el esc
é
ptico
31
M
uchos científicos saben que investigar el cerebro
es más importante que investigar el alma; que vale
más la pena intentar descubrir una nueva especie
de insecto, que intentar descubrir a un nuevo demonio; que
es más urgente estimar los riesgos de un choque de meteorito
o el calentamiento global, que estimar la fecha de llegada
del Anticristo. Pero, extrañamente, estos mismos científicos
quieren dejar las cosas en su santo lugar. Y, si bien a muchos
probablemente les parecerá una tontería el tipo de cosas que
se estudian y discuten en las facultades de teología, no desean
sabotearlas. Siempre y cuando haya recursos financieros
destinados a los laboratorios, no hay mayor objeción a que
los teólogos tengan sus facultades.
Deseo retar este conformismo por parte de los científicos.
Los científicos sí presentan objeción a la alquimia,
la parapsicología, la astrología o la homeopatía, pero
extrañamente callan frente a la teología. Hoy, la teología ya
no es lo que fue en la Edad Media: la reina de las ciencias.
Pero, con todo, se sigue considerando una ciencia; o al menos,
se considera una disciplina que, si bien no es propiamente
científica, merece el mismo respeto académico que se le
confiere a la filosofía. Y si bien la teología está muy lejos
de compartir los criterios más elementales de la ciencia o de
una disciplina académicamente respetable, en muchísimas
de las grandes universidades de Occidente, desde Harvard y
Cambridge hasta Salamanca y Oxford, se incluyen facultades
de teología que conceden títulos universitarios con el aval
del Estado, en muchos casos supuestamente laico.
La palabra ‘teología’ significa el ‘estudio de Dios’. Pero,
inmediatamente aparece la primera dificultad con esta
disciplina: ¿cómo podemos estudiar algo que nadie ha visto,
oído, olido, tocado o sentido? La mayoría de los teólogos
considera que no necesitamos percibir o inferir a Dios para
estudiarlo. Antes bien, según ellos, debemos tener fe en
algunas cosas que se han dicho sobre él. Y, a partir de la fe en
esos postulados, podemos organizar nuestro conocimiento
respecto a Dios. Podemos, incluso, abstraer inferencias sobre
Dios, no propiamente a partir de la observación de algunos
Las facultades
de teología
deben desaparecer
Gabriel Andrade
Alegoría de la teología. Detalle de la cara sur del pedestal de la estatua de
Carlos IV de Luxemburgo en Praga. (foto: Wikimedia Commons)
D
ossier
el esc
é
ptico
32
hechos en el mundo, sino a partir de la aceptación de algunas
creencias por fe. En eso consiste la teología.
Fue así como el teólogo del siglo XI, Anselmo de
Canterbury, definió a la teología como ‘fides quaerens
intellectum’, la fe en busca de intelecto. La teología, lo
mismo que la biología, la física o la química, pretende ser una
actividad racional, y para ello, pretende emplear el intelecto.
Pero, a diferencia de la biología, la física o la química, la
teología no pretende partir de observaciones sobre el mundo.
Nunca he visto un experimento o laboratorio teológico. La
teología parte de la premisa de que Dios se ha revelado a un
grupo de personas, y que esa revelación divina ha quedado
registrada en las escrituras sagradas. Eso es, por así decirlo,
la ‘materia prima’ de la teología. El resto, es una elaboración
sistemática de las doctrinas que supuestamente proceden de
la revelación original.
Urge apreciar la diferencia fundamental entre una ciencia
genuina, como la biología o la astronomía, de una disciplina
claramente no científica, como la teología. Ninguna ciencia
genuina acepta ninguna doctrina sobre las bases de la
autoridad. ¿Sabemos que ocurre la evolución por selección
natural sencillamente porque san Darwin así lo dice?
¡No! Cualquier persona que observe la sobrepoblación,
la variabilidad y la herencia, así como las evidencias que
proceden de los fósiles, el ADN y las semejanzas anatómicas,
podrá verificar por cuenta propia que, en efecto, la evolución
por selección natural ocurre.
Pero, no ocurre lo mismo con la teología. ¿Cómo sabemos
que Dios es una esencia en tres personas? No hay nada que
podamos observar en el mundo, que nos permita suponer que
Dios, si acaso existe, es una esencia en tres personas. Los
teólogos han ofrecido complejísimas explicaciones sobre la
naturaleza exacta del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero,
al final, ninguna de estas explicaciones reposa sobre hechos
que cualquier persona puede observar por cuenta propia.
Todas estas explicaciones derivan de una aceptación por fe
de la enseñanza sobre la Trinidad.
La teología, a diferencia de la ciencia, es dogmática. Un
dogma es una creencia que, según quienes la promulgan, no
Los científicos sí presentan obje-
ción a la alquimia, la parapsico-
logía, la astrología o la homeo-
patía, pero extrañamente callan
frente a la teología.
El rector y un vicerrector de la UGR en la apertura de curso de la Facultad de Teología.
el esc
é
ptico
33
Urge apreciar la diferencia fun-
damental entre una ciencia
genuina, como la biología o la
astronomía, de una disciplina
claramente no científica, como
la teología
puede ser cuestionada ni sometida a verificación. Se trata,
más bien, de una creencia que debe aceptarse sobre las
bases de la fe. Los científicos que aceptan la evolución por
selección natural no lo hacen por el mero hecho de que El
origen de las especies así lo dice; en cambio, los teólogos
que aceptan que Dios es una esencia en tres personas sí
lo hacen por el mero hecho de que la Biblia así lo dice. El
científico prescinde de la fe en su conocimiento del mundo:
todo cuanto pretende conocer, lo hace por la observación
directa, o por alguna inferencia racional derivada de algunos
hechos observados directamente. El teólogo parte de la fe
para intentar conocer a Dios: todo cuanto pretende conocer
procede de algunas enseñanzas dogmáticas.
Aceptar un dogma, o creer algo sobre las bases de la
autoridad, es sumamente problemático. ¿Por qué debo
aceptar la autoridad del Papa, en vez de la del Patriarca de
Constantinopla? ¿Por qué debo aceptar como revelada la
Biblia, y no el Corán? Si deseamos que nuestros enunciados
sean tomados en serio, debemos ofrecer alguna justificación
para ellos. Y, apelar a la autoridad, o al sentimiento subjetivo
de la fe, no sirve como justificación. Nuestras opiniones
deben estar respaldadas con algún indicio que permita
suponer que, en efecto, son verdaderas o plausibles. De lo
contrario, nuestras opiniones serían charlatanería, meras
especulaciones que no merecen ser tomadas en serio.
Por supuesto, hay teólogos muy inteligentes que han
sistematizado muy elocuentemente sus enseñanzas. Pero, el
hecho de que unas enseñanzas estén muy bien sistematizadas
y guarden coherencia interna no las hace racionales, mucho
menos verdaderas. La mitología griega puede ser muy
sistematizada, pero no por ello sus narrativas son reales. Pues
bien, la teología es algo así como un conjunto de cuentos
fantásticos. Estos cuentos pueden ser muy bellos y muy
interesantes, pero no son reales. Proceden de la imaginación
de quienes los narran, no de una investigación rigurosa de la
realidad. Las enseñanzas de la teología son inventos (muy
ingeniosos, por lo demás), pero no se refieren a algo real.
Por ello, la teología está mucho más cerca de la literatura
fantástica o de ciencia ficción, que de la filosofía o la ciencia.
Es por ello que el teólogo no tiene cabida en la academia.
Es fácil, no obstante, confundir a la teología con otras
disciplinas que sí son pertinentes, y merecen un sitial en
la academia. La historia de la teología, enmarcada en la
historia de las ideas, es sumamente importante. Pero, urge
apreciar que la teología no es lo mismo que la historia de
la teología. La comparación con la astrología es ilustrativa.
Hay estudios muy serios sobre la astrología, pero éstos se
hacen desde una perspectiva histórica: ninguno de estos
estudiosos efectivamente cree que los astros inciden sobre el
destino. Pues bien, el estudio de la teología sería aceptable
si fuese estrictamente histórico. Con todo, el problema
es que las facultades de teología no pretenden limitarse a
estudiar la historia del discurso sobre Dios. Los miembros
de las facultades de teología quieren estudiar la historia del
discurso sobre Dios, para luego ellos mismos pronunciarse
sobre Dios.
La investigación aceptable de los fenómenos religiosos es
aquella que parte de lo que podemos llamar un ‘secularismo
metodológico’. No es académicamente aceptable estudiar
una sesión de evangélicos pentecostales asumiendo que,
realmente el Espíritu Santo se está apoderando de quienes
supuestamente empiezan a hablar otras lenguas.
Los profesores de mitología griega no creen en los
dioses del Olimpo. Pues bien, los profesores de los textos
bíblicos tampoco necesitan creer en los dogmas de la
religión cristiana. De hecho, el no formar parte de la religión
cristiana les permite enriquecer su estudio, en la medida en
que se libran del velo protector frente a la crítica racional.
Lamentablemente, la opinión común es que los expertos en
los textos bíblicos deben ser teólogos. Y, con esto, se confunde
el ‘estudio de Dios’ (teología), con las disciplinas encargadas
de estudiar los textos y fenómenos religiosos. Urge saber
distinguir entre el estudio de la representación de Dios (y,
acá abarca la sociología, la psicología, la antropología, la
crítica literaria), y el estudio de Dios propiamente. El primer
tipo de estudio es sumamente pertinente, el segundo debe
desaparecer de las universidades.
Es lamentable que aun en universidades del calibre
de Harvard, no exista una distinción departamental entre
“Estudios de la religión” y “Teología”. De nuevo, es urgente
elaborar esa distinción. La relación entre el estudiante secular
de la religión y el teólogo es más o menos la misma que la
existente entre el biólogo y la rata de laboratorio. En ambos
casos, los principios metodológicos de la ciencia sirven a los
primeros para estudiar a los segundos. El teólogo puede ser
objeto de estudio en una universidad, pero él mismo no debe
ser parte del personal académico de la universidad.
Las universidades han ido expulsando cada vez más
las cátedras dedicadas a la enseñanza de supercherías.
Cuando, en alguna ocasión, una universidad ofrece un
curso sobre homeopatía, la comunidad de escépticos salta
inmediatamente a protestar. Pero el silencio es ensordecedor
cuando se trata de la teología. Hay objeción a la enseñanza
universitaria de que las dosis diluidas de un mal sirven para
curar a ese mismo mal; pero, no hay objeción a la enseñanza
universitaria de que el creador del universo se hizo hombre
hace veinte siglos, o que la madre de ese mismo creador
subió al cielo en carne y hueso. Por eso, mi esperanza no es
sólo que comprendamos que muchas de estas creencias son
irracionales, sino también que los Estados no deben dirigir
fondos públicos a enseñarlas en las universidades públicas;
ni siquiera deben ofrecer su aval institucional en los títulos
de teología. Por supuesto, no propongo perseguir a nadie
que enseñe teología. Pero esta enseñanza debe hacerse del
mismo modo en que se enseña la astrología, la alquimia o
el feng shui: en centros privados que no cuenten con ningún
aval universitario.