EL
CUENTO
DE LA
LECHERA
Durante el mes de abril las aparen-
temente calmas aguas del mundo de
la historia del arte se vieron sacudi-
das por un maremoto. No es algo
nuevo. Los métodos críticos aplica-
dos a esta disciplina han proporcio-
nado más de una sorpresa desagra-
dable a directores de museos del
mundo entero. Muchos de ellos aún
recordarán la revisión de pinturas
atribuidas a Rembrandt cuya “víctima” más famosa fue el
Hombre del Casco de Oro conservado en el Staatliche
Museum de Berlín (Alemania) que hoy se considera como
obra de su escuela, pero no del maestro.
Todo ello nos parecía un tanto lejano porque la revisión
crítica en España sólo había afectado a obras cuya atri-
bución a los grandes maestros de la pintura era poco menos
que absurda. Sólo eran explicables por el anhelo de los
coleccionistas de presumir de ser poseedores de un cua-
dro de (póngase el nombre que se desee) o por un nacio-
nalismo mal entendido según el cual los más importantes
maestros debían estar representados por, al menos, un
cuadro en algún museo español. Por ejemplo, la cabeza
de El Salvador del Museo Lázaro Galdiano atribuida nada
menos que a Leonardo da Vinci ha sido “degradada” jus-
tamente a obra de escuela o imitador, lo que no obsta para
que sea una pintura bellísima y mucho menos conocida
de lo que merece. Otro tanto podemos decir de la tabla de
tema religioso en el mismo museo que figuraba como de
la mano de Humberto Van Eyck. En este caso concreto no
se acertó ni con el país de procedencia ya que es, en rea-
lidad, una obra de la escuela francesa.
Nada hacía presagiar la bomba informativa que esta-
lló el pasado 4 de abril. Juliet Wilson-Bareau, experta en
la materia, negaba la autoría goyesca a La Lechera de
Burdeos y tenía serias dudas sobre El Coloso. Así, al
menos, lo recogía en su número de ese día el periódico
ABC haciéndose eco de las declaraciones de la antedicha
a El Periódico del Arte.
No obstante, una lectura de la entrevista original no
puede por menos que poner sordina a tan polémicas afir-
maciones. En ella podemos leer sobre La Lechera: “...no
sería por lo menos enteramente de la mano de Goya”. Esto,
evidentemente, no es lo que recogieron los diarios espa-
ñoles aunque unos y otra sabrán a quién corresponde la
responsabilidad de este cambio substancial. Aún no está-
bamos repuestos del susto cuando al hojear las páginas
de El Mundo de ese mismo día nos topamos con el titular
siguiente: “La Lechera y El Coloso atribuidos a Goya, pier-
den su paternidad. Tras confirmarse las sospechas, El
Prado ‘reubicará’ los dos cuadros”. Todo parece estar cla-
ro ¿no? Pues no.
Comenzaremos por la última afirmación, El Prado
no tiene intención de cambiar dicha atribución has-
ta que no se den razones más fundadas para ello. En
realidad, lo sucedido fue que la Sra. Manuela Mena,
subdirectora del museo madrileño, mostró a título
personal su conformidad con las declaraciones de la
Sra. Wilson: “Estoy completamente de acuerdo con
ella. Además, las dudas sobre la paternidad no son
de ahora. Yo ya lo expresé por escrito en el catálogo
que hicimos para una exposición en Roma”. Supongo
que la Sra. Mena podrá poner fecha concreta a sus
dudas porque curiosamente en la Guía del Prado
(Edición Madrid Cultural 1992, editorial Sílex), obra
firmada por doña Consuelo Luca de Tena y la propia doña
Manuela Mena, en su página 14 se incluye La Lechera de
Burdeos como una de las cien obras más importantes con-
servadas en la pinacoteca madrileña, y en la página 56 se
afirma sobre ella: “...cuya pureza de color y plenitud lumi-
nosa parecen fruto de una última reconciliación de Goya
con la vida y un renovado deseo de experimentar, de seguir
abriendo, hasta el final, nuevo caminos”. Algo muy raro
debe haber sucedido en estos nueve años porque ahora:
“En La Lechera no hay esa tercera dimensión que apare-
ce en sus obras, ni esos toques de luz, transparencias, pin-
celadas largas... Es un cuadro muy plano” (declaraciones
de Wilson-Bareau).
No es de extrañar que la polémica estallara. Fernando
Checa, actual director del museo aseguró que: “Por
supuesto, el Prado no se ha planteado cambiar la atribu-
ción ni el lugar de exposición” y sobre las afirmaciones
de la Sra. Wilson: “No está sostenida por un estudio rigu-
roso publicado en una revista científica... Las obras siguen
siendo de Goya y como tal se prestó hace tres años La
Lechera de Burdeos... Me sorprende que esta señora uti-
lice argumentos tan raros como que le choca que haya una
pintura debajo de La Lechera de Burdeos. Eso es algo habi-
tual en Goya” (diario ABC del pasado 6 de abril).
Si esto parece “fuerte” es una suave caricia compara-
do con las declaraciones de la Sra. Grasa, experta en Goya
y restauradora de varias de sus obras, reproducidas en
Aragón Digital el 5 de abril último: “Esta mujer es una
comerciante pura y dura. Cuadros horrorosos que están a
la venta dice que son de Goya y los que de verdad lo son,
dice que no” y “Está cobrando millones de pesetas por
dar su opinión de experta sobre la autoría de cuadros de
particulares que se ponen a la venta”.
Sin entrar en una argumentación ad hominem como la
anterior, sí hay cosas que no están nada claras. La prin-
cipal razón para la impugnación de la autoría goyesca en
ambos cuadros (que, según su autora, responde a criterios
puramente científicos) se basa en sendas radiografías que
han demostrado que bajo ambas pinturas hay esbozos ante-
riores, un torso bajo El Coloso y una cabeza de moro y una
figura de mujer apoyada en un balcón bajo La Lechera.
Como apoyo a sus afirmaciones citó a doña Carmen
Garrido, directora del Gabinete Técnico de El Prado que
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PRIMER CONTACTO
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se apresuró a declarar: “Wilson-Bareau ha dicho que vio
las radiografías de estos cuadros conmigo y no me gusta-
ría que se malinterpretase esta declaración pensando que
estoy de acuerdo con su tesis. Creo que para decir algo
así se deben tener datos objetivos que lo corroboren. En
ocasiones es más fácil sembrar la duda sobre un cuadro
concreto que demostrar científicamente que salió de la
mano de un pintor determinado. Además, debajo de los
cuadros de Goya hay otros dibujos y es imposible dife-
renciar lo que es un dibujo de lo que es un boceto” (dia-
rio ABC del pasado 6 de abril).
Así las cosas, es lícito que nos preguntemos ¿ciencia
o ciencia patológica? Tememos que lo segundo. Por de pron-
to, las afirmaciones de la Sra. Wilson-Bareau adolecen de
los defectos ya señalados, publicación en prensa sin un de-
bate previo y afirmaciones tajantes basadas en hechos que
distan mucho de ser tan concluyentes como pretende su au-
tora. A ello habría que añadir un estudio incompleto ya que
faltan las pruebas sobre el lienzo y sobre los pigmentos em-
pleados y, especialmente, que las atribuciones alternati-
vas propuestas carecen de credibilidad puesto que, his-
tóricamente, ambos lienzos están documentados como
pertenecientes al propio Goya. Veamos estos dos últimos
puntos que consideramos definitivos.
La Sra Wilson-Bareau propone que El Coloso sería obra
de Xavier Goya, hijo de Francisco. Sin embargo, en la
correspondencia de éste que se ha conservado no existe
ni la menor mención a que su hijo supiera pintar. Algo
incomprensible si tenemos en cuenta el orgullo con que
afirma de su ahijada (y quizás hija) Rosario Weiss Zorrilla:
“Esta célebre criatura quiere aprender a pintar de minia-
tura, y yo también quiero, por ser el fenómeno tal vez
mayor qe. habrá en el mundo de su edad hacer lo qe. hace,
la acompañan cualidades muy notables... le emvio a V.
una pequeña señal de las cosas qe. hace qe. a pasmado
en Madrid a todos los profesores como espero que sea ay
lo mismo...” (la ortografía es la original). Por otra parte,
El Coloso está incluido en la partición de bienes entre
padre e hijo realizada en 1812 con ocasión del falleci-
miento de Josefa Bayeu, esposa de Francisco y madre de
Xavier. Aparece como “un gigante” y se tasó en 90 rea-
les. No existe noticia de ningún otro cuadro de Goya al
que pudiera referirse este documento. Resulta realmente
incomprensible que padre e hijo quisieran engañarse a sí
mismos presentando como obra de Francisco lo que era,
en realidad, de Xavier.
El caso de La Lechera es similar. Se trataría (según la
Sra. Wilson) de una obra de Rosario Weiss de la cuál ya
hemos visto la buena opinión que tenía D. Francisco sobre
sus cualidades artísticas. Realmente tendrían que ser
memorables, por cuanto Rosario tenía 13 años en 1827,
la fecha más probable de ejecución de esta pintura. Sin
embargo, las obras conservadas de Weiss distan mucho de
la calidad de la obra sometida a crítica. Era una buena
dibujante, pero muy floja con el manejo del color. Justo lo
opuesto a La Lechera. En un magnífico artículo del Sr.
Álvarez Lopera, profesor de
Historia del Arte en la Com-
plutense, publicado en la
revista Descubrir el Arte (ma-
yo de 2001) se afirma: “Que
todo lo que sabemos de la
carrera de Rosario Weiss en
España nos muestra no a una
pintora excepcionalmente
dotada, sino a una artista de
cortos vuelos y escaso éxito,
cuya obra estaría compues-
ta básicamente por retratitos
a lápiz y copias.”
También es este caso
existe documentación de la
venta de La Lechera en diciembre de 1829 por doña
Leocadia Zorrilla (amante de D. Francisco y madre de
Rosario) a D. Juan Bautista Muguiro por la que nos ente-
ramos de que éste llevaba ya algún tiempo intentando su
adquisición. La carta en la que se hace referencia a estos
extremos fue citada por vez primera por Beruete en 1917
y publicada íntegramente por Sánchez Cantón en 1947.
Se conserva en el archivo del Conde de Casal (véase el
catálogo de la exposición sobre Goya en El Prado en 1996).
¿Pudo ser Muguiro engañado por Leocadia Zorrilla?
Difícilmente. En 1827 Goya pintó el retrato del Sr. Muguiro
que aparece dedicado. En la inscripción, D. Francisco se
refiere a él como a su amigo. Esta estrecha relación entre
ambos queda suficientemente demostrada por el hecho de
que Goya fue enterrado en Burdeos en una tumba que era
propiedad de la familia Muguiro. Por todo ello, no pare-
ce descabellada la teoría de que D. Juan Bautista cono-
ció el cuadro en el propio estudio del artista o bien que
éste se lo elogió grandemente y de ahí su interés por su
adquisición. Resulta difícil el pensar que Goya o Leocadia
engañaran a una persona a la que llamaban amigo por
mucho que admiraran la obra de su ahijada e hija. Por
otro lado, La Lechera ostenta la firma de Goya que, en opi-
nión de la Sra. Wilson es falsa, aunque no aduce la menor
prueba para ello.
En nuestra opinión, las objeciones planteadas por los
especialistas citados a las declaraciones de las Sras.
Wilson-Bareau y Mena son de un peso muy elevado. Sin
embargo, ante ellas la Sra. Wilson-Bareau ha dado la calla-
da por respuesta afirmando que no quiere entrar en la
polémica que ella misma ha generado y remitiéndose a
las mismas declaraciones que han sido impugnadas como
hemos visto.
Así, la opinión más sensata de las leídas en estos días
corresponde a D. Alfonso Pérez Sánchez, director honorí-
fico del Museo de El Prado (al que, por cierto, no le gus-
ta nada La Lechera): “En estos casos es preciso que haya
pruebas, no basta con impresiones. Puede tener razón,
pero que lo demuestre.” Amén.
(J.L.C.B.)
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Retrato de Juan Bautista Muguiro,
de Francisco de Goya, ubicado en
el Museo del Prado. Muguiro fue
el primer comprador de La Lechera y
amigo personal de Goya.
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