tercera parte, aproximadamente,
está dedicada a Feynman
−
. Estas dos
últimas y excelentes publicaciones son
muy recomendables para aquéllos que
dominen con cierta soltura la relatividad
y la mecánica cuántica.