(Primavera 2000)
el esc
é
ptico
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cuaderno de bitácora
C
ualquier intento de hacer sociología del mundo
audiovisual acaba en agua de borrajas: si algo se
está aprendiendo últimamente es que aquello
que cantaba la zarzuela de los “tiempos que adelantan
/ que es una barbaridad” es demasiado cierto como para
permitir siquiera un análisis pausado. Al igual que na-
die pudo predecir adecuadamente el nacimiento de la
era de Internet y el despliegue que está conformando
eso que llaman ya tercer –o cuarto– entorno, me temo
que casi nadie va a poder prever qué sucederá a conti-
nuación... aunque vamos teniendo unas cuantas claves
que, cuando menos, empiezan a producir espanto.
Pongamos por caso el fenómeno televisivo –pero
no solamente televisivo, sino también de Internet, edi-
torial...– de esta temporada, el concurso Gran Her-
mano. Como otros muchos, como casi todo el mundo,
supe del invento mucho antes de que llegara por aquí,
con su lanzamiento hace medio año en Holanda y las
consiguientes teorías, críticas y también alabanzas que
iba generando el fenómeno, intrínsecamente perverso
–no lo olvidemos– de convertir la vida íntima de un
grupo de personas sometido a un entorno indudable-
mente hostil en materia televisiva, por obra y gracia de
un sofisticado sistema técnico de seguimiento, pero so-
bre todo de un deliberado proceso de manipulación en
el que se juega con instintos más o menos primarios,
curiosidad morbosa, teleadicción y un larguísimo etcé-
tera.
El monstruo llegó a nuestro país. Como muchos
otros, decidí obviarlo de la misma manera que obvio
casi todo lo que sale por televisión. Pero es un empeño
tan vano como intentar aislarse del mundanal ruido...
O te vas a una isla desierta o tarde o temprano te vas
enterando del asunto. Porque no solamente es cosa de
ver la cadena que promociona el programa, a cualquier
hora porque parte del montaje es meterte GH en todos
los lados, desde los informativos a las teleseries. uno no
podría tampoco leer ya los periódicos, que sistemática-
mente introducen información de las últimas jugadas y
comentarios o críticas, como sucede con el fútbol. Ni
siquiera escuchar las radios ni meterse en los chats de
Internet. Los concursantes y sus circunstancias se con-
virtieron desde casi el primer día en materia informativa
o materia de cotilleo, alcanzando desde el papel cuché
hasta la parada del autobus.
Total, que uno acaba siguiendo las andanzas de es-
tos personajes, en su mundo ridículo en el que no hay
televisión, precisamente a través de la televisión. So-
metidos al absurdo de tener que estar todo el día rela-
cionándose, se les niega, por condiciones o cláusulas
contractuales, el elemental espacio de intimidad que
cualquier ser humano necesita... convirtiendo así todo
lo que hacen en acto público. No es de extrañar que el
perfil de los participantes haya sido cuidadosamente
seleccionado para conseguir personas fatuas e intras-
cendentes, eso que solemos llamar pijos: por un lado,
nadie duda de que gente así sobrevivirá mejor en ese
ecosistema; por otro, se evita el riesgo de que de re-
pente los participantes decidan ponerse a discutir so-
bre filosofía o literatura, algo que posiblemente haría
caer la audiencia del bicho. De esta manera, juegan,
bailan o hacen el mono, se enamoran y se cabrean de
manera primaria, llenan su vida abierta en canal digi-
tal de necedades poco sofisticadas. (Como oí comen-
tar, con diferentes matices, a Victoria Camps por un
lado y a Gustavo Bueno por otro, esto es más un expe-
rimento de primates que de humanos.) En cualquier
caso, GH está ahí, como realidad imparable de un
mundo, el de la comunicación audiovisual, en el que
todo puede ser aún peor que lo horrible que ya era.
Teorías de la comunicación aparte –léase a Ignacio
Ramonet, por ejemplo, en su libro Tiranía de la comu-
nicación (Debate, 1998), donde plantea cómo la co-
municación deja de serlo realmente para ser mercan-
cía y mecanismo de poder total; también en la reedi-
ción de su texto La golosina visual (Debate, 2000),
donde presenta la trivialización y banalización de la
comunicación como signo de los tiempos–, lo cierto es
que uno puede apuntar cuestiones sobre la ética de
algo así, sobre el plus ultra que supone GH en la falta
de valores de los programadores televisivos. Pero las al-
ternativas que contraprograman las otras cadenas no
son mucho mejores: un concurso en el que el partici-
pante tiene que llenarse el cuerpo de ratoncitos para
ganar, el sempiterno espectáculo del futbol-de-cadena-
televisiva o el cotilleo sobre los famosos-de-profesión.
En muchos sentidos, más de lo mismo: los participan-
tes son concursantes haciendo el bobo, son parte de
una máquina de hacer dinero como el fútbol y también
son objeto de cotilleo como los otros que están sueltos
por la calle.
Ante este estado de las cosas, queda como utópico
defender la calidad en los medios de comunicación,
conseguir que el cotilleo se sustituya por el debate o la
crítica, el despertar de las pasiones más o menos pri-
marias por el lujo de los placeres de la razón. O, peor
que utópico, acaba sonando esnob. Ya ven, incluso yo
me he permitido colar de rondón en una publicación
que se pretende seria el tema de moda. Lo confieso, yo
también he acabado viendo GH
Yo también he visto ‘GH’
JAVIER E. ARMENTIA