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(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
Editorial
U
na sola Blavatsky nos revela, acerca de la raza hu-
mana, mucho más de lo que podría revelarnos una
recua de psicólogos. Sus obras prueban rotunda-
mente que, incluso en medio de lo que parece ser la
civilización, el hombre de Neanderthal sigue estando entre
nosotros”, escribía en 1931 Henry Louis Mencken. Si este
ácido periodista estadounidense, azote de charlatanes y de la
sociedad bienpensante, levantara la cabeza en la España de fin
de siglo, se daría cuenta de que se quedó corto cuando dijo, se-
guro que compasivamente, que “el verdadero encanto de Es-
tados Unidos consiste en que es el único país cómico del que
se tiene noticia”. Basta ver cualquier debate televisivo, el es-
pacio que ocupan en las estanterías de los grandes almacenes
los libros dedicados a la falsa ciencia o cómo el 90% de los me-
dios de comunicación nos ha vendido el final de un milenio
que nos volverá a vender en diciembre de este año, para com-
probar que la comicidad patética no tiene fronteras. Pero,
como en todo, en la sinrazón también hay grados.
Conviene, por un lado, diferenciar a chiflados y charla-
tanes. Los primeros, como indica Martin Gardner, creen en lo
que mantienen y los segundos no; “pero eso no impide que
una persona pueda ser ambas cosas”.
Por otro lado, el nivel del discurso
pseudocientífico oscila entre la chá-
chara sinsentido y semianalfabeta que
habla de “cambio de polaridad de los
polos” o de que el Rey “claudicará en
su hijo” y las más arteras argumenta-
ciones que deforman una realidad,
que la mayoría del público ignora,
para adaptarla a las necesidades del mercado. Este último es el
caso de las publicaciones y los programas especializados. El
abanico es, por lo tanto, muy amplio y el discurso escéptico
tiene que saber adaptarse a las necesidades de cada momento
y medio. Es necesario –lo practicamos en EL ESCÉPTICO y
lo seguiremos practicando– desmontar con argumentos sóli-
dos las patrañas más sofisticadas y ahondar en el porqué de su
auge y en sus orígenes, tal como hacemos en este mismo nú-
mero respecto a las abducciones. Sin embargo, quedarse sólo
en ese nivel discursivo puede resultar, a veces, contraprodu-
cente.
Si, en un programa televisivo al uso, uno da únicamente
argumentos racionales cuando tiene enfrente a ese tipo de es-
tafadores que hace su agosto leyendo a la gente el porvenir, no
hace falta ser adivino para vaticinar que puede llevar las de
perder. Los videntes rara vez entran al trapo del debate sobre
los fundamentos de sus prácticas porque se trata, en la mayo-
ría de los casos, de sujetos incapaces de elaborar un discurso
mínimamente coherente y, por si eso fuera poco, es su nego-
cio lo que está en juego. Al igual que otros pseudocientíficos,
suelen preferir remitirse a lo que ellos consideran pruebas de
su verdad, evidencias que el escéptico casi
nunca puede contrastar ante las cámaras o los
micrófonos en tiempo real. ¿Qué hacer enton-
ces? ¿Qué margen de maniobra queda ante un
discurso disparatado que no se puede rebatir
con argumentos porque desconocemos el grado
de certeza de lo que mantiene la otra parte?
Amén de apuntar ese desconocimiento, la iro-
nía es una magnífica salida a este tipo de situa-
ciones.
El humor y la pseudociencia son incompa-
tibles. No hay nada que indigne tanto a un
charlatán como las risas del público. De ahí
que, cuando el disparate es mayúsculo o in-
comprobable, la ironía sea un medio magnífico
para sacar a relucir lo intrinsecamente estú-
pido, las contradicciones e imbecilidades en las
que incurren habitualmente los negociantes de
lo paranormal. A mediados de diciembre, un
adivino –así se presenta– se lamentaba en la te-
levisión pública vasca de haber llegado tarde a
un programa debido al
caos reinante en Bara-
jas. Con buen tino, un
escéptico ironizó pre-
guntándose qué tipo de
futurólogo era si no ha-
bía previsto eso, y el pú-
blico estalló en carcaja-
das. Es sólo un ejemplo,
pero significativo de que, sin entrar en profun-
didades que en ocasiones ni comprende el otro
interlocutor, puede ponerse en evidencia la
irracionalidad más brutal.
Obviamente, si el discurso pseudocientí-
fico es más profundo o más peligroso –como es
el caso de las medicinas alternativas– que decir
que ya se predijo cualquier cosa sobre Rociíto o
Isabel Preyler, que asegurar que el transistor se
debe a tecnología extraterrestre o que mante-
ner que el consumo de nueces es bueno para la
memoria porque su forma asemeja la del cere-
bro, la respuesta ha de ser más elaborada. Pero,
también en este escenario, la ironía es algo que
siempre hay que tener presente y que puede
servir para ofrecer, por ejemplo, una explicación
de la homeopatía desde el punto de vista de la
mecánica cuántica. La pseudociencia se toma,
en general, muy en serio a sí misma, y ése es
precisamente un punto flaco que el escepti-
cismo científico no puede pasar por alto.
Es necesario desmontar
con argumentos sólidos las
patrañas más sofisticadas,
y ahondar en el porqué
de su auge y en sus orígenes
Argumentos y carcajadas