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Invierno 2018/19

Un científico en el país de las maravillas:   

Cuando la verdad duele

Autor: Edzard Ernst

Editorial: Next Door Publishers, 2018

Colección El Café Cajal

Orig: 

A Scientist in Wonderland

.

Trad.: Fernando López-Cotarelo

Prólogo

 

La victoria de la ciencia sobre los atajos del cerebro

Vivimos tiempos extraños, tiempos en los que la 

verdad se ha puesto de moda, pero para llevarle la 

contraria, para ponerle apellidos y prefijos. Los pre

-

juicios personales han logrado imponerse demasiadas 

veces a los hechos. Los datos siempre pueden ser dis-

cutidos, pero usando elementos contrastables y, sobre 

todo, aportando pruebas. Todo eso parece haberse 

roto. Si tú dices que eso es una mesa, yo digo que 

son treinta millones de unicornios... y los dos tenemos 

derecho a que sea atendida nuestra versión y además 

en igualdad de condiciones. Los medios y las redes 

abruman de tal forma a los ciudadanos que cada uno 

puede bañarse en el tsunami de infoxicación que más 

le interese y disfrutar de su burbuja sin molestas diso-

nancias. No hablo solo de política. En la salud están 

funcionando los mismos mecanismos, tan absurdos 

como terribles, que han perturbado algunos procesos 

democráticos. El cuestionamiento de toda autoridad 

(médica), la deslegitimación de los expertos (en favor 

de los charlatanes), la búsqueda de esquemas perso-

nales que sirvan para explicar el mundo (al margen de 

la ciencia), el ombliguismo antisocial (como el caso 

de los antivacunas), los relatos falsos, las 

fake news

las informaciones inventadas a las que la única credi-

bilidad que se les reclama es que encajen con nues-

tros prejuicios. El mundo de la salud, la medicina y 

el bienestar se ha convertido en un campo de batalla 

permanente en el que, de pronto, las creencias perso-

nales desempeñan un papel fundamental e inesperado. 

El 

amimefuncionismo

 («a mí me funciona» tal o cual 

tratamiento sin aval científico) es el 

trumpismo

 sanita-

rio. Da igual que mi organismo se vaya al garete, que 

mi país se desmorone, lo importante es mantener mi 

visión de las cosas. Lo que necesito es que el político 

de turno me diga que la culpa es de los inmigrantes y 

que sin ellos se solucionarán mis desdichas laborales; 

que el falso médico me diga que puedo curarme un 

cáncer con remedios sencillos, sin sacrificios, arrinco

-

nando un problema emocional o tomando vitaminas. 

La homeopatía es solo una de las ciento cuarenta 

pseudoterapias que tiene catalogadas el Ministerio de 

Sanidad español, una más de las docenas de técnicas y 

prácticas que se atribuyen capacidades curativas que 

no han sido capaces de demostrar. Es más, la homeo-

patía no solo no ha probado que pueda curar: es que 

ni siquiera ha mostrado cómo podría hacerlo. Sus de-

fensores no han podido explicar qué inaudito sende-

ro medicinal llevaría a esas bolitas de azúcar a curar 

enfermedades. La homeopatía se ha convertido en el 

tablero de juego de muchas de estas partidas dialéc-

ticas de las que hablábamos más arriba: los hechos y 

las percepciones, los datos y las voluntades, la ciencia 

y la creencia. Pero hubo un tiempo en que ni se plan-

teaba este debate, en que nadie ponía sus fichas en el 

tablero para enfrentarlas a las bolitas de azúcar. 

El caso de Edzard Ernst es quizá el ejemplo más 

interesante que uno se pueda encontrar en la histo-

ria reciente de alguien que logra superar un sesgo tan 

personal, tan íntimo como el sistema de creencias que 

una madre puede inculcarle a un hijo. Porque Ernst, al 

que conocemos por haber sido durante muchos años 

el azote solitario de las pseudociencias, fue educa-

do en las bondades de la homeopatía. Le pusieron el 

nombre de un curandero del que su madre era devota. 

«La medicina alternativa siempre estuvo ahí, a mi al-

rededor. Y me sentía perfectamente cómodo con ella», 

dice Ernst al comienzo de sus ejemplares memorias. 

Siguiendo la estela de su madre y de su padre, médico, 

terminaría en un hospital homeopático nada más aca-

bar su formación en medicina. «Basándome en esta 

temprana experiencia personal, yo tenía la impresión 

de que a menudo la homeopatía era eficaz», escribe. 

Su trabajo en ese hospital le permitiría dar respuesta a 

la siguiente paradoja: ¿cómo pueden funcionar estos 

remedios homeopáticos si en las clases de farmacolo-

gía de la facultad explican que los principios de la ho-

meopatía son un completo disparate? El joven Ernst 

se hacía preguntas. Sería el primero en responderlas 

con firmeza. 

En los últimos años han cosechado una gran popu-

laridad la psicología conductual y algunos de sus pio-

neros, como el Nobel Daniel Kahneman. En sus traba-

jos, estos psicólogos nos han mostrado cómo funciona 

el cerebro humano al tomar decisiones. Y resulta que 

muchas de las decisiones ya han sido tomadas de an-

temano: nuestro cerebro está predispuesto a rechazar 

todo aquello que «discuta» su sistema de creencias. 

Si recibe un nuevo dato, el cerebro se encarga de ha-

cerlo encajar en su esquema mental, con calzador si 

es necesario, o bien lo rechaza negando su veracidad. 

Es lo que se conoce como sesgos cognitivos: mecanis-

mos que usamos para engrasar la masa gris, evitando 

que el roce con la realidad haga que salten chispas 

en nuestras neuronas. Esto provoca que incluso llegue 

a ser contraproducente usar datos contrastados para 

intentar sacar a alguien de su error. En muchas oca-

siones se desencadena el efecto 

backfire

 («tiro por la 

culata»)  provocando  que  el  sujeto  se  encierre  toda

-

vía más en su discurso al rechazar la información que 

desmonta su manera de pensar. 

Ernst, que no tenía ni idea de lo emocional y politi-

zado —ahora diríamos 

polarizado

— que estaba el de-

bate en torno a la medicina alternativa, se hizo con un 

puesto precisamente para estudiarla. Fue cuando com-

S

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prendió que la ciencia debe ser «crítica» a pesar de lo 

que opinaban sus colegas en el mundo de la medicina 

alternativa, que no sentían la necesidad de cuestionar 

ni comprobar sus tradiciones, ideas y postulados. Ahí 

este investigador novato se encontró con el primero 

de sus problemas: cómo poner a prueba una pseudo-

terapia. Uno de los pasajes más divertidos del libro 

es la narración que hace el propio Ernst de cómo fue 

diseñando los ensayos clínicos para que fueran ho-

mologables, con doble ciego, con grupo de control, 

etc. Con una pastilla es fácil medir el efecto place-

bo dándoles a los pacientes una píldora falsa que no 

contenga ningún medicamento. Pero ¿cómo medir el 

efecto placebo con tipos que aseguran curar mediante 

imposición de manos? Cuando Ernst empezó a atinar 

en el diseño de sus estudios, encontró el segundo (y 

mayor) de sus problemas: la resistencia, primero, y la 

radical oposición, después, de los propios curanderos 

y pseudoterapeutas a quienes quería estudiar. Estos 

personajes  «jugaban»  a  la  ciencia  y  a  la  medicina, 

hasta que Ernst descubrió que sus planteamientos y 

actitudes eran más propios de las religiones: el dogma 

del País de las Maravillas no se pone en duda. 

Y así, prácticamente solo, contra viento y marea, 

sin conocimientos previos sobre cómo plantear estos 

ensayos clínicos, Ernst fue construyendo un corpus 

científico que iba desmontando poco a poco las men

-

tiras de la pseudociencia. Y lo que quizá es aún más 

interesante, fue tumbando con su propio trabajo las 

creencias que su madre le había inculcado. Pasó de 

ser un joven médico homeópata al mayor azote de esa 

falsa medicina. Así, Ernst logró quizá el éxito más 

poderoso: que un cerebro cambiara por completo su 

sistema de creencias a la luz de las evidencias que iba 

recopilando. Si un cerebro humano pudo, todos pode-

mos. Hay esperanza. 

Javier Salas 

Periodista científico