12 (2004) el escéptico
H
ace años vi en cierta cadena española de
televisión un programa que me impresio-
nó especialmente. Me refiero a que me
dejó juntamente indignado y desolado: vuelvo a
sentirme así cuando rememoro aquella ocasión.
Se trataba de un espacio semanal dedicado a
debates generalmente tumultuosos sobre fenó-
menos paranormales, milagros, platillos volantes
y asombros baratos semejantes. Por entonces
había al menos uno de este género en cada canal
y se publicaban media docena de revistas acerca
de tales candentes cuestiones, a cuál más inventi-
va. Quizá hoy haya disminuido la afición, aunque
no estoy muy al tanto: pero lo más probable es
que el negocio siga siendo rentable.
El programa de aquella noche fatídica, en el
que vine a dar por casualidad o aburrimiento, tra-
taba de la combustión espontánea. Para mí el
fenómeno era desconocido, pero la mayoría de
los contertulios lo consideraba tan habitual y ruti-
nario como las puestas de Sol: consiste en que de
pronto, sin más trámite, una persona se pone a
arder sin causa justificada ni excusa válida. Por lo
visto ocurre frecuentemente que, junto a la gente
fumadora que nos pide fuego en la calle, hay otra
a la que el fuego le sale de dentro sin poderlo
remediar, como la inspiración a los poetas.
La nómina de los así espontáneamente calci-
nados es por lo visto copiosa y la mayoría de los
asistentes al plató podía aportar un caso atesti-
guado por varios amigos que lo presenciaron o
hablaron con quienes lo presenciaron. Alguno
invocaba el testimonio de “importantes científi-
cos americanos” que se dedican a estudiar estos
sucesos flamígeros pero prefieren callar su nom-
bre por miedo a represalias de sus colegas ignífu-
gos o quizá de los bomberos.
Sobre qué o quién provoca este repetido pro-
digio, las escuelas difieren, según aprendí en esa
instructiva velada. Los elementos desconocidos
que componen el cuerpo humano intervienen en
el asunto, aunque también las manchas solares y
la polución atmosférica: por supuesto, de vez en
cuando, los extraterrestres echan una mano de
forma totalmente desinteresada.
Frente al coro aquiescente de los convencidos
sólo se alzaba una voz disidente: la de un cat
e-
drático de química de alguna universidad madri-
leña. Con obstinación cortés pero inamovible,
procurando no ofender a nadie —¡ay, si yo hubie-
se estado allí...!— sostenía que la combustión así
planteada era físicamente imposible y científica-
mente absurda. Todos se unían para zaherirle:
resultaba evidente que le habían invitado exclusi-
vamente con tal fin. Le dijeron con malos modos
que representaba el dogmatismo más obsoleto, la
estrechez mental y el racionalismo estreñido, la
ufana autocomplacencia del pensamiento domi-
nante que se niega a aceptar lo que no controla o
cuanto le alarma: ¡la verdad está ahí fuera!
El que rechaza la verdad de
lo real no aspira a nada
alternativo más rico ni más
complejo, sino sólo a
intercalar en las normas
objetivas que no le obedecen
excepciones arbitrarias de
las que pueda sentirse dueño.
Único y modesto paladín de la ilustración aco-
rralada, el profesor sonreía y seguía resistiendo.
Finalmente uno de sus adversarios, creo que el
mismo que apeló antes a la autoridad de científi-
cos ignotos, le espetó: “¿Cómo puede usted decir
que algo es imposible invocando a la ciencia?
Sepa usted que la ciencia contemporánea se rige
por dos grandes normas: la teoría de la relatividad
de Einstein, que nos enseña que todo es relativo,
y el principio de incertidumbre de Heisenberg,
Elegir la verdad
FERNANDO SAVATER
“Que se enfrenten la verdad y la falsedad; ¿acaso se ha
visto alguna vez que la Verdad sea derrotada en una
confrontación franca y leal?” (John Milton)
el escéptico (2004) 13
según el cual nada podemos dar por seguro a
nivel subatómico. De modo que ¡viva la combus-
tión espontánea!”. En ese preciso momento apa-
gué mi televisor o, al menos, cambié de canal.
Indignado, desolado... incurablemente ingenuo.
Esa misma noche, ya en la cama, me revolví
inquieto, obsesionado por la pregunta que se at
r
i-
buye a Pilatos: ¿qué es la verdad? Aunque quizá
la cuestión debiera ser: ¿existe la verdad? Pero
sobre todo y antes de nada: ¿por qué se odia, se
desprecia y se
teme a la verdad? ¿Por qué la ver-
dad primero nos falta, y luego nos sobra y nunca
nos basta? Para mí es evidente que quien busca y
requiere la verdad no carece de imaginación, ni
muchísimo menos de coraje. Tampoco padece
cualquier grado de ineptitud ante el asombro o la
maravilla poética: porque lo verdaderamente
asombroso y poético no es que arda lo que nada
enciende, sino que sepamos cómo algo se encien-
de y arde. Lo maravilloso es la realidad presente
del fuego, no agobiarla bajo truculentas leyendas
y burdas supersticiones. Que cada cosa sea como
es y responda a su propia naturaleza, a pesar de
que cuanto existe parece presa de incesante
mudanza, debería bastar para mantener activo,
asombrado y curioso el espíritu cuerdo. Si se
diera, el capricho milagroso no añadiría nada a la
fascinación del mundo: ¿a quién le aburre ver
cómo, primavera tras primavera, florecen las
rosas? ¿cuánto rato le entretendría verlas florecer
en invierno o sólo las noches de Luna llena? No,
el que rechaza la verdad de lo real no aspira a
nada alternativo más rico ni más complejo, sino
sólo a intercalar en las normas objetivas que no le
obedecen excepciones arbitrarias de las que
pueda sentirse dueño. A ciertas almas descom-
pensadas se les hace duro asumir que lo real no
haya esperado su visto bueno para constituirse
como tal. Supongo que a ello se refería T. S. Eliot
cuando comentó que los humanos sólo soporta-
mos la realidad en dosis limitadas...
Desde luego, no todos los adversarios de la
verdad pelean bajo la misma bandera. Algunos
sostienen que ellos aman tanto la verdad que no
quieren verla sometida a sus habituales controles
ni criterios (los partidarios de la combustión
espontánea antes mencionados podrían conside-
rarse ufanos miembros de esta caterva): rechazan
la ciencia sólo porque es demasiado acomodat
i-
cia o estrecha y se les ha quedado pequeña.
Otros, en cambio, señalan que la verdad no es
nada objetivamente contrastable sino una cons-
trucción social intersubjetiva en permanente rein-
vención, que los intelectualmente dominantes obli-
gan a compartir al resto de su comunidad hasta
que el poder cambia de manos y de discurso.
H ay una tercera variante, clásica, que acepta en
teoría la posibilidad de tal cosa como la verdad
pero descarta que los humanos podamos acceder
a ella fiablemente y nos confina todo lo más en el
acatamiento resignado o utilitario de ciertas enga-
ñosas apariencias que de momento nos convienen.
Acentuando esta postura no faltan quienes denun-
cian la proclamación de verdades determinadas
como un síntoma de
pereza intelectual, la dimi-
sión presuntuosa del espíritu crítico que debiera
seguir zapando disconforme mientras dura.
Apenas merecen especial mención aquellos
que no formulan ningún tipo de reservas episte-
mológicas contra la verdad, a la cual condenan
por motivos “estéticos”, prefiriendo siempre el
arrobo delicioso de la fantásticamente imposible
o los consuelos contra el mundo de lo sobrena-
tural. Seguramente dejo de mencionar alguna
familia en esta nómina de urgencia, aunque pro-
bablemente constituirá una rama peculiar de
cualquiera de las ya mencionadas.
Lo destacable es que, para el amante de la ver-
dad, cada una de estas actitudes no carece de su
verdad propia. Hasta para negar verosímilmente
la verdad, es imprescindible manejar ciertas ver-
dades y no es éste por cierto el menor de los méri-
tos que hacen superior a lo
verdadero sobre sus contra-
rios.
Según Spinoza, la ver-
dad es índice de sí misma y
también de lo falso: cuando
la establecemos, obtene-
mos al punto el modo de
saber
a qué distancia está
Lo destacable es que, para el amante de la
verdad, cada una de las actitudes frente a la
realidad no carece de su verdad propia. Hasta
para negar verosímilmente la verdad, es
imprescindible manejar ciertas verdades y no es
éste por cierto el menor de los méritos que hacen
superior a lo verdadero sobre sus contrarios.
de ella lo falso y en qué medida es, en verdad
,
falso.
Muchos de los objetores de conciencia contra
la verdad, en realidad se oponen a un fantasma
m ayúsculo, la Verdad. Desconfían de que exista la
Verdad o se rebelan contra ella, si es que existe: y
en ambos casos hacen bien, porque tan cierto es
que hay verdades para nuestro conocimiento
como que la Verdad total y absoluta es un absur-
do (es decir, algo que no hay por dónde cogerlo, ni
por dónde comprenderlo, algo que ni siquiera
podemos inteligiblemente “echar en falta”) que
pertenece al limbo de la teología (como el Bien, la
Belleza o el Sentido de la Vida) y cuya sombra
paraliza cuanto oscurece en lugar de curar a los
paralíticos, como cuentan que lograba la de Cristo.
Porque la verdad es siempre verdad aquí y
ahora, respecto a algo: es una
posición y por tanto
no puede
absolutizarse sin sabotearse a sí misma.
No hay Verdad en términos absolutos lo mismo
que no hay Izquierda o Derecha absolutas (hablo
de topología, no de política) sino siempre respec-
to a algo y de acuerdo con determinada orienta-
ción. Eso no quiere decir precisamente que todas
las verdades sean “relat
i
vas”, si por tal entende-
mos que sean menos verdaderas de lo que creen
ser o deberían ser, del mismo modo que lo situa-
do concretamente a la izquierda o a la derecha —
aunque no sean términos absolutos— no están
realmente menos a la izquierda o la derecha de lo
debido. Son posiciones referidas a algo (y en tal
sentido no están “absueltas” de cualquier relación
determinante, como parece exigir lo Absoluto)
pero no padecen “relativismo” alguno en lo que el
término implica de “deficitario” o poco fiable.
Precisamente sería su carencia de referencia con-
creta, su posición imposible en lo incondicional,
lo que las invalidaría totalmente...
De modo que puedo ahora reformular la pre-
gunta inicial que me suscitó aquel debate televisi-
vo y en lugar de plantearme “¿qué es la verdad?”,
preferir esta cuestión: ¿qué es “verdad”? Una
inquietud quizá algo menos congestionada que la
anterior, pero no menos difícil de responder con
naturalidad. Intentémoslo, empero, recurriendo al
dictamen clásico: es “verdad” la coincidencia
entre lo que pensamos o decimos y la realidad
que viene al caso. Vayamos por partes, como nos
enseñó Jack el Destripador. La “verdad” es una
cualidad de nuestra forma de pensar o de hablar
sobre lo que hay, pero no un atributo ontológico
de lo que hay. Se dicen o se piensan cosas “ver-
daderas”, pero no existen cosas verdaderas en sí
mismas (ni cosas falsas, claro está). La verdad es
coincidencia,
acierto: la posición de quién pre-
tende saber qué es lo que mejor se adecua a lo
que pretende sabido. Así pues no hay verdad sólo
en quien conoce ni sólo en lo conocido, sino en
la debida correspondencia entre ambos, tal como
decimos que un flechazo certero no está ni en la
flecha de Guillermo Tell ni en la manzana sobre
la cabeza de su hijo sino en el atinado encuentro
entre una y otra. No basta el arquero, ni el arco,
ni la flecha ni el blanco para que haya un buen
tiro: es necesaria su conjunción armónica. Así
también en el asunto de la verdad.
Decir “coincidencia” o “correspondencia”
implica asumir que nuestras cogitaciones y aseve-
raciones se refieren a algo distinto e indepen-
diente de ellas. Podemos llamar provisionalmente
a ese algo “realidad”. Pensamos y hablamos sobre
hechos o estados de cosas a los que nuestras
ideas y palabras se refieren, los cuales forman la
realidad. Desde luego, si no hay nada real en este
sentido (como parecen sostener diversas varieda-
des antiguas, modernas y postmodernas de
idea-
lismo filosófico) la verdad carece
de objetividad, no siendo en el
mejor de los supuestos sino lo que
cree o crea quien piensa y habla. A
mi juicio, elegir la verdad significa
aceptar algún tipo de realidad
objetiva, independiente. Y me
parece sumamente probable que
la minusvaloración o relativización
depreciat
i
va de la verdad sea a fin
de cuentas una forma de animad-
versión a la realidad. Ahora bien,
14 (2004) el escéptico
La “verdad” es una cualidad de nuestra
forma de pensar o de hablar sobre lo
que hay, pero no un atributo ontológico de lo
que hay. Se dicen o se piensan cosas
“verdaderas”, pero no existen cosas verdaderas
en sí mismas (ni cosas falsas, claro está).
La verdad es coincidencia, acierto:
la posición de quién pretende saber qué es lo
que mejor se adecua a lo que pretende sabido.
el escéptico (2004) 15
antes dijimos que es “verdad” la coincidencia
entre aquello que pensamos o decimos y la reali-
dad
que viene al caso. El requisito subrayado es
muy importante, porque se dan distintos niveles
o tipos de verdad (los he llamado “campos de la
verdad”, en homenaje a los terrenos de las afue-
ras que en las ciudades medievales servían para
dirimir por medio de torneos las ordalías o jui-
cios de Dios), cada uno de los cuales pretende
coincidir con un aspecto característico de lo real.
No todos los campos de la verdad ni por tanto los
planos de lo real de que aspiran a dar cuenta son
iguales. Las realidades que deberían cumplir lo
que el profesor Searle (por ejemplo, en
Mente,
lenguaje y sociedad) denomina sus “condiciones
de satisfacción” resultan esencialmente diferentes.
Creo que bastantes antagonistas de la verdad lo
son porque ignoran que hay campos de la verdad
diferentes y realidades también distintas requeri-
das para satisfacerlos o desmentirlos. Niegan de
hecho o derecho la coincidencia verificadora por-
que presuponen erróneamente que el pensa-
miento o la palabra debe tomar siempre postura
ante un mismo tipo de realidad
.
.
.
Estudiar de manera suficiente los diversos
campos de la verdad y los tipos de realidad a que
se refieren exigiría un doble trat
ado que combi-
nase metafísica y epistemología. Aquí habremos
de contentarnos con unos pocos ejemplos que
indiquen por dónde se encaminaría esa investiga-
ción a la que renunciamos. Para empezar, veamos
estas afirmaciones: “Lope de Vega nació en
M adrid en 1562”; “Lope de Vega es el autor de
Fuenteovejuna”; “Lope de Vega fue el Fénix de los
Ingenios”; “Lope de Vega es el mejor dramaturgo
español del Siglo de Oro”. Cada una de ellas per-
tenece a un campo de la verdad más o menos dis-
tinto o, si se prefiere, tiene unas condiciones de
satisfacción diferentes. La primera y la segunda se
refieren a hechos que pueden comprobarse por
medio de investigaciones históricas (registros
parroquiales, testimonios de la época, etc...) aun-
Decir “coincidencia” o “correspondencia” implica asumir que
nuestras cogitaciones y aseveraciones se refieren a algo
distinto e independiente de ellas. Podemos llamar
provisionalmente a ese algo “realidad”. Pensamos y hablamos
sobre hechos o estados de cosas a los que nuestras ideas y
palabras se refieren, los cuales forman la realidad.
Lope Felix de Vega y Carpio
(1562-1635)
que una trate de la ubicación de un hecho físico
y la otra de la autoría de una acción simbólica. En
el primer caso, decir que la afirmación es verda-
dera significa que si hubiéramos estado cierto día
del siglo XVI, a cierta hora y en cierto determina-
do lugar, hubiésemos visto nacer a una criatura
humana de sexo masculino que poco después
sería bautizada como Félix Lope de Vega y Carpio.
Aquí el campo de la verdad es muy estrecho:
o tal cosa ocurrió o no ocurrió, sin mayores
ambigüedades. En cuanto a la autoría de
Fuenteovejuna, también implica hechos físicos
concretos (cierto personaje escribiendo con
pluma de ganso, por ejemplo, o dictándole versos
a un escribiente, etc...) pero no se limita a ellos.
Ser “autor”de una obra literaria no es meramente
transcribirla o copiarla, sino
inventarla. Que tal
atribución a Lope sea verdadera implica que el
escritor, pese a que se inspirase en alguna leyen-
da o historia del pasado, incluso aunque tomara
prestadas varias metáforas y demás tropos litera-
rios de otros autores, debe ser considerado según
los criterios de la crítica literaria el fundamental
responsable artístico de la obra en cuestión. El
campo de la verdad a que se refiere esta afirma-
ción también puede ser satisfecho con bastante
nitidez, aunque intervengan consideraciones algo
más imprecisas que en el caso anterior.
Mucho más ambiguas son las condiciones de
verdad que se requieren para satisfacer las otras
dos proposiciones. ¿Fue realmente Lope el Fénix
de los Ingenios? Sin duda es un hecho compro-
bable documentalmente que recibió semejante
título encomiástico por parte de algunos contem-
poráneos y que luego otros muchos posteriores a
su época lo han repetido con aprobación. Si sólo
se trata de esta constat
ación nominal, es algo veri-
ficable con notable precisión. Pero si lo que dese-
amos saber es hasta que punto merece tal nom-
bradía, el campo de la verdad se hace mucho más
fluido. La denominación elogiosa es una especie
de metáfora basada en una leyenda griega trasla-
dada al plano literario y no aspira a la exactitud
sino a ser emotivamente expresiva. De modo que
puede tener aspectos verídicos y falsos
a la vez, de
acuerdo con el punto de vista que se adopte y el
gusto estético de cada cual. Esta ambigüedad aún
es mayor si queremos determinar hasta qué punto
Lope es el “mejor” dramaturgo de su época en
España. Los criterios de satisfacción del campo de
la verdad en este caso se hacen especialmente
rela-
tivos, porque dependen de lo que se entienda por
“mejor dramaturgo” y de qué estima subjetiva
merezcan a cada cual las obras de dicho autor.
M ás que verdadero o falso, el dictamen nos puede
resultar “verosímil” o “inverosímil”, es decir que en
este caso puede tener ciertas apariencias discuti-
bles de verdad (mayores, desde luego, que si se
afirmase de Lope que fue “el mejor cocinero o el
mejor espadachín de su época”).
No todos los tipos de verdad son iguales, pero
eso no equivale a decir que el concepto de verdad
carezca de contenido o que toda “verdad” sea una
construcción tan caprichosa e imprecisa como las
falsedades que se le oponen. Afirmar que “ciertas
personas sufren una combustión espontánea sin
ninguna causa externa” puede ser verdad si y sólo
si ciertas personas padecen de hecho tal tipo de
combustión, lo cual por cierto nos obligaría a
modificar casi todo lo que sabemos sobre física,
química y sobre las pautas mismas del pensa-
miento científico. En cualquier caso, la verdad o
falsedad de esa aseveración no depende mera-
mente de la “imaginación” de los científicos ni de
su forma de “interpretar” la realidad, sino de suce-
sos que ocurren en el mundo exterior a ellos sin
pedirles permiso ni anuencia. En cambio, cuando
Quevedo —en un soneto de esplendor famoso—
escribe:
“Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado”
La verdad encerrada en estos versos es de
género
poético y depende de la sensibilidad cul-
tural de los lectores. O sea que no puede ser des-
mentida ni confirmada por ningún suceso del
mundo externo sino sólo por la capacidad inter-
pretat
i
va de quien recrea en su mente la expe-
riencia espiritual a que el poeta se refiere. Quien
16 (2004) el escéptico
el escéptico (2004) 17
Francisco de Quevedo (1580-1645). (Archivo)
no vea la “verdad” de los versos de Quevedo (aún
perteneciendo a su área y tradición cultural)
puede ser tenido por un triste filisteo estético,
pero su caso será más defendible que el de aque-
llos partidarios de la combustión espontánea que
se niegan a los controles científicos pertinentes de
los fenómenos que aceptan acríticamente.
El que no toda
verdad
pueda fundarse del
mismo modo no
equivale
a que la pretensión de
verdad sea siempre
infundada.
Lo que pretendo establecer es lo siguiente: el
que no toda verdad pueda fundarse del mismo
modo no equivale a que la pretensión de verdad
sea siempre infundada. Este planteamiento es
perfectamente compatible con ciertas formas
(moderadas, supongo) de escepticismo. La adver-
tencia fundamental del escéptico dice que, aun-
que nuestra creencia en la verdad o falsedad de
algo parezca tener suficientes evidencias, nunca
podemos descartar totalmente el estar a pesar de
ello equivocados. Así lo formula Montaigne: “Lo
que yo mantengo hoy y lo que creo, lo mantengo
y lo creo con toda mi creencia [...]. No sabría abra-
zar ninguna verdad ni conservarla con más fuerza
que ésta. Me entrego por entero, me entrego ver-
daderamente; pero ¿no me ha sucedido ya, no
una vez, sino cien o mil, y todos los días, haber
abrazado alguna otra cosa con el mismo aparato,
del mismo modo, y después haberla juzgado
falsa? Por lo menos hay que ser capaz de hacer-
nos sensatos a nuestras expensas”
(Apología de
Raymond Sebond). Admitir esta posibilidad de
error comporta cierto desasosiego pero también
prudencia y cordura: desde luego, no implica a mi
modo de ver renunciar a conseguir verdades aun-
que estén sometidas a revisión ni considerar cual-
quiera de ellas igual de valiosa que las falsedades
que satisfacen ilusoriamente alguno de nuestros
caprichos supersticiosos.
Los partidarios de la verdad absoluta o de que
sólo el Todo puede ser verdadero comparten con
los
escépticos
1
el desdén por lo que podríamos
denominar verdades “portátiles”, es decir, las que
realmente cuentan para nosotros en la vida y en
la ciencia. Al comienzo de su
Fenomenología del
espíritu, Hegel propone a su lector el siguiente
ejercicio: considere la verdad que resulta más ev
i-
dente e incontrovertible según la experiencia
actual, por ejemplo la de que en ese momento es
de día. Puede anotarla en una hoja de papel, por-
que nada pierde la verdad por ser escrita: “ahora
es de día”. Basta que pasen seis o siete horas y,
cuando relea la consignación de aquella verdad
,
comprobará que se ha hecho no menos evidente
e incontrovertiblemente falsa. Luego habrá que
buscar una verdad que no tenga condicionamien-
tos temporales, espaciales ni experimentales de
ningún otro tipo, etc... Sin embargo, algún lector
cauto de Hegel, al realizar esa prueba, podría
apuntar debajo de su anotación la hora y el huso
horario en que la realiza y la modesta verdad que-
daría más resguardada frente al vendaval de lo
Absoluto.
No cabe negar que, por cuidadosos que sea-
mos, nuestras convicciones mejor documentadas
pueden revelarse antes o después equivocadas.
Pero la posibilidad misma de equivocarnos impli-
ca también que es posible acertar: si nada fuese
verdad, tampoco nada podría ser falso. Los erro-
res desalientan a los apresurados o a los que año-
ran la inamovilidad de los dogmas, pero instruyen
poco a poco a los demás. Según enseñó Popper,
18 (2004) el escéptico
En palabras de Popper:
“No disponemos de
criterios de verdad y esta
situación nos incita al
pesimismo. Pero poseemos
en cambio criterios que, con
ayuda de la suerte
(el subrayado es de Popper),
pueden permitirnos
reconocer el error y la
falsedad”.
nuestras verdades son aquellas afirmaciones con-
gruentes con los sucesos reales que resisten a los
intentos de probar su falsedad. Al revés ahora de
lo que sostuvo Spinoza, quizá sea precisamente el
error el índice de sí mismo y de lo verdadero. En
palabras de Popper: “No disponemos de criterios
de verdad y esta situación nos incita al pesimis-
mo. Pero poseemos en cambio criterios que,
con
ayuda de la suerte (el subrayado es de Popper),
pueden permitirnos reconocer el error y la false-
dad”. A partir de estos tanteos, vamos estable-
ciendo provisionalmente las verdades científicas
cuya intuición se nos niega por caminos más
directos: buscar la verdad es un ejercicio de
modestia. Pues efectivamente, como señaló
Ernest Gellner, se trata de “indagar” y no de
“poseer”.
Buscar la verdad
es un
ejercicio de modestia.
Si no asumimos este ejercicio de modestia, no
nos encontraremos más libres sino más avasalla-
dos por los embaucadores. La mayoría de los que
dicen desconfiar de la verdad o niegan que sea
algo más que una “convención social” no suelen
caracterizarse en su vida cotidiana por no creer en
nada sino por creer en cualquier cosa. Y, sobre
todo, creen a cualquiera: al que mejor encarna la
moda intelectual de esa temporada, al que más
e
ficazmente seduce o intimida. Renunciar a la
objetividad de la verdad —que es por tanto inter-
subjetiva— equivale a someternos a los dictados de
alguna subjetividad ajena (las mañas de la propia
las conocemos demasiado de cerca como para
que nos convenzan, salvo en casos de perturba-
ción mental). Por eso escribió Antonio Machado:
“No tu verdad: la verdad
.
Y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela”.
Quien no se somete a la realidad, tendrá que
contentarse con obedecer órdenes o creer en aje-
nas profecías. Es muy probable que el desdén
postmoderno por el sentido tradicional de la ver-
dad (es decir, entendida como concordancia entre
nuestras afirmaciones y los sucesos del mundo
externo) sea en parte el lamento de subjetividades
ambiciosas que no se resignan a tener menos
ascendiente social que el concedido a los resulta-
dos objetivos de la investigación científica. A esta
“voluntad de poder” (académica o ideológica) le
atribuye Searle la culpa de la puesta en cuestión
de toda realidad indiferente a nuestros designios:
“En las universidades, y de forma muy destacada
en diversas disciplinas humanísticas, se supone
que si no existe un mundo real, las humanidades
pueden tratar a la ciencia en pie de igualdad
.
Ambas tratan con constructos sociales, no con
realidades independientes”
(Mente, lenguaje y
sociedad). Esta actitud, que no renuncia a imitar
“creat
i
vamente” las apariencias de la ciencia, lleva
a imposturas como las denunciadas en el famoso
“asunto Sokal” o, como vimos al comienzo, las de
ciertas tertulias televisadas. Por supuesto, tampo-
co son mejores los académicos e ideólogos “cien-
t
i
fistas” que —ignorando la existencia de diferentes
campos de la verdad— pretenden dirimir las cues-
tiones axiológicas o estéticas aportando como
ultima ratio resultados obtenidos en el laborato-
rio...
Nuestro conocimiento es limitado e incierto
pero existe y es relevante para nuestra vida. Como
bien señaló Max Horkheimer (en
Materialismo y
metafísica), “que no lo sepamos todo no quiere
decir, de ninguna manera, que lo que sabemos es
lo inesencial y lo que no sabemos lo esencial”.
Tan absurdo resulta creer en la omnipotencia de
nuestra razón como en la de nuestra ignorancia:
absurdo y
peligroso. Entre las elecciones de nues-
tra libertad, ninguna tan imprescindible y llena de
sentido como la que opta por preferir y buscar la
verdad. ■
el escéptico (2004) 19
1.
—
El autor se refiere aquí a los seguidores de lo que podríamos denominar aquí escepticismo clásico o filosófico que,
basado en las enseñanzas de Pirrón de Alejandría, tuvo un resurgimiento en el siglo XVII defendiendo, básicamente,
que el conocimiento del mundo estaba fuera del alcance de los seres humanos, por motivos epistemológicos (su rela-
ción con la manera de entender el escepticismo en entidades como la que promueve esta publicación es algo lejana,
y esperamos tratarla en breve en un nuevo número de esta revista). (Nota del Editor)