el esc
é
ptico
10
otoño 2016
E
n el Skeptical Inquirer más reciente que me ha lle-
gado (marzo-abril 2016) hay un artículo que me ha
llamado la atención, pues desconozco totalmente si
el concepto de raza es un mito o tiene algún significado
concreto.
Yo tenía entendido que, efectivamente, se trataba de un
concepto erróneo, pero tampoco podría argumentarlo mu-
cho más allá; justo lo suficiente para dejar clara mi postura
antirracista. Las razas humanas no existen, pensaba; todos
procedemos de África y, en el transcurso de la historia, he-
mos viajado por el globo adaptándonos a las peculiaridades
de las zonas (por el clima, primordialmente) que nos han
conformado con las diferencias apreciables a simple vista.
El principio del artículo proporciona argumentos en con-
tra de la existencia de este concepto de raza, desde que el
antropólogo Ashley Montagu declarara ya en 1942 que este
es «el mito más peligroso del hombre», y que Craig Venter
demostrara en 2000 que tampoco tiene ninguna base ge-
nética.
Lo cual me satisface, porque valida mis argumentos. Lo
M
undo escéptico
Razas humanas
¿Un concepto genérico, o simplemente ético?
Sergio López Borgoñoz
Mosaico de la diversidad humana. Museo Nacional de Antropología de México. (Foto: Wikimedia Commons)
el esc
é
ptico
11
otoño 2016
que yo no sabía es que, sin embargo, hay científicos que
aún persisten en ello. Nicholas Wade, a quien no se le pue-
de acusar de racista, y él mismo condena la idea expresa-
mente, encuentra claros argumentos a favor de la existencia
de las razas (o subespecies, que para este caso sirve igual);
Wade sabe perfectamente que la gran mayoría de antropó-
logos o genetistas lo niegan.
Al margen de las pruebas más o menos elaboradas que
encuentra y somete al escrutinio científico, los científicos
se encuentran según él en una encrucijada, padeciendo un
cuadro agudo de corrección política o paternalismo. Se tra-
taría de una proposición absolutamente inabordable, ya que
su mera propuesta obligaría a establecer comparaciones y
a comprobar qué porcentaje de diferencias corresponde a
la cultura, y cuánto a la genética (diferencias estas últimas
que encuentra sumamente improbables, por otra parte).
Los límites éticos de la ciencia
Y este es el punto donde yo quería llegar; porque, ¿se
está impidiendo (formal o informalmente) la investigación
en ciertas áreas por «temor» a que aparezcan indicios que
confirmen la «superioridad» intelectual media de una raza
sobre otra? Pero claro, antes deberíamos haber definido es-
pecíficamente a qué nos referimos con superioridad inte-
lectual y ser capaces de determinar diferencias entre:
● procesado y relaciones de datos (inteligencia)
● almacenamiento en nuestro HDD (memoria)
● adquisición a través de nuestra interfaz con el mundo
físico (sentidos).
Es decir, si fuera factible establecer fuera de toda duda y
controversia que:
● las razas existen
● no todas son iguales intelectualmente.
¿Se realizaría este tipo de investigación? ¿Se subvencio-
naría con fondos públicos? ¿Podrían participar investiga-
dores africanos, indios, árabes o asiáticos? ¿Nos podríamos
llevar una gran sorpresa los blancos (caucásicos indoeuro-
peos) con las conclusiones? Particularmente, creo que no
me llevaría ninguna decepción. No estoy especialmente or-
gulloso de pertenecer a esta «raza» (si acaso), ni a ningún
colectivo determinado. Pero conozco gente que sí lo está.
Incluso aunque individualmente no seamos distintos y
que, de haber algún tipo de diferencia, solo se perciba en
estructuras sociales (como defiende Wade), quizá el sesgo
de confirmación (esto es, solo tener en cuenta aquellos re-
sultados que confirman la hipótesis y despreciar aquellos
que la refutan) permitiría que algunos racistas enarbolaran
la cuestión haciendo un estandarte de este asunto, ampara-
dos en la ciencia.
Hasta ahora hemos hablado de razas; pero, ¿qué pasaría
si cambiáramos el objeto de análisis por el del sexo? El di-
morfismo sexual es habitual en muchas especies, y la mera
diferencia en nuestros caracteres físicos podría entrañar
—o no— alguna diferencia en nuestro intelecto. Afortuna-
damente (?), hasta ahora nadie (que yo sepa) lo ha hecho,
ni la ciencia está tan desarrollada como para detectar su-
tiles diferencias en la media. Pero de poderse, ¿se haría, o
tendríamos algún tabú que nos lo impidiera? ¿Acabaríamos
concluyendo con el tópico «cada uno es inteligente a su ma-
nera»? ¿Daría carta blanca al machismo o al hembrismo?
S
ergio amó profundamente la ciencia. Y de entre las
ciencias siempre le apasionó la astronomía, el cono-
cimiento del Universo, sobre todo la forma en que lo
infinto, lo lejano, lo sorprendente o sobrenatural se convertía
en naturaleza, se medía y cartografiaba... Sabía que tan im-
portante como avanzar en el conocimiento era vivir en una
sociedad que fuera partícipe de ese avance, que lo pudiera
conocer y, así, valorar. En sus trabajos de divulgación, en sus
empresas para conseguir nuevos medios para la comunica-
ción científica, desde editar una revista impecable y sorpren-
dente a crear mundos en la cúpula de un planetario, Sergio
supo además crear equipos, redes, aprovechar una familia
tan poderosa como creativa, y acabó por convencernos a to-
dos de que era posible hablar de ciencia, y de razón; trabajar
por una sociedad más libre y más crítica. El camino que nos
deja Sergio es amplio, aunque recorrerlo ahora sin él no será
tan amable y divertido. Le echamos mucho de menos, aun
sabiendo que él nunca se habría permitido desfallecer en una
circunstancia así. Pienso que el mejor homenaje que podemos hacer en su recuerdo es seguir tra-
bajando por lo que él estuvo trabajando tantos años.
Javier Armentia
Sergio López Borgoñoz (foto: Xurxo Mariño)