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L
legó el cabalístico año 2000, cita obligada para
la realización de todos los hitos de la humanidad
para los más optimistas, y de consecución de
las catástrofes habidas y por haber por parte de los más
agoreros. Tal como llegó se fue sin que ninguna máquina
nos haya librado de tener que ir a trabajar, seguimos
desplazándonos en vehículos con obsoleta tecnología
basada en combustibles fósiles muy contaminantes,
usamos antiguallas tales como libros, teléfonos o
radios; y aunque con precios astronómicos, tenemos
que conformarnos con pasar las vacaciones en hoteles
de la Tierra porque no hay ninguno en Marte. También
debemos congratularnos, pues ni ha llegado la cuarta
guerra mundial, ni el cielo ha caído sobre nuestras
cabezas.
Más allá de la superada polémica sobre el inicio exacto
del milenio, aquel año había seducido con su redondez
no sólo al mundillo de la pseudociencia y lo paranormal,
sino también a toda suerte de científi cos y tecnólogos
que habían encontrado en la cifra una buena referencia
para marcar el umbral de un futuro creíble. Expertos
en todo tipo de disciplinas que, asombrados por el gran
avance de la maquinaria científi co-técnica se animaron
a derramar ríos de tinta augurando un futuro que bien
parecería escrito por los guionistas de aquella serie de
dibujos animados Los Supersónicos (The Jetsons) de
Hanna-Barbera. Libros de rabiosa actualidad en su día
que han envejecido demasiado en nuestros estantes en un
breve lapso de tiempo. Este trabajo desempolva sólo una
pequeña muestra de ellos para poner de relieve hasta qué
punto la ingenuidad, el desconocimiento, el inesperado
devenir de la historia y otras razones han llevado a
tecnólogos, científi cos y otros eruditos a pronosticar
un futuro que ya es pasado, y que por supuesto no ha
sucedido.
Artículo
EL FUTURO NO ES LO
QUE AUGURAMOS
«La pared del fondo se alzó y el modelo
cero cero entró deslizándose con un brillo cegador y un rugido
contenido. Era casi tan largo como un fi lm épico del oeste y tenía más caballos. La transmisión robotrónica
lucía un cociente intelectual de 210 a 4 000 r.p.m., y podía lavar ropa familiar en espuma detergente en
30 segundos. El equipo optativo comprendía luces traseras termonucleares de funcionamiento garantizado
debajo del agua; un parabrisas cromado que daba dos vueltas a la carrocería y terminaba en un hermoso
nudo; un pedal acelerador de reacción y un eyector de piloto automático» (
El año 2000, Robert Abernathy).
Jorge J. Frías Perles
La bata y la bola de cristal
La previsión y predicción son imprescindibles en el
esquema de la ciencia y técnica actual. Ninguna tesis,
proyecto, o estudio que se precie carece de un apartado
fi nal de líneas futuras. Las entidades y gobiernos solicitan
constantemente informes que evalúen la realidad y el
futuro inmediato de aquellas tecnologías que mayor
impacto tienen en la sociedad, como la lucha contra el
cáncer, las energías renovables, o la carrera espacial.
Además, los medios de comunicación tienen en las
predicciones un buen anzuelo para atraer la atención de las
masas y hacer más atractiva la divulgación científi ca.
Cartel de la película 2001 Una odisea del espacio de Stanley
Kubrick y Arthur C. Clarke. (Metro-Goldwyn-Mayer, 1968)
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Este interés por el arte de predecir la tecnología no es ni
mucho menos nuevo. En el siglo XVI ya existía en España
la fi gura del arbitrista: personas que dedicaban su tiempo
a proyectos con los cuales remediar males o mejorar las
arcas del estado con ideas tan dispares como establecer
un sistema de apuestas en las corridas de toros o volver
a resucitar la alquimia (Calvo, 13). Un arbitrista debía
analizar la realidad del momento, realizar un arbitrio, y
proponer soluciones futuras acordes con la misma. Su
imaginación no tenía límite, y abarcaba de la matemática
a la política pasando por la ingeniería o la economía:
Quinielas taurinas, planes de navegabilidad del Tajo,
cuadratura del círculo... Pocos de ellos contaban con una
mínima formación científi ca, así que estas ilusorias ideas
caían pronto en el mayor de los desprestigios.
Pero no nos desviemos de la idea central de este trabajo
y pongamos un ejemplo: si desayunando en el bar de la
esquina nos topamos con un anónimo ciudadano que
afi rma que dentro catorce años las máquinas serán tan
inteligentes como los humanos, suscitaría un divertido
y animado debate durante el café; pero si ese señor es
profesor de Astronomía en la Universidad de Columbia
y un importante colaborador de la NASA, publica esas
declaraciones en un libro de divulgación científi ca de gran
tirada, y la traduce a varios idiomas, estamos hablando de
palabras mayores. Eso fue lo que afi rmó Robert Jastrow
en 1981, en su libro El telar mágico, mas el tiempo ha
sido cruel con sus declaraciones materializando ese
futuro inteligente en el sistema operativo Windows 95
y esos mensajes de error azul que tanto quebradero de
cabeza han dado a sus usuarios.
¿Cómo mentes lúcidas pueden llegar a pronosticar tan
mal? Arthur C. Clarke lo achaca a dos factores: Falta
de nervio y falta de imaginación (Clarke, 6). El primero
ocurre cuando los profetas no se dan cuenta que todos los
factores analizados apuntan a una conclusión inevitable.
Ello ocurrió, por ejemplo, en los momentos previos a
la construcción de los primeros aviones: La tecnología
estaba preparada, pero muchos científi cos eran incapaces
de ver cómo la conjunción de los recursos podían vencer
sus prejuicios. En la misma trampa cayó el profesor A.
W. Bickerton, cuando en 1926 afi rmó que «la idea loca de
un disparo a la Luna es un ejemplo de la absurda pérdida
de tiempo a que la vacua especialización llevará a los
hombres de ciencia que trabajan en compartimientos
estancos». (Clarke, 8)
El segundo factor apuntado aparece cuando no son las
ideas preconcebidas, sino la falta de imaginación la que
impide que esa tecnología se lleve a cabo (Clarke, 13).
En este saco cayó Augusto Comte cuando no fue capaz
de imaginar herramienta astronómica alguna distinta al
convencional telescopio, con el cual sólo sabríamos de las
estrellas poco más que su posición y color. Clarke recoge
estas impresiones en el libro Secretos del futuro, que
recoge una impagable lista de inventos que habían sido
pronosticados tan disparatados como la inmortalidad, la
invisibilidad o la telepatía mientras que en la lista de no
pronosticados
aparecen algunos tan cotidianos como la
fotografía o la electrónica. (Clarke, 18)
Otra de las trampas en las que caen los científi cos a
la hora de pronosticar el futuro proviene de su propia
especialidad: están tan sumidos en su disciplina que
Así concebía Arthur C. Clarke cómo serían las cabinas telefónicas en el futuro. Ni se imaginaba que el protagonista pudiera tener
algo parecido a un teléfono de bolsillo con cámara incorporada. (George D. DeMet y Metro-Goldwyn-Mayer)
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exageran las expectativas y ventajas de la misma.
(Sanmartín, p64) Podemos catalogarlas como cinturón
de distractores
que, según la defi nición que da José
Sanmartín, son «aserciones que se tienen como bien
fundamentadas a partir de teorías científi cas relacionadas
con la técnica en cuestión». Da la sensación de que toda
nueva tecnología no sólo viene con un pan bajo el brazo,
sino que además debe revolucionar el viejo mundo para
fabricar uno a su medida, mejor que el jamás imaginado.
Esta distracción viene a menudo de la mano de la
arrogancia, como denuncia Joseph Weizenbaum con un
acertijo en el que nos propone leer el siguiente párrafo,
tomado de un famoso libro de divulgación científi ca, y
sustituir la palabra XXX por el invento al que se crea que
está dedicado: (Sanmartín, 59)
En resumen: en el próximo futuro nadie podrá
aspirar plausiblemente a la intelectualidad sin
una dependencia íntima de XXX. Los intelectuales
que persisten en su indiferencia, por no decir en su
esnobismo, se encontrarán varados en algún exótico
museo del intelecto, obligados a vivir petulantemente
y de modo bastante irrelevante de la caridad de
quienes comprenden las dimensiones reales de la
revolución y pueden tratar con el nuevo mundo que
se está creando.
Podemos imaginar esa dependencia de aparatos de hoy,
como el teléfono móvil o la televisión, y en muchos que
en su tiempo pudieron fi gurar en el párrafo, pero que
ya quedan en el olvido, como el telégrafo, la lámpara
de aceite o la máquina de escribir. El texto pertenece al
conocido libro La quinta generación de E. Feigenbaum y
P. McCorduck, y la misteriosa palabra es por supuesto el
ordenador. Una máquina que ha engrasado la imaginación
de muchos tecnólogos, como veremos a continuación.
¡Se acabó el trabajo!
Para quien tache de exageradas las conclusiones
del experimento anterior, pasemos a la siguiente
—y ya clásica— anécdota fechada en 1956, cuando
investigadores fi nanciados por la Fundación Rockefeller,
en la mítica conferencia de Darthmouth auguraron que
en la redonda cifra de veinticinco años todo el trabajo
lo desarrollarían las máquinas, librando a la humanidad
del divino castigo (Triguero, 34)
.
Pasado el doble de ese
tiempo, sólo se recuerda aquella conferencia por acuñar
el término inteligencia artifi cial y fi jar las bases de la
investigación en ese ámbito, porque no sólo no estamos
libres de tan divino castigo sino que la tecnología permite
llevarnos el trabajo a casa y estar disponible para nuestro
jefe las 24 horas del día. (Cerf, 56)
El paso intermedio entre la quimera de quedarnos en casa
con ociosidad total o permanecer al alcance de nuestros
deberes en todo tiempo y lugar queda refl ejado en el
llamado teletrabajo. La idea inicial consiste en realizar
el trabajo sin moverse de casa, con la ventaja de evitar
desplazamientos ahorrando tiempo y dinero, además de
poder trabajar cómodamente en el hogar. Sin embargo, la
experiencia está demostrando que el ambiente hogareño
puede no ser tan ideal para trabajar como se auguraba
(Toharia 344-346). Sí, es verdad que el teletrabajo puede
consolidarse para una gama limitada de profesiones, pero
no parece que vaya a cambiar nuestro lugar de trabajo,
sino más bien a extenderlo para el creciente número de
infelices que tenemos que llevarnos parte de éste a casa.
Lo curioso es que, aunque posteriormente se haya
reconocido que aquella euforia inicial distaba mucho de
la realidad, algunos no aprenden. Ya hemos comentado
con anterioridad la pifi a de Robert Jastrow sobre la
inteligencia de los ordenadores en 1995; pues el experto
va aún más allá asegurando que las máquinas someterán
a la humanidad y nos reemplazarán en la cadena
evolutiva... a no ser, claro está, que los desenchufemos.
(Jastrow, 172).
No es el único que da rienda suelta a su
imaginación: Hans Moravec, más listo, sitúa este umbral
de inteligencia «en un superordenador de diez millones de
dólares antes de 2010, y en un ordenador de mil dólares
para el año 2030» (Moravec, 178). Lo curioso es que
ambos argumentan sus afi rmaciones con complejísimos
cálculos sobre la evolución de la velocidad y capacidad
de cómputo que han ido experimentado los ordenadores
desde los primeros artefactos electro-mecánicos,
pensando que hay una correlación causal entre el tiempo
y estos factores, algo así como un gradiente temporal
que lleva necesariamente a ordenadores más inteligentes
conforme pasan los años.
Situación ideal de teletrabajo. (DDFic C.C.).
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Además de caer en el error de pensar que la evolución de
las máquinas se comporta con alguna ley física, muchos
expertos pasan por alto los caprichos de las leyes de
mercado. Nadie sabe cómo será un ordenador de mil
dólares en el año 2030 simplemente porque desconocemos
cómo será el proceso de infl ación o devaluación de la
moneda, y cómo evolucionará el mercado de ordenadores
personales. Además, mucha de la informática de
hoy no está ahí por ser la mejor posible, sino la más
efi cientemente ofertada. John Naisbitt subestimó el
comportamiento de la informática doméstica, augurando
en su libro Megatrends (1984) que en el pasado año
2000 (por supuesto no podía ser cuatro años antes ni tres
después), un completo equipo de informática doméstica
(ordenador, impresora, monitor, módem y resto de
complementos) costaría lo que el conjunto de teléfono-
radio-grabadora-televisión. Por supuesto se podría
hacer una selección de esos electrodomésticos que se
equipararan en precio pero ¿son los televisores de ahora
los mismos a los que se refería Naisbitt? ¿Y las radios?
¿A qué tipo de teléfono se refería, móvil o fi jo, con juegos
y cámara o sin estos complementos? Además, el paso del
tiempo añade complementos a estos aparatos que hoy
día parecen básicos: decodifi cadores digitales para la
televisión, cámaras para los ordenadores, y por supuesto
sistemas de amplifi cación de sonido para ambos.
Siguiendo con los ejemplos, otros aparatos parecen
condenados a ser inventados, sobre todo si están
defi nidos de forma tan ambigua como el comunicador
personal inteligente
. Semejante nombre no proviene de
aquel zapatófono que dibujaba Ibáñez en los cómics de
Mortadelo y Filemón, sino de la publicidad de un consorcio
de empresas de alta tecnología de Nueva York (Calvo,
154). El aparato podría asemejarse bastante al teléfono
móvil de la actualidad, añadiéndole a sus capacidades
el eterno videoteléfono, del que su aplicación técnica
está mucho más cerca que la social. Sea cual fuere su
morfología ya existen comunicadores personales pero
no se asoma a entender la palabra inteligente en ninguno
de estos aparatos. Por otro lado la telefonía móvil no ha
avanzado en ese sentido, sino más bien en integrar otros
aparatos como la cámara, el reproductor de sonidos o la
videoconsola de juegos.
El estrepitoso fracaso de la predicción en su análisis
a posteriori no se corresponde con la verosimilitud
que aparenta en el momento de ser escrita. Sabemos
que el truco de todo buen agorero —tenga título de
ingeniero o túnica de mago— está en poner una fecha
lo sufi cientemente lejana como para asombrar en el
momento de hacerla, y que nadie se acuerde de ella
cuando llegue el momento. También hay lugar para la
indulgencia, según el carisma. Por ejemplo, Alan Turing
pronosticó que para el año 2000 habría computadoras
capaces de mantener conversaciones inteligentes (Berry,
p30).
Podemos pensar que en pleno siglo XX era disculpable
la afi rmación del genio, que descontextualizada puede
quedar ridícula. Sin embargo, en 1999 Roman Ikonicoff
en su libro La conciencia y la máquina sitúa esa maquina
consciente entre el 2040 y 2060. De nuevo fechas
totalmente redondas, y descaradamente inexactas. Como
este último reconoce, «el optimismo está hoy de moda
entre los hijos espirituales de Turing, Von Neumann y
Wiener» (Ikonicoff, 138)
Paradójicamente, este tremendo optimismo contrasta con
la poca previsión con la que los propios investigadores
y fabricantes actúan a veces, diseñando sus prototipos
con unas limitaciones que denotan poca visión de futuro.
Un caso claro está en el IBM PC, una máquina que ha
provocado la revolución en millones de hogares pese
a que no fue diseñada para ello —para desgracia de
alguna de sus competidoras en teoría mejor preparada.
La indefi nición en algunas partes de su arquitectura —
como los slots de expansión—, abierta a cambios y a la
aportación de otros fabricantes, detonó involuntariamente
el mercado y las posibilidades de la máquina. Sin
embargo, ese crecimiento ilimitado del hardware no fue
secundado por el software. Aún así, y de nuevo acabando
con las predicciones, el sistema operativo MS-DOS fue
capaz de sobrevivir durante muchísimos años pese a sus
carencias, refl ejadas en la máxima apócrifa atribuida a
Bill Gates, «640 Kb deberían ser sufi cientes» en relación
a la cantidad máxima que el sistema operativo MS-DOS
podía direccionar.
Prototipo de ordenador personal del futuro. (Microsoft)
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Las predicciones tienen especial interés en augurar la
desaparición por obsoleto de aquello que nos rodea,
por muy útiles que puedan parecernos actualmente.
Por ejemplo, la llegada de la informática auguraba el
fi nal inmediato del soporte en papel de los textos, sin
embargo nadie auguraba la cantidad de espacio en las
estanterías que iban a ocupar los manuales y tratados
de computadores. En 1971 Daniel Morgaine daba
una década de vida a la prensa escrita tal y como aún
seguimos conociéndola y leyéndola (Calvo, 182), que
ha sobrevivido incluso a la digitalización de los diarios.
Lo que parecía un auténtico suicidio en principio ha
provocado la coexistencia pacífi ca entre los dos medios
complementándose según las ventajas e inconvenientes
de cada uno.
Y sonó la fl auta
Si recopiláramos la cantidad de imaginativas obras que
se imprimen sobre avances tecnológicos y anotáramos
todas las predicciones vertidas en ellas con mayor o
menor tino, es inevitable que algunas acierten; sobre todo
aquellas que siguen el camino del perfeccionamiento de
los aparatos, resumidas en la máxima «más rápido, más
barato, más efi ciente». Sin embargo todas ellas dejan
de tener validez en el momento en que los equipos han
conseguido ser lo sufi cientemente rápidos y efi cientes
—y a buen precio— como para realizar la mayoría de
tareas domésticas: editar textos, hojas de cálculo, ver
fotografías, películas, e incluso crearlas y grabarlas.
Por ejemplo, Adrian Berry, autor mencionado con
anterioridad, y que en 1983 publicó uno de uno de
esos libros cuyo título dice mucho del optimismo
antes mencionado: La máquina superinteligente. Una
odisea electrónica
. Escrito sin ningún reparo a la hora
de predecir —como tantos otros autores— que las
máquinas llegarán en breve a alcanzar la inteligencia
del hombre, para superarla, sustituirnos en el escalafón
evolutivo, y hasta colonizar el universo en los albores
de este siglo (Berry, p159). También recoge párrafos e
ideas de colegas contemporáneos, como en la siguiente
cita: «Hay muchos que creen que el campeón mundial
de ajedrez en el 2000 será una máquina» (Berry, p42).
Si en vez de redondear y buscar una bella cifra, hubiera
elegido tres años antes, en concreto el 11 de mayo de
1997, cuando el ordenador Deep Blue consiguió por fi n
ganar al campeón Gary Kasparov en un duelo no exento
de polémica, habría acertado de pleno. Ahora bien, si
la idea de máquina inteligente que tenían Berry y sus
colegas es la misma que la de los ingenieros creadores
de Deep Blue es algo que está aún por ver.
Otra curiosa predicción que recoge Berry en su libro
cuenta cómo en 1981 el director de la revista Electronics
and Computers
auguró que el ordenador personal sería
capaz de sustituir completamente a las agencias de viaje
en un breve plazo de tiempo. (Berry, p131) Si bien este
señor tenía en mente que la reserva se podría hacer con
toda una charla con la máquina al estilo de las películas
de Hollywood, en la que ésta llegaría a hacer el rol de
cualquier amable agente de turismo; y no con los fríos
clics de la navegación por Internet con el que actualmen-
te podemos reservar tanto alojamiento como transporte,
e incluso comidas. Es cierto que Internet ha hecho mu-
cho daño a las agencias de viaje, pero de ninguna forma
por máquinas inteligentes, sino por programas e ingenios
publicitarios capaces de evitar intermediarios, abaratar
costes y acelerar las reservas.
¡El espacio es nuestro!
Antes del furor desatado por el nacimiento de la
inteligencia artifi cial, los grandes avances para la
humanidad se predecían alrededor de la carrera espacial
desarrollada por las dos grandes potencias como punta de
lanza de la guerra fría. Visto el empeño que habían puesto
Estados Unidos y la Unión Soviética en la misma parecía
que no había límites a la tenacidad del hombre por salir
de la atmósfera, y una buena cantidad de sandeces fueron
publicadas sin el más mínimo rubor pensando que la
conquista del espacio requería únicamente tiempo como
materia prima para consumarse, al igual que hemos visto
en las predicciones sobre computadoras.
Sin duda era una cuestión de estado. El 25 de mayo de
1961 el presidente John F. Kennedy explicaba ante el
congreso sus planes respecto a la conquista espacial:
«Nos esforzaremos por explorar el espacio porque en
Garry Kasparov juega contra Deep Blue. (Online Photograph.
Encyclopædia Britannica Online. 3 Feb. 2008 http://www.
britannica.com/eb/art-61084)
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cualquier empresa que deba acometer la humanidad es
necesario que tomen parte activamente en ella hombres
libres». Ese entusiasmo institucional aparentemente
altruista que camufl aba toda la tensión con el bloque
soviético provocó que a partir de entonces se disparara
la euforia y se hicieran predicciones centradas en estos
o aquellos problemas técnicos a los que tendrían que
enfrentarse los futuros colonos del espacio.
En 1973, tras el éxito del programa Apollo y la llegada
del hombre a la Luna, el brillante científi co Carl Sagan
se atrevía a augurar bases selenitas «semipermanentes»
para el año 1980 (Sagan, 159). Y coincidiendo con el V
centenario del descubrimiento de América —en 1992
— imaginaba a la humanidad por todo el Sistema Solar
como nuevos colonos.(Sagan, 156). Otro científi co muy
infl uyente, Isaac Asimov, coincidía en que 1980 era una
buena fecha para la instalación de una base lunar, siempre
condicionado a que siguieran adelante los proyectos y no
se desinfl ara el interés inicial (Asimov, 311). Es posible
que Asimov estuviera intuyendo el verdadero futuro de la
carrera espacial en los años venideros, con la disminución
terrible del interés de las grandes potencias.
Fruto de la vorágine que se vivía en los años 70 fue el diseño
del Moon Hilton, el primer hotel pensado para construirse
en la Luna; uno más de los optimistas proyectos que se
pronosticaban como una realidad en la década de los 80,
al igual que la llegada al planeta Marte y su posterior e
inevitable colonización. Un pequeño paso para el hombre
parecía ser un gran paso para la humanidad. Sin embargo
casi cuatro décadas después la realidad es muy distinta,
y tanto la caída del régimen soviético como la restricción
en los presupuestos de la NASA han dejado en agua
de borrajas todos aquellos vaticinios. Manuel Toharia
explica con pocas palabras lo sucedido: «quedó claro que
el hombre podía llegar a nuestro satélite. Pero luego, ¿qué
podría hacer allí? ¿Y a qué coste?» (Toharia, 249)
Lo curioso es que habiéndose llegado a la Luna con una
precariedad de medios tremenda comparada con lo que
podemos conseguir ahora —ordenadores más rápidos y
potentes, combustibles más depurados, materiales más
ligeros y resistentes, y por supuesto todo ello a un menor
coste—, se hablaba de su conquista con mucha más ilusión
que en la actualidad; y no porque se haya descubierto
barrera técnica al respeto, sino por el desinterés que
han puesto las administraciones implicadas en la misma
durante los últimos años. Parece que sólo cuando se
encuentren respuestas adecuadas a las preguntas que
formula Toharia se podrá reactivar el abandonado interés
por el espacio.
Conclusiones:
¡Acabemos con lo obsoleto!
No, no tenemos un mundo como Abernathy imaginó, ni
muchos de los aparatos que nos rodean fueron adelantados
jamás en los libros de divulgación científi ca. Como dice
Asimov, «Predecir el futuro es una tarea imposible, muy
poco agradecida, en la que se comete el más espantoso
de los ridículos, y a menudo se obtiene solamente
burlas y menosprecios». Sin embargo no parece que
los divulgadores hayan tomado nota de las pifi as de sus
predecesores y siguen pronosticando sin rigurosidad
alguna. Es cierto que el carácter de esas obras hace
necesario que el autor se moje a la hora de imaginar el
futuro, pero ese interés debe seguir teniendo ese carácter
divulgativo, dejando a un lado los deseos personales o
editoriales. Una predicción sensata y objetiva puede
tener el perdón del futuro lector aunque el tiempo se haya
cebado con ella. Sin embargo la prueba bibliográfi ca
evidencia que muchos de estos vaticinios se asemejan
más al trabajo de los charlatanes y los adivinos antes que
al serio papel que, se supone, deben interpretar.
Bibliografía
Asimov, Isaac: ¿Hay alguien ahí? RBA, 1995.
Berry, A.: La máquina superinteligente. Una odisea
electrónica. Alianza editorial, 1983.
Calvo Hernando, Manuel: La ciencia en el tercer milenio.
Desafíos, direcciones y tendencias. McGraw Hill, 2000.
Cerf, V. Siza, A. Chomsky, N: ¿Qué podemos esperar de la
sociedad del futuro? Círculo de Lectores, 2002.
Clarke, Arthur C: Los secretos del futuro. Editorial Toray,
1964.
Ikonicoff, Roman: La conciencia y la máquina. Galaxia
Gutenberg 1999
Jastrow, R.: El telar mágico. Salvat, 1985.
Medina, M. Kwiatkowska, T (coord.): Ciencia, tecnología /
naturaleza, cultura en el siglo XXI. Anthropos, 2000.
Moravec, H.: El hombre mecánico. El futuro de la robótica y
la inteligencia humana. Salvat, 1993.
Sagan, Carl: La Conexión Cósmica. Plaza & Janés, 1978.
Sanmartín, José: Tecnología y futuro humano. Anthropos,
1990
Toharia, M (Director): El futuro que viene. Enciclopedia de
las nuevas tecnologías. Temas de hoy, 1997.
Triguero Ruiz, F.: Tecnología de la información. Evolución y
perspectivas. Universidad de Málaga, 1989.