el esc
é
ptico
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Otoño 2019
se devanaban los sesos buscando remedio para el he-
cho irreversible. Fue la tía Margarita quien sin querer
procuró la solución. Era la tía Margarita mujer fre
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cuentadora obsesiva de herbolarios y parafarmacias, y
cliente compulsiva de magos, nigromantes y videntes
televisivos con los que se dejaba una pasta gansa que
no tenía. Gustaba también de contar a quien quisie
-
ra oírlo las bondades de los tratamientos a los que se
sometía para sus imaginarios males y su nada imagi-
naria decadencia. En una de sus múltiples matracas
familiares, glosó con gran convencimiento las ma-
ravillas de unas píldoras milagrosas que, fabricadas
con raspaduras repetidamente diluidas de una pata de
pollo tomatero, resultaban portentosamente eficaces
para esas arrugas que aparecen con la edad en las co-
misuras de los ojos. El secreto radicaba, declaraba, en
coger un poquito de algo malo y convertirlo en bueno
por obra y gracia de una milenaria técnica latina, cuyo
nombre leyó sacando un papel de su bolso:
similia
similibus curantur
,
anunció con el orgullo de quien
se siente iluminado por el conocimiento arcano. Lo
inventó un romano que se llamaba Samuel, de los de
antes de Cristo, concluyó satisfecha. Nada parecía ha
-
cerle dudar a pesar de lo que el espejo debía revelarle
cada mañana, y cambiando de tema pasó a comentar
el horóscopo correspondiente a ese día.
El padre de la criatura se había quedado empero
con la copla, y no paraba de darle vueltas. El chico
muy listo no parece, se decía; si pudiera darle alguna
píldora de esas, ahora que por su temprana edad toda-
vía estamos a tiempo, tal vez acabará siendo un sabio
benefactor de la humanidad, o líder mundial como el
coreano ese del que hablan, y que tiene a todo su país
metido en el bolsillo... Estaba claro que ese remedio
concreto no se había inventado todavía; de lo contra-
rio, estaría en las farmacias. Así que antes de nada de
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cidió documentarse, buscando en internet las palabras
mágicas del romano antiguo ese.
Al parecer, todo consistía en coger la materia prima
necesaria y disolverla mucho, hasta que se obrara la
transformación. El problema, claro, era qué materia
prima: si para las patas de gallo de la tía hace falta un
pollo —se dijo— para hacer inteligente a un mengua
-
do hará falta un tonto. Tonto es el que dice tonterías,
y los que dicen más tonterías son los que salen por la
tele, pensó. Pensado y hecho, se ocultó de madrugada
en los alrededores del estudio, a la espera del primer
tertuliano que saliera. Seguro de la legitimidad de su
causa y de que el elegido no estaría por la labor de
convertirse en donante, optó por un expeditivo estaca-
zo que le permitió disponer de sangre abundante, a la
vez que, sin ser consciente del efecto colateral, libraba
a la audiencia de semejante caspa.
Cuando la policía lo detuvo en la cocina de su casa,
se hallaba en pleno proceso de dilución, que quedó
inconcluso alrededor del vigésimo trasvase. Esposa
-
do en el coche celular, camino del manicomio, se oía
al desdichado murmurar húmedos los ojos: hijo mío,
decía con un hilo de voz, qué será del pobre ahora…