background image

el esc

é

ptico

17

Otoño 2019

se devanaban los sesos buscando remedio para el he-

cho irreversible. Fue la tía Margarita quien sin querer 

procuró  la  solución.  Era  la  tía  Margarita  mujer  fre

-

cuentadora obsesiva de herbolarios y parafarmacias, y 

cliente compulsiva de magos, nigromantes y videntes 

televisivos con los que se dejaba una pasta gansa que 

no tenía. Gustaba también de contar a quien quisie

-

ra oírlo las bondades de los tratamientos a los que se 

sometía para sus imaginarios males y su nada imagi-

naria decadencia. En una de sus múltiples matracas 

familiares, glosó con gran convencimiento las ma-

ravillas de unas píldoras milagrosas que, fabricadas 

con raspaduras repetidamente diluidas de una pata de 

pollo  tomatero,  resultaban  portentosamente  eficaces 

para esas arrugas que aparecen con la edad en las co-

misuras de los ojos. El secreto radicaba, declaraba, en 

coger un poquito de algo malo y convertirlo en bueno 

por obra y gracia de una milenaria técnica latina, cuyo 

nombre  leyó  sacando  un  papel  de  su  bolso: 

similia 

similibus curantur

,

 

anunció con el orgullo de quien 

se siente iluminado por el conocimiento arcano. Lo 

inventó un romano que se llamaba Samuel, de los de 

antes de Cristo, concluyó satisfecha. Nada parecía ha

-

cerle dudar a pesar de lo que el espejo debía revelarle 

cada mañana, y cambiando de tema pasó a comentar 

el horóscopo correspondiente a ese día.

El padre de la criatura se había quedado empero 

con la copla, y no paraba de darle vueltas. El chico 

muy listo no parece, se decía; si pudiera darle alguna 

píldora de esas, ahora que por su temprana edad toda-

vía estamos a tiempo, tal vez acabará siendo un sabio 

benefactor de la humanidad, o líder mundial como el 

coreano ese del que hablan, y que tiene a todo su país 

metido en el bolsillo... Estaba claro que ese remedio 

concreto no se había inventado todavía; de lo contra-

rio, estaría en las farmacias. Así que antes de nada de

-

cidió documentarse, buscando en internet las palabras 

mágicas del romano antiguo ese.

Al parecer, todo consistía en coger la materia prima 

necesaria y disolverla mucho, hasta que se obrara la 

transformación. El problema, claro, era qué materia 

prima: si para las patas de gallo de la tía hace falta un 

pollo —se dijo— para hacer inteligente a un mengua

-

do hará falta un tonto. Tonto es el que dice tonterías, 

y los que dicen más tonterías son los que salen por la 

tele, pensó. Pensado y hecho, se ocultó de madrugada 

en los alrededores del estudio, a la espera del primer 

tertuliano que saliera. Seguro de la legitimidad de su 

causa y de que el elegido no estaría por la labor de 

convertirse en donante, optó por un expeditivo estaca-

zo que le permitió disponer de sangre abundante, a la 

vez que, sin ser consciente del efecto colateral, libraba 

a la audiencia de semejante caspa.

Cuando la policía lo detuvo en la cocina de su casa, 

se hallaba en pleno proceso de dilución, que quedó 

inconcluso alrededor del vigésimo trasvase. Esposa

-

do en el coche celular, camino del manicomio, se oía 

al desdichado murmurar húmedos los ojos: hijo mío, 

decía con un hilo de voz, qué será del pobre ahora…