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L
os monstruos y las expediciones que
buscan monstruos han venido recorriendo
los mapas imaginarios de Occidente desde
hace centurias. Los griegos crearon sus propios
seres extraños, los romanos los conservaron y
las sociedades medievales poblaron el planeta
desconocido con bestias salidas de sus propios
temores y angustias. Durante las exploraciones de
los océanos, a lo largo de los siglos XV y XVI, esa
extraña fauna, que emanaba de la fantasía de los
hombres, creció en América y en todo los rincones
que pasaban a ser parte del universo conocido.
Allí donde el hombre occidental posaba sus
botas surgían los seres monstruosos, enfrentando
los dictámenes de la razón y el sentido común.
Y, como era de esperar, el siglo XIX y el XX,
tampoco carecieron de ellos. Claro que en estos
últimos casos ya no eran producto de castigos
Artículo
EL UNIVERSO ONÍRICO DE LA
CRIPTOZOOLOGÍA
Monstruos y animales desconocidos del imaginario occidental.
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor Universitario en Historia
que es lógico ubicar fuera de los mapas, puesto que los
escenarios caóticos requieren de seres que representen lo
mismo. Como decía un viejo adagio: «Cuanto más lejos,
más raro
».
Una de sus cualidades es que son, por esencia, asociales;
desoyen el llamado de las aglomeraciones y prefi eren el
aislamiento y la soledad. Los sitios inhóspitos son sus
guaridas y la elusividad, su permanente conducta. Difí-
ciles de encontrar, su potencial existencia queda condi-
cionada por las coordenadas del lugar y del tiempo, aún
analizadas sincrónicamente. Con esto quiero decir que
todo contexto crea signifi cado, y que ciertos ambientes
son más apropiados que otros para que la creencia se
asiente y solidifi que. Es fácil combatir a los monstruos
por medio de la risa cuando uno está resguardado por los
cuatro muros de una casa, en pleno corazón de la ciudad.
En esas circunstancias lo primero que afl ora es lo grotes-
co. Pero la cuestión se vuelve un tanto diferente cuando,
sumergidos en regiones extrañas y rodeados de selva o
montaña, nos convertimos en atentos oyentes de leyen-
das y rumores locales. Es entonces cuando la arrogancia
racionalista, hija de las luces urbanas, se debilita.
Pulpo gigante devorando un navío. (Archivo)
divinos o milagros. La Providencia le dejaba paso a un
evolucionismo mal interpretado que trató, por todos los
medios, de explicar con argumentos científi cos hechos
que excedían la comprobación empírica y que, por lo
tanto, eran imposibles de certifi car.
Creaturas del imaginario en todas las culturas, los
monstruos han acompañado al hombre desde los orígenes
mismos de la historia. Sus angustiantes y atractivas
presencias se detectan tanto en momentos de aislamiento
como de expansión territorial; y por ello las relaciones
que guardan con la exploración y los exploradores es
más que evidente.
Cada entrada en un nuevo territorio ha estado precedida
por una imaginaria colonización anterior, no de hombres
o sociedades «normales», sino de seres y animales que
atentan contra las teorías y concepciones tradicionalmente
aceptadas. El monstruo es la más clara personifi cación
de lo caótico, de las fuerzas descontroladas de la
naturaleza; seres que cuestionan o impiden el avance
del universo ordenado, que el hombre encarna con su
razón y tecnología. Constituyen una extraña galería
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Y justamente, de esta debilidad se aferraron muchos
exploradores para absorber y difundir cientos de historias
sobre seres monstruosos y extraños animales que aún
faltaban catalogar (o que estaban «fuera de catálogo»
desde hacía millones de años).
Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro
de la Real Sociedad Geográfi ca, topólogo y militar del
ejército británico, personifi ca, como ningún otro, al
prototipo del explorador romántico de fi nes del siglo
XIX y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en
que desapareció) organizó variadas expediciones al
«Infi erno Verde» amazónico para actuar como árbitro
en los confl ictos limítrofes suscitados entre Bolivia,
Perú y Brasil. Agudo en sus observaciones, Fawcett
estableció con pericia los límites político de dichos
Estados, internándose y explorando regiones por las
cuales pocos occidentales habían dejado sus huellas.
Si bien cronológicamente sus viajes se practicaron a
inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que
su espíritu, motivaciones y valores fueron claramente
decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo XIX,
hijo del imperialismo inglés y del expansionismo
europeo sobre suelo americano. Su función, como árbitro
entre Estados soberanos de Latinoamérica, perseguía un
objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A
Través de la Selva Amazónica
: «aumentar el prestigio
inglés en la zona»
(1)
. Es que Inglaterra se veía sumamente
interesada en mantener su presencia en la región a causa
de un producto que por sí solo encierra una larga y
trágica historia: el caucho, el «árbol que llora», fuente
de inmensa riqueza, y de la que los británicos no querían
quedarse al margen.
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y
mantener activa la presencia británica en la región
Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, a la
que terminaría amando y en la cual dejaría sus propios
huesos. Las crónicas de sus viajes (que escribiera
en 1924, un año antes de desaparecer) se encuadran
dentro de la denominada literatura de supervivencia,
inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI
y que perdurará hasta bien entrado el siglo XX. En este
género, el explorador/escritor se convierte en el héroe
de su propio relato, describiendo las penurias, peligros
y sucesos extraños de los que fuera testigo. A lo largo
de las páginas de su libro, Fawcett hace desfi lar los más
variados productos del imaginario, esos que van desde
las ciudades perdidas, minas ocultas, tribus «blancas» y,
por supuesto, monstruos.
Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un
escenario en donde toda proporción, toda norma, queda
desequilibrada. El «infi erno emponzoñado», como él la
denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la
leyes de los hombres y de la Naturaleza, no tienen cabida.
Todo es caos, desorden, nada es claro ni «ajustado a
derecho». Tanto la esclavitud por deudas (sufrida por los
indios, en pleno siglo XX) como los actos de espantosa
barbarie (cometidos impunemente por los empresarios
del caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan
que esas selvas son «otro mundo», uno muy distinto de
aquel del que Fawcett salía.
Tampoco la naturaleza se manifi esta de manera «normal».
Las descripciones que hace de animales y plantas están
empapadas de exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y
lagartos coprotagonizan más de una de sus desventuras a
lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la atención
por lo desproporcionado de sus dimensiones.
De todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda
gigante
es, con seguridad, la que mayor cantidad de
historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos que
se encargaron de divulgarlas.
Según el propio explorador, él mismo fue testigo
presencial de la aparición de una anaconda que medía
un total de 18 metros de largo. Un verdadero monstruo
Coronel Percy Harrison Fawcett (1867–1925). Explorador
romántico del XIX. (Archivo)
(1)
Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, capítulo III, Editorial Zigzag, Madrid, 1974.
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que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño,
ya que afi rmaban haber encontrado ejemplares de 23
metros, y aún de 40 metros de longitud (por más que los
zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean muy
poco probables y que la exageración haya dotado a esos
reptiles de una monstruosidad dimensional que excede
con creces los 9 metros científi camente comprobados a
la fecha)
(2)
.
Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho más
allá.
Su galería de monstruos incluye también a un «[...]
Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los
que se dice que ataca a los hombres y los traga, si tiene
una oportunidad»
(3)
; habla del Mipla, («un gato negro
de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso»
(4)
),
de «culebras e insectos aún ignorados por los hombres
de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia), de
bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas
frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos
primitivos
como aquellos que se han informado en otras
partes del continente»
(5)
.
«Monstruos primitivos». Aquí Fawcett pega un salto
hacia la credulidad absoluta y se zambulle de lleno en
el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres
extraños y demonios descriptos como antediluvianos).
Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible
cuando escribe la siguiente pregunta retórica: «[...]¿Por
qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por
descubrir en este continente misterioso? ¿Por qué, si
viven insectos, reptiles y pequeños mamíferos todavía
no clasifi cados, no podría existir
una raza de monstruos
gigantes, remanentes de especies extinguidas, que
viviesen en la seguridad de las vastas áreas pantanosas
aún no exploradas? En el Madidi, Bolivia, se han
descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan de
una criatura enorme, descubierta a veces semisumergida
en los pantanos»
(6)
.
El párrafo anterior sintetiza, como pocos, un típico Mundo
Perdido
. Un espacio inaccesible en el que el tiempo
parece haberse detenido y los vestigios del pasado se
mantienen con vida, atentando contra todo razonamiento
lógico y evolucionista. Al respecto, quisiera desarrollar
una relación que encuentro sumamente interesante y
que probaría las íntimas conexiones existentes entre la
novela de aventuras y el espíritu de exploración. Para ello
tendremos de dejar a Fawcett y dirigir por un momento
nuestra atención al reconocido escritor británico Arthur
Conan Doyle, célebre por su detective de fi cción,
Sherlock Holmes.
Conan Doyle (1859–1930), de igual manera que P.
H. Fawcett, fue un caballero británico del Imperio,
conservador, defensor del sistema colonial y un claro
producto de la sociedad inglesa de fi nes del siglo
XIX. Prolífi co escritor, publicó un elevado número de
cuentos, ensayos y novelas que lo llevaron a la fama
y a abandonar su actividad como médico, en la que se
iniciara profesionalmente. De todos aquellos escritos el
que a nosotros nos interesa es uno titulado, justamente, El
Mundo Perdido
(7)
, publicado en 1912 como folletín en
el Strand Magazine de Londres, y que se convirtiera en
un clásico dentro del género de la novela de aventuras.
En él, Conan Doyle relata la peripecias sufridas por un
grupo de científi cos en una expedición realizada a una
misteriosa y aislada meseta del Matto Grosso, en la que
sobrevivían especies prehistóricas, extinguidas desde
La lista de monstruos es infi nita. Los pode-
mos catalogar por tamaño, por comporta-
miento o por el hábitat. Podemos reírnos,
asustarnos o descreer, pero nunca obviar-
los. Han estado y seguirán estando con no-
sotros, sobreviviéndonos. Son parte de la
«arquitectura fantástica del universo» y ca-
racterizan «el viejo culto al misterio, que lle-
gó a ser en muchos casi una embriaguez»”.
(2) NOTA: Durante la Expedición Vilcabamba '98 tuvimos oportunidad de conversar con un avezado cazador cusqueño que nos refi rió que en las selvas
del Manú la gente afi rma haber visto anacondas de casi 100 metros (!). La noticia llegó a diarios de todo el mundo (en el mes de abril de 1998,
aproximadamente), sin establecer que la supuesta serpiente no era otra cosa que un pequeño acantilado dejado por un río fuera de curso, y visto
desde la distancia.
(3) Fawcett, P.H., op.cit., pág.177. //Nota: En muchas localidades del Amazonas —en la región del río Negro— los lugareños actuales hablan de bagres
gigantes que llegan a tragarse enteros a niños pequeños. Según algunos periodistas del History Channel hay pruebas de estos casos.
(4) Ibíd, pág. 266.
(5) Ibíd, pág. 266.
(6) Ibíd, pp. 177-178.
(7) Conan Doyle, Arthur, El Mundo Perdido, Editorial Laertes, Barcelona, 1983.
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hacía millones de años. A lo largo de sus páginas se
pueden detectar claramente los prejuicios de la época,
el imaginario imperante y el atractivo despertado por lo
exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí mismo,
un compendio inmejorable de todas las expediciones
de fi cción que se escribirían más tarde y una fuente de
inspiración para muchos exploradores de la vida real que,
imitando al personaje de la novela (el profesor George
E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas
territoriales
, detenidas en el tiempo.
Fawcett fue uno de ellos y en su libro escribió lo
siguiente:
«Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo
Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus
fl ancos cortados por profundas quebradas. Ni el
tiempo ni el pie del hombre habían desgastado
esas cumbres. Estaban allí como un mundo
perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y
la imaginación podía concebir allí los últimos
vestigios de una Era desaparecida hacía ya mucho
tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes
condiciones, los monstruos de la aurora de la
existencia humana aún podían habitar esas
alturas invariables, aprisionados y protegidos por
precipicios inaccesibles»
(8)
.
Creo que no hay mejor ejemplo para refl ejar el
sentimiento de insularidad que el párrafo anterior. Pero
por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron
sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que
inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora
novela
(9)
, hay ciertas discordancias cronológicas, y
paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos
permiten sospechar que el sentido de la infl uencia fue
exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la
imaginación de Fawcett
Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y
Fawcett escribió sus aventuras recién en 1924 (casi
veinte años después de haber vivido las experiencias
que relataba). Si se comparan ambos textos, se vuelve
evidente que el explorador inglés organizó todo su relato
a partir del folletín del Strand Magazine, emulando en
muchos aspectos al profesor Challenger (personaje
fi cticio de Doyle en la novela). En realidad, Fawcett es
Challenger y las estribaciones de la meseta de Ricardo
Franco (Bolivia) no son otras que las de la fascinante
Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle
bautizó su Mundo Perdido).
Basta con comparar el párrafo citado anteriormente
(1924) con el siguiente, extraído de la novela de 1912:
«[...] Desde aquella altura me encontraba en si-
tuación ventajosa para formarme una idea más
exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de
los montes rocosos. Saqué la impresión de que era
extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni
por el Oeste el fi nal del panorama rocoso cubier-
to de verde.[...] Una zona, quizás de la extensión
del condado de Sussex, fue alzada en bloque con
todo su contenido viviente y cortada del resto del
continente por precipicios perpendiculares de una
dureza que los hace resistentes a la erosión que
tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué
resultado se derivó de ahí? El de que las leyes na-
turales quedaran en suspenso. Allí quedaron neu-
tralizados o alterados los distintos impedimentos
y trabas que infl uyeron por la lucha de la existen-
cia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de
otro modo habrían desaparecido ya[...]. Han sido
conservados artifi cialmente gracias a esas condi-
ciones accidentales y extrañas»
(10)
.
¿Quién es quién?
¿Quién fue primero, Fawcett o Conan Doyle/
Challenger?
El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue
recién en su segunda expedición de 1908 en la que pudo
observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios
a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese
año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires
de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de
la célebre novela. No negamos (puesto que es un hecho
comprobado) que Conan Doyle se haya sentido atraído y
motivado por los relatos del explorador, especialmente
por sus sugestivas fotos de la meseta, pero no es
desatinado suponer que Fawcett reacondicionara, varios
años más tarde, sus recuerdos y apuntes, al argumento
central de la taquillera novela de aventuras y que, en las
expediciones posteriores a 1912, buscara y encontrara
los lugares y situaciones que describiera Conan Doyle.
Así, la fi cción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y
confunden. La realidad alimentando la imaginación de
(8)
Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191.
(9)
Ibíd, pág. 192.
(10)
Conan Doyle, A., op.cit., pp.50-51.
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un escritor, y ésta movilizando a un explorador a seguir
buscando imaginarios parajes, civilizaciones y razas
misteriosas
(11)
. Esta interrelación señala un aspecto de
interés, al que muchos historiadores de mentalidades le
han dedicado largas y debatibles páginas. Me refi ero a
los mecanismos por los cuales situaciones, generadas
en un marco estrictamente literario, se transportan a la
realidad histórica y pasan a ser objetos de búsqueda, ya
no por personajes de fi cción, sino por hombres de carne
y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas
en pos de maravillosas quimeras.
Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al
descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean
Paul Sartre, en su libro La Náusea, en la que dice que
«todas las aventuras se viven en el pasado»; revelando
(como lo hace Fawcett) que en todo relato de viaje la
invención no queda nunca ausente.
Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las
inmensidades sudamericanas han venido generando
un imaginario movilizador. Una simple palabra o una
frase bien armada, que combinen los ingredientes
indispensables para la aventura, fueron sufi cientes para
catapultar a una expedición en búsqueda de Dorados
fantasmas (sean éstos culturales o biológicos). Ciertos
escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin
proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por
explorar lo inexplorado.
«¿Por qué esa región no habría de ocultar alguna cosa
nueva y maravillosa?»
—se pregunta Lord John Roxton,
emblemático personaje de fi cción salido de las páginas
de Conan Doyle— «La gente no la conoce todavía, y no
se da cuenta de lo que un día puede llegar a ser. Yo la
he recorrido de arriba abajo, de un extremo a otro [...].
Pues bien: estando allí, llegaron a mis oídos algunos
relatos [...], leyendas de los indios y cosas por el estilo,
pero que encerraban, sin duda, algo auténtico. Cuanto
más conozca usted ese país, más comprenderá que
todo es posible, absolutamente todo. Existen algunas
estrechas vías acuáticas de comunicación por las que
viaja la gente; pero a un lado y otro de ellas todo es
misterio»
(12)
.
Claro que no sólo el continente Americano ha dado refugio
a bestias extrañas. De igual modo que todos los lagos
importantes del planeta se dignan en poseer un dinosaurio
acuático (por ejemplo el «plesiosaurio» del Loch Ness,
en Escocia; el monstruo lacustre del lago Storsjön, en
Suecia; el nadador antediluviano del lago Champ, en
Estados Unidos; o el Nahuelito, del lago Nahuel Huapi,
en Argentina)
(13)
, casi todos los continentes poseen
sus «reservas ecológicas» de criaturas prehistóricas y
gigantescas. El tamaño sigue constituyendo el principal
signo de alteridad, desde la época en que los gigantes y
los enanos poblaban la Tierra.
A fi nes del siglo XIX, y sin que la industria cinematográfi ca
desplegara sus millones de dólares y tecnología de
animación por computadora para revivir a las bestias de
la época Jurásica, mucha gente consideraba posible la
existencia de animales prehistóricos en remotos lugares
del mapa; sean éstos mamuts lanudos, pájaros gigantes
o brontosaurios africanos escondidos en pantanos del
Congo. En cada uno de estos casos se organizaron
expediciones para certifi car la existencia de los mismos;
y en todos los casos, también, se terminó por… no
encontrar nada.
De todos los animales desaparecidos, el mamut lanudo
(extinguido hace aproximadamente unos 10 000 años)
es el que mayor falsas certezas ha despertado. Quizás
se deba a que hace relativamente poco tiempo que
desapareció, si lo comparamos con los grandes saurios
del Mesozoico, borrados de la faz de la Tierra hace
más de 60 millones de años. De todas formas, sea el
margen cronológico que sea, lo cierto es que hacia 1899
mucha gente creía posible encontrar en las frías estepas
asiática, o en las heladas planicies de Alaska, a estos
enormes elefantes con pelo pastando tranquilamente. Se
organizaron expediciones para cazarlos. Se siguieron
Monstruo marino atacando un navío (Archivo)
(11)
Véase: Hermes Leal, Coronel Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Editorial Geraçao, Sao Paulo, Brasil, 1996.
(12)
Conan Doyle, A., op.cit., pp.74-75.
(13)
Véase: Cohen, Daniel, Enciclopedia de los Monstruos, Editorial Edivisión, México,
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historias fi cticias publicadas por diarios sensacionalistas;
e incluso, en 1918, un cazador ruso informó al cónsul
francés de Vladivostok sobre cierto mamut, que dijo
haber perseguido por el cinturón boscoso del Asia Rusa.
El descubrimiento de restos congelados de mamut, en
excelente estado de conservación, reavivaron la fantasía
y aún hoy en día se sigue especulando sobre la existencia
de los mismos en la Taiga
(14)
.
Hubo una época en que hasta las aves eran gigantescas.
El Didornis o Moa, por ejemplo, llegó a medir unos 3,7
metros de alto, y solía pasear su esbelta fi gura por la
espesura de Nueva Zelanda. No se sabe con exactitud
cuando se extinguió; pero todo hace suponer que los
aborígenes de las islas cazaron a este enorme pájaro
(semejante al avestruz actual), indiscriminadamente,
hasta el año 1300 d.c.; momento en que el último Moa
cayó muerto. Pero, en la década de 1830, un trafi cante
llamado J. S. Polack, brindó algunos informes sobre el
animal. Dijo haber visto sus huevos y escuchado que
aún vivían «en lo alto de las montañas». Otro ejemplar
de un Mundo Perdido resucitaba; y los testimonios sobre
su existencia, y las búsquedas que se desencadenaron, se
sostuvieron hasta 1878.
Las islas del Pacífi co sur, con su poco convencional
fauna, ayudaron al respecto.
Pero de todos los rincones del planeta, África fue
el Continente Misterioso preferido del siglo XIX.
Aventureros, funcionarios, cazadores de fortuna y
exploradores se fascinaron con las extensiones africanas,
con sus gentes tan distintas, con sus selvas y lugares
olvidados de la mano de Dios (del Dios cristiano, se
entiende). Allí también los grandes reptiles resurgieron
de sus fósiles y volvieron a caminar sobre el planeta.
Durante más de dos centurias se ha venido difundiendo
la noticia de que en África Central existe un animal
enorme, con fuertes garras, extensa cola, largo pescuezo
y nariz prominente, habitando los inexplorados pantanos
del Congo. Se cuentan de él historias increíbles, esas
que congregan a la gente y excitan la imaginación. Los
viajeros europeos del siglo pasado conocían de estas
preferencias y le dieron al público lo que el público
pedía: un reptil gigantesco, conocido por los congoleños
como el Mokele-Mbembe
(15)
.
Un relato temprano y popular de fi nes de la época
victoriana fue divulgado por el viajero y narrador de
exageraciones Alfred Aloysius Horn, quien siguiendo el
estilo tradicional escribió que: «Más allá de Camerún
viven cosas sobre las que no sabemos nada [...]. Dicen
que
Jago-Nini todavía se encuentra en los pantanos y los
ríos. Signifi ca ‘zambullidor gigante’. Sale del agua para
devorar a la gente. Los ancianos te dirán que lo vieron
sus abuelos, pero aún creen que está allí»
(16)
.
Este relato congolés fue y es creído todavía por toda una
legión de exploradores, autodefi nidos con el pomposo
título (no ofi cial) de criptozoólogos (buscadores de
animales extintos o desconocidos) que, desde hace
décadas, se siguen lanzando tras la elusiva bestia de los
pantanos.
A principios del siglo XX, y partiendo del supuesto
de que el animal era un dinosaurio, se fi nanciaron
expediciones que fracasaron a causa de las fi ebres, los
ríos y lo inaccesible de los lugares en los que el rumor
ubicaba al Mokele-Mbembe. Pero ese mismo fracaso era
el que mantenía viva la posibilidad futura de encontrarlo
y seguir conservando el convencimiento de su existencia.
Es una claro ejemplo de que «la esperanza es mucho más
fuerte que la experiencia». Una mera cuestión de fe, no
de ciencia —por más que el lenguaje aparente ser muy
científi co y técnico.
Según relata Daniel Cohen en Enciclopedia de los
Monstruos
, el criptozoólogo inglés Ivan Sanderson, en
1932, aseguró haber visto huellas grandes y oído ruidos
Hombre primitivo lucha contra monstruos prehistóricos.
(Frank Frazetta)
(14)
Ibíd, pp.56-58.
(15)
Véase:
Criaturas Misteriosas, Biblioteca Time Life, Editorial Atlántica SA., Buenos Aires, 1992
(16)
Citado por Daniel Cohen, op.cit., pág. 61.
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aterradores salir de las cuevas localizadas a orillas de un
río en el Congo. Esta experiencia se enlaza con la histo-
ria relatada por los miembros de la expedición alemana
del capitán Freiherr von Stein Lausnitz, quienes, antes
de 1914, también juraron escuchar hablar del dinosaurio
conocido como Mokele-Mbembe, en la región central de
África.
En cada una de estas expediciones el rumor cumplió
un rol protagónico destacado. Suscitando atracción y
repulsión, rechazó constantemente la verifi cación de
los hechos. Se alimentó de todo y no dudó en pasar del
estatuto del «se dice» al de la certeza. Si el monstruo
existía desde el comienzo no había más que buscar
sus rastros. Y se siguieron encontrando hasta entrada
la década de 1980. En esa oportunidad, el bioquímico
norteamericano Roy P. Mackal, recorrió con sus colegas,
James Powell y Richard Greenwell (todos reconocidos
«cazadores de monstruos»), las traicioneras extensiones
de los pantanos de Likouala, en la República Popular del
Congo, recogiendo informes sobre el enigma biológico
en cuestión. Ninguno pudo ver al Mokele-Mbembe.
Nadie jamás fotografi ó a uno o descubrió los restos de
un ejemplar muerto, pero todos saben que llega a medir
más de nueve metros de largo y que su comida favorita
es el fruto de la landolfi a, de sabor agridulce y semejante
a una bergamota
(17)
.
La lista de monstruos es infi nita. Los podemos catalogar
por tamaño, por comportamiento o por el hábitat en el
que viven (terrestres, lacustres, fl uviales y marinos).
Podemos dar descripciones ambiguas o pormenorizadas
de cada uno de ellos. Podemos reírnos, asustarnos o
descreer, pero nunca obviarlos. Han estado y seguirán
estando con nosotros, sobreviviéndonos. Son parte de la
«arquitectura fantástica del universo»
(18)
y caracterizan
«el viejo culto al misterio, que llegó a ser en muchos casi
una embriaguez
»
(19)
.
Los monstruos son imprevisibles, anómalos y, por lo
tanto, símbolos perfectos del peligro y el terror. Abren
un agujero de sentido; rompen las leyes; representan
la materialidad pura y lo orgánico. Carecen de moral
y encarnan el más arcaico de los temores humanos: la
fantasía de devoración
. Han desaparecido de muchos
continentes explorados, pero se niegan a abandonar la
imaginación del hombre. Siguen exigiendo su derecho
a estar. Y uno de los más persistentes al respecto es el
hombre salvaje de los bosques.
Hombres salvajes, Yetis y demás eslabones
perdidos
Las historias sobre hombres salvajes se proyectan en el
imaginario desde los más remotos tiempos. Su presencia
en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la fi gura de
Enkkidu (un semihumano que vive entre las bestias), y
datada en el segundo milenio antes de Cristo, es bastante
sugerente. Por su parte, la Edad Media tampoco olvidó
al hombre salvaje de los bosques (Homo sylvestris) y lo
representó de cientos de formas distintas haciendo resaltar,
en todos los casos, las características paradigmáticas de
la bestia con el objeto de confrontarla con el civilizado
habitante de la ciudad.
El salvaje es la otra cara de lo urbano, el lado negativo del
hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su estampa, esculpida
en las catedrales europeas desde el siglo XII, ha podido
perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas,
como las del Yeti o Pie Grande. Su hirsuta fi gura y sus
hábitos, muchas veces nocturnos, lo convierten en un
negativo de lo que nosotros somos. Marca contrastes y
evidencia, así mismo, el prejuicio racial que se derivó
(renovado) de la teoría evolucionista del siglo XIX. Al
respecto, el antropólogo Roger Bartra, en un excelente
estudio sobre el hombre salvaje, afi rma que el mito
—fuertemente arraigado en el arte y la literatura europea
desde el medioevo, como dijimos antes— tiene un
signifi cado aún más profundo, y el hecho de que haya
perdurado durante milenios es una prueba de ello. Para
Bartra, el hombre civilizado no ha dado un solo paso sin
ir acompañado de su sombra, el salvaje (el Otro) y si
bien muchos han creído que esa imaginería del salvaje
es una expresión del más acendrado imperialismo racista
Aparición de El Yeti en la pelicula La Momia 3 (Universal
Pictures
)
(17)
Criaturas Misteriosas, op.cit., pág. 55.
(18)
Díaz-Plaja, J., Los Monstruos y Otras Literaturas, Editorial Plaza y Janes SA., 1967, pág. 27.
(19)
Ibíd, pág. 29.
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el escéptico
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europeo, dicho autor prueba que la idea del Homo
sylvestris
es muy anterior a la gran expansión colonial
y que la idea es independiente del contacto con grupos
extraños y exóticos (para los occidentales, claro). No es
una emanación del colonialismo, sino una invención que
obedece a la naturaleza interna occidental y que ha servido
para asegurar y demarcar la identidad cultural de los
europeos. Delinean los límites externos de la civilización
gracias a la creación de territorios míticos, poblados por
marginales, bárbaros, enemigos y monstruos
(20)
.
El Hombre salvaje tienen por ámbito el bosque, la
montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una
relación muy diferente a la que el occidental tiene desde
los tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un
íntimo contacto con el reino animal (cuyo destronamiento
se inicia en el período Neolítico) sin dejar del todo de
pertenecer al universo de lo humano. Representa lo
inculto y, por ello, se lo suele ubicar en regiones poco
conocidas o exploradas. Simboliza el aspecto bestial del
ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo
por el cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder
combatirlo con mayor facilidad.
El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario),
es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de
legitimación para la tarea «civilizadora» del hombre
blanco y su ciencia. Pero al horror le sigue la fascinación
que el salvajismo despierta.
Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los bosques,
es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar
de ser un producto típico de la imaginación humana,
aguijoneó búsquedas verdaderas hasta la actualidad.
Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros
ocultos, el hombre salvaje encarna la fuerza, la rareza,
lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que
la imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo,
ejerciendo una acción conjunta que arrastra a la vivencia
de sucesos y lances extraños; en otras palabras, a la
aventura.
La explicación más popular sobre el origen de la creencia
en los hombres salvajes es la que dice que constituye un
vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo distante y
distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de
la selva; deidades que se ubicaban más allá de los límites
cultivados.
Otra teoría afi rma que estos seres son en realidad las
personifi caciones del anhelo del hombre civilizado por
liberarse de las restricciones del mundo moderno.
Finalmente, la última postura teórica sostiene que las
leyendas se inspiraron por el encuentro con un ser bípedo,
peludo y semihumano real, pero aún no identifi cado por
la ciencia
(21)
. Es ésta la que a nosotros más nos interesa
puesto que constituye la materia prima indispensable para
gran número de historias que extravagantes novelistas y
exploradores han difundido —y siguen difundiendo—
con gran éxito.
Nadie encontró nunca un espécimen de Yeti o Pie
Grande, disponible para que los biólogos y zoólogos lo
estudien. Los elusivos «yetis» —cabría decir lo mismo
de Nessie y demás monstruos de la criptozoología— sólo
se dejan mal fotografi ar (siempre de lejos) quedando así
confi nados al ámbito en el que siempre estuvieron: el de
la literatura de viajes, la novela y la imaginación
Pero las puertas permanecen abiertas, siguen sosteniendo
entusiastas creyentes.
Continuarán descubriéndose viejos sitios con nuevos
ojos y a ellos continuaremos transfi riendo todos aquellos
aspectos, preciados o despreciados, de nuestra propia
cultura. El imaginario se adaptará a las circunstancias por
venir, manteniendo siempre viva (en lo más profundo de
nosotros mismos) la posibilidad de seguir soñando con
otros mundos, con la diferencia, con lo ajeno. Porque
«[...] por más que algunos afi rmen que el mundo ha sido
explorado en su totalidad [...], la aventura bien podría
estar a punto de comenzar»
(22)
.
(20) Véase: Bartra, Roger, El Salvaje Artifi cial, Ensayos Destino, Editorial Destino, Barcelona, 1997; y Bartra, Roger, El Salvaje en el Espejo, Ensayos Destino,
Editorial Destino, Barcelona, 1996.
(21) Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18.
(22) Allen Bill, en National Geographic Society, Vol.2, Nº 2, febrero de 1998, pág. 1.
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