background image
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
37
N
uestra imagen de
Sherlock Holmes es
el epítome de la ra-
cionalidad. Utilizando un
portentoso cerebro, unas im-
presionantes dotes de obser-
vación y un amplísimo bagaje
de conocimientos científicos,
el detective de Baker Street
resolvía casos extraños con
una facilidad asombrosa. Casi
podría calificársele de
detrac-
tor
: un periodista de lo para-
normal no hubiese vacilado
en atribuir a los extraterres-
tres los crímenes del Páramo
Misterioso y, sin duda, habría
identificado las correrías del
sabueso de los Baskerville con
los ataques del temible
chupa-
cabras
.
Con todo esto, uno podría
pensar aquello de “de tal asti-
lla, tal palo”, y suponer que
sir Arthur Conan Doyle, pa-
dre literario del detective más
famoso del mundo, sería tam-
bién un frío y racional escép-
tico. Y nada más lejos de la
realidad. Sir Arthur era un
fervoroso creyente en el espi-
ritismo, la telepatía, la telequinesia, los fan-
tasmas, los fenómenos paranormales... y las
hadas. De hecho, si hubiese vivido unos
cuantos años más -falleció, o, mejor dicho,
abandonó este plano físico, en 1930-, habría
defendido, sin la menor duda, las visitas de
marcianos, la efectividad del toque terapéu-
tico o cualquier otra superchería que se le hu-
biese puesto por delante. Su irracionalidad
llegó al extremo de echar a perder una mag-
nífica amistad con el Gran Houdini porque el
escapista se negaba a admitir que sus trucos
eran, como sostenía Doyle, manifestaciones
de sus facultades paranormales.
1
Hoy en día, el espiritismo ha pasado a la
historia, y ya nadie cree en las hadas -bueno,
Las hadas recortables que
sedujeron a Arthur Conan Doyle
El creador de Sherlock Holmes, un ferviente espiritista, llegó a creer que los míticos
seres del bosque existían, que eran “formas de vida que se han desarrollado por
una línea de evolución diferente”
FERNANDO L. FRÍAS
1
Cuando Enrique de Vicente, director de la revista
Año Cero acusó
de lo mismito al ilusionista James Randi, ya contaba con un ilus-
tre precedente.
background image
38
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
casi nadie; si yo les contara...-. Sin embargo,
la editorial Hesperus nos brinda la extraordi-
naria posibilidad de leer
El misterio de las ha-
das
, un precioso ensayo de Doyle que sólo se
diferencia de cualquier libro sobre ovnis o
piramidología en el objeto de estudio y,
desde luego, en una calidad literaria infinita-
mente superior.
L
A LLEGADA DE LAS HADAS
El misterio de las hadas -originalmente,
The
coming of the fairies
- fue publicado en 1923,
pero empezó a gestarse en 1920, con motivo
de la aparición de dos fotografías de hadas
obtenidas en 1917 en la localidad inglesa de
Cottingley por las primas Elsie Wright y
Frances Griffiths -supongo que algún nume-
rólogo encontraría estos intervalos de tres
años
altamente significativos
, por lo menos-.
La historia de las fotos es ya muy conocida, y
pueden leerse crónicas mejores que la que yo
podría hacer en
Fraudes para-
normales
, de James Randi, o
La
ciencia. Lo bueno, lo malo y lo
falso
, de Martin Gardner. A
modo de resumen, me limitaré
a contar que Elsie y Frances
crearon estas dos fotografías
por el sencillo expediente téc-
nico de dibujar unas hadas y
gnomos en cartulina, recortar-
las y plantarlas en el suelo me-
diante alfileres para el pelo,
como contó la propia Elsie en
1983. Tras conocerse las fotos,
se armó tal revuelo, con la
participación de personas tan
prestigiosas y conocidas como
el propio Sir Arthur, que las
chicas se vieron presionadas y
realizaron otras tres fotogra-
fías con el mismo método, si
bien en una de ellas se pro-
dujo una doble exposición ac-
cidental que da a la imagen -
de un supuesto
nido de hadas
-
un aspecto aún más etéreo y
misterioso.
Con la perspectiva que da
el tiempo, uno se asombra de
que estas fotografías
colaran;
aunque, la verdad, el hecho de
que la tapa de aspiradora de
Adamski o las maquetas mal
enfocadas de Billy Meier ha-
yan traído de cabeza a tantos
ufólogos nos muestra cuán
cierto es aquello de que “no hay nada nuevo
bajo el sol”. La falta de profundidad de las fi-
guras, consecuencia lógica de ser recortes de
cartulina, ya había sido notada, por ejemplo.
Sin embargo, el ansia por creer mueve mon-
taña, y la propia May Bowler, una de las da-
mas teosofistas que escribieron a Doyle sobre
el asunto y que menciona ese “aire artificial
y sin relieve”, sugiere que su explicación “tal
vez se deba a la ausencia de sombra”. Cosa
que remacha el propio Doyle: “En cuanto a
la objeción de los fotógrafos de que las for-
mas de las hadas proyectan sombras muy dis-
tintas de las de los humanos, responderemos
que los ectoplasmas, como suele llamarse a
los protoplasmas etéreos, tienen una débil
luminosidad característica que modifica con-
siderablemente las formas”. Vamos: una ex-
plicación maravillosa, y asunto zanjado.
Otro detalle significativo es que las figuri-
tas son completamente estáticas, como se
E.L.Gardner, miembro del comité ejecutivo de la Sociedad Teosófica
background image
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
39
puede observar sobre todo en la primera
foto, en la que una pequeña cascada aparece
muy borrosa como consecuencia de una no-
table sobreexposición, pero las hadas pare-
cen quietas en el aire. Sir Arthur nos pro-
porciona un buen número de explicaciones
contradictorias, que van desde que “los mo-
vimientos de las hadas son extremadamente
lentos” hasta que el
cuerpo de las hadas
“es en principio de
naturaleza pura-
mente etérea y plás-
tica”, diferente de la
de los “mamíferos
con estructura
ósea”, lo cual expli-
caría que en vez de
bailar, como haría
una Isadora Duncan
cualquiera, se dedi-
quen a componer fi-
guras, como hacía el
negro de la película
Amanece, que no es
poco
cuando se lle-
vaba a las cabras al
monte para “hacer
estampas de masai”.
Pero, con mucho, la
explicación más ci-
tada consiste sim-
plemente en negar
la mayor: todos los
expertos, asegura re-
petidamente Doyle,
afirman que las fotos
“muestran a las ha-
das en movimiento”.
Como a estas alturas
ya es tarde para desear que santa Lucía con-
serve la vista a aquellos expertos, no nos
queda sino rogar porque su próxima reencar-
nación no sea en un topo o algún otro ani-
malito con similares problemas de visión.
En realidad, todo el libro está plagado de
los típicos
razonamientos
de esos ufólogos a
los que la lógica les importa un pito
2
. La cir-
cunstancia de que Elsie, la mayor de las ni-
ñas, hubiese estado trabajando en un estudio
de fotografía y como dibujante para una jo-
yería -en una época en la que las imágenes
de danzarinas eran el motivo decorativo por
excelencia- es minimizada por Doyle, por-
que, al fin y al cabo, su madre dice que “era
una niña que no había mentido nunca”. El
hecho de que la chica, en la época en la que
Doyle estudió las fotos, se encontrase traba-
jando en una manufactura de tarjetas de Na-
vidad -que se hacían mediante dibujos o fo-
tos retocadas a mano- ni siquiera merece un
comentario para el astuto investigador. Los
retratos de Elsie por sus profesores, que la de-
finen como una chica “muy imaginativa”, la
propia afición de la niña por la pintura o la
inconsistencia del relato de las muchachas -
que terminaba con un enigmático “usted no
puede entenderlo”- no hacen que sir Arthur
sospeche de la falsedad de las fotos. Al fin y
al cabo, ya en su prefacio pide a los lectores
“que no se dejen engañar por el sofisma con-
sistente en decir que, puesto que un profe-
sional del fraude que sea diestro en el arte de
la falsificación puede reproducir un objeto
semejante al original, también éste, por con-
siguiente, se ha obtenido de manera fraudu-
2
Durante una discusión en la lista escéptica de correo electrónico,
el periodista
de investigación Iker Jiménez nos obsequió con un
magnífico “a mí la lógica me importa un pito”, que nunca le agra-
deceremos bastante. Justo es que, ya que cito la frase, reconozca la
autoría de tan ilustre ufólogo.
background image
40
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
lenta”. Un argumento que podría haber fir-
mado cualquiera divulgador de lo paranor-
mal.
L
OS MEDIOS MÁS AVANZADOS
De lo dicho hasta ahora, puede parecer que
sir Arthur realizó una investigación chapu-
cera y motivada por su desmedida fe en la
existencia de las hadas. Nada más lejos de la
realidad. El escritor, que confiesa ser “más
bien escéptico por naturaleza” -en un eco del
“me negué a creer aquello durante horas”
que emplea Juan José Benítez justo antes de
contarnos que se ha creído el disparate más
esperpéntico-, no duda en utilizar los medios
más sofisticados en su búsqueda de la verdad.
Así, por ejemplo, encarga a alguien que
identifica con el pseudónimo de señor Lan-
caster que efectúe sus propias averiguacio-
nes. El tal Lancaster era
un “espíritu crítico”, lo
cual le otorgaba, sin
duda, una gran imparcia-
lidad; pero además tenía
la enorme ventaja de no
necesitar recorrer miles
de kilómetros para inves-
tigar: podía hacerlo desde
el sillón de su casa, ya que
poseía “considerables do-
tes de clarividencia”. Y
era un experto en el
tema: “Afirmaba que a
menudo había visto hadas
con sus propios ojos”. De
todos modos, Lancaster
da un paso más en la so-
fisticación de la investi-
gación, y no utiliza sus
propios ojos, sino otros
aún más cualificados: los
de su espíritu guía.
Pero, ¡ay!, resulta que
el espíritu guía, desde su
plano etéreo, ve que “la
foto fue tomada por un
hombre rubio, de baja estatura, con el pelo
peinado hacia atrás; tiene un estudio con un
montón de cámaras fotográficas, de las que
algunas funcionan
con manivela
”. ¿Evidencia
de un trucaje? ¡En absoluto! Doyle nos aclara
que estas palabras, “a grandes rasgos”, se re-
fieren “al señor Snelling y su entorno, el
mismo caballero que había tenido en sus ma-
nos los negativos, los había sometido a peri-
taje y había sacado ampliaciones”, y que,
como nos dice en otro pasaje, “ha prestado
un inmenso servicio al estudio de la parapsí-
quica”.
No obstante, el escepticismo de sir Arthur
era de los de mente cerrada, así que sometió
el fenómeno a más comprobaciones científi-
cas. Esta vez fue el señor Sergent, otro pseu-
dónimo de un personaje “que durante la gue-
rra había sido oficial de carros de combate,
Los expertos, asegura
repetidamente Doyle,
afirman que las fotos
“muestran a las hadas
en movimiento”
background image
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
41
hombre incapaz de hacer la comedia y que,
por otra parte, no hubiera tenido ningún
motivo para hacerla. Desde hace tiempo,
este hombre posee el envidiable don de la
clarividencia en grado extremo...” Con tan
excelente cualificación, el tal Sergent acude
al bosque de Cottingley en compañía de las
niñas, y describe tal cantidad y variedad de
seres feéricos que, más que la campiña in-
glesa, aquello parecía el primer día de reba-
jas en El Corte Inglés.
D
E LA MÁS ABSOLUTA CREDIBILIDAD
Las fotos de Cottingley se complementan
con multitud de testimonios, todos ellos pro-
cedentes de personas de la más absoluta cre-
dibilidad: Doyle las describe como “un hom-
bre de honor, res-
ponsable y equili-
brado” o una per-
sona de “serias ac-
tividades, sentido
práctico y perso-
nalidad viril”, o
“una dama que or-
ganiza trabajos de
importancia”, sea
esto último lo que
sea. En definitiva,
personas todas
“llenas de sentido
común, con los
pies en el suelo y
que triunfan en la
vida”. Eso sí: to-
dos ellos “están
en la vanguardia
de la ciencia”: al
fin y al cabo, se
trata de “uno de
los videntes más
dotados de Ingla-
terra”, un médico
“que ha tenido
experiencias en la
frontera de lo ob-
jetivo y lo subje-
tivo”, un “cono-
cido zahorí” o una
dama que ha “tenido el valor de hacer públi-
cos los efectos de sus notables facultades pa-
rapsíquicas”. Vamos, que sólo falta el testi-
monio de un piloto -el
testigo de élite
por ex-
celencia- para que tengamos el cuadro per-
fecto. Por si esto fuese poco, estos testimo-
nios son perfectamente corroborables. Al
menos, según la
lógica pseudocientífica
.
Cuando, por ejemplo, la señora Tweedale
afirma haber visto a un elfo haciendo ca-
briolas sobre una hoja de lirio, “en la des-
cripción del lirio que se dobla, tenemos un
elemento objetivo que no puede tacharse de
alucinación, y me parece que la aventura de
la señora Tweedale constituye un argumento
positivo impresionante”.
Los testimonios, con todo, no son absolu-
tamente perfectos. De uno de ellos, sir Ar-
thur reconoce que “la presencia de caballos
no pega demasiado bien con el cuadro”, y
otro de los testigos “comete un error al ima-
ginar que los sílex tallados en forma de
punta de flecha son realmente pernos de ha-
das”. Pero, aun así, son más que suficientes
como para demostrar la existencia de “estas
formas de vida
que se han des-
arrollado por una
línea de evolu-
ción diferente”:
hay “que tener en
cuenta un margen
de error en los de-
talles.”
Tan inataca-
bles son esos testi-
monios, que el
es-
céptico
Doyle se
permite incluso
darnos una expli-
cación con todo
el sabor raciona-
lista: “La tesis se-
gún la cual los cír-
culos mágicos que
aparecen tan a
menudo en el
suelo de prados o
terrenos pantano-
sos están forma-
dos por las huellas
de pasos de hadas
es indudable-
mente inexacta.
Estos círculos se
deben indiscuti-
blemente a setas”.
Pero que nadie se asuste, que sir Arthur no
ha perdido la fe. Prosigue diciendo que,
“aunque no sean obra de hadas, puede asegu-
rarse que, una vez formados los círculos, sea
cual sea su procedencia, ofrecen un recorrido
encantador para un corro de danza. Desde
siempre, se ha relacionado a estos círculos
con las danzas de los pequeños espíritus”.
background image
42
(Otoño 1999)
el esc
é
ptico
E
L ESTUDIO BIOLÓGICO
DE LOS HABITANTES DEL BOSQUE
Una vez establecida, sin la menor duda, la
existencia de las hadas, cabría preguntarse
qué son y qué hacen. Afortunadamente, sir
Arthur nos contesta. Se trata, en efecto, de
seres corpóreos, pero cuyos cuerpos son de
una densidad “de naturaleza más ligera que
el estado gaseoso”, aunque no inmateriales.
Se trata de seres vivos, “más bien relaciona-
das con los lepidópteros o con la mariposa,
que tan familiar nos resulta, que con la fami-
lia de los mamíferos”. En cuanto a su función
dentro de la naturaleza, es ni más ni menos
que cuidar de las plantas. De hecho, se nos
recuerda que “las flores, cortadas y cuidadas
por una persona determinada, permanecen
hermosas y frescas durante largo tiempo,
mientras que en manos de otra persona vi-
ven poco tiempo”. ¿Por qué? Pues, simple-
mente, porque si uno es bueno, sus senti-
mientos “tienen un efecto seguro en los espí-
ritus de la naturaleza, directamente respon-
sables del cuidado de las flores”. Así que ya
sabe, amigo lector: si está saliendo con
una chica, regálele flores; si le duran
mucho tiempo frescas, es que su dulce
carácter complace a las hadas y a los
gnomos. Así le ocurrió a una dama de
Nueva Zelanda que, tras transplantar
un bulbo de narciso, y previa petición
a las hadas que cuidaban de su jardín,
pudo observar “en el tiesto a un hada
vestida de verde, a veces incluso a dos
o tres, debajo de la planta, y no sé qué
le hacían durante la noche, pero a la
mañana siguiente había crecido mu-
cho, y pese a estar trasplantada, la
planta floreció tres semanas antes que
las del jardín”.
En las últimas páginas del libro sir
Arthur -que debió pensar algo así
como que, “ya puestos, vamos a soltar-
las todas- nos hace todo tipo de reve-
laciones curiosas. Quizá la mejor de
todas sea la de los colores de las hadas,
que varían según la zona de la que pro-
vengan y que en algunos casos llegan
a llevar “listas de rayas verdes y amari-
llas, como una camiseta de futbolista”.
El informador -el
obispo
Leadbeater,
un alto cargo teosofista
3
- llega a indi-
carnos que existen hadas verdiblancas
en el estrecho de Sumatra. Lamenta-
blemente, sus pesquisas no le llevaron
a España, donde probablemente ha-
bría admirado hadas rojiblancas, elfos azul-
granas, y gnomos vestidos de blanco y por-
tando siete pequeñas copas de plata…
En definitiva, estamos ante una auténtica
joya literaria. Un libro que, aunque no
pueda proporcionar pruebas de la existencia
de las hadas “tan perfectas como en el caso
de los fenómenos espiritistas”, al menos nos
garantiza pasar un buen rato comprobando
que, incluso antes de que aparecieran los ov-
nis, el mundo ya estaba, como dice la pelí-
cula, “lleno de primos”. Y, encima, nos
mueve a un sentimiento tan humano como
el de la compasión: si una persona tan indu-
dablemente inteligente como sir Arthur Co-
nan Doyle era capaz de autoengañarse de
este modo, ¿qué derecho tenemos a conde-
nar a esos pobres diablos que entretienen
nuestra vida con su circo paranormal?
3
El teosofismo era la religión espiritista, muy de moda en la Ingla-
terra de finales del siglo XIX y principios del XX. Doyle era un de-
voto teosofista, que recorrió el mundo entero dando conferencias
acerca de su religión e incluso escribió varios libros propagandís-
ticos sobre la misma.