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denta, sabia y única, graciosamente les apodó, decían 

que ellos aún podían reflexionar y preguntarse cosas 

porque podían ser contrarios a los mandatos de La 

Presidenta, sabia y única. Muchos fueron ingresados 

en los Centros de Reintegración a la Verdad o CRV, 

pero ellos son los que se resisten a ver la verdad, y por 

eso siguen allí dentro.

Esos «esquiladores» eran personas contrarias a la 

felicidad, que buscaban alejar de nosotros el abrigo 

protector que nos daba La Presidenta, sabia y única, 

con sus perfectas leyes. ¿Quién buscaría acercarse a 

lo contrario de la afirmación? ¿Cómo puedes ser con

-

trario  a  la  felicidad  y  aun  así  vivir?  ¿Cómo  puedes 

vivir en un mar de dudas y contradicciones? Con lo 

bueno que es vivir siempre en el camino del sí, apar-

tando  a  un  lado  el  camino  contrario,  para  ser  feliz. 

Una vida sembrada de problemas es igual a una vida 

contraria a la felicidad.

Como La Presidenta, sabia y única, dice: «La ig

-

norancia es la felicidad». Estoy de acuerdo. Todo es 

felicidad con ella.

Vuelvo a casa después de mi delicioso café. En la 

calle veo cómo un grupo de la Brigada de Cuerpos 

Sísíes intentan dialogar con una bella mujer que ha 

dicho el adverbio contrario a la afirmación. Los diá

-

logos últimamente se han vuelto más eficaces, porque 

consiguen convencer a los ciudadanos de ingresar en 

los  CRV  solamente  con  un  par  de  toques  de  porra. 

Todo es tan bonito.

Mi madre siempre me decía que yo era una persona 

muy feliz pero un poco ignorante, ahora me gustaría 

decirle que soy muy feliz y sé mucho más que ella.

Ya hace tiempo que el reflexionar está lejos de mi 

vida,  como  aconsejaba  La  Presidenta  para  una  vida 

mejor en su obra maestra. Conseguí alejar esos hábi

-

tos contrarios a lo bueno como el dudar o el pensar. 

Hacían de mi vida una continua lucha.

Ya he llegado a mi bello hogar. El puente que cruza 

el río otorga cobijo a tantísimas personas que ya so

-

mos como una familia. Todos fieles seguidores de La 

Presidenta, sabia y única, que recompensará nuestra 

lealtad el día del Juicio donde los desertores pagarán 

por su contrariedad a la felicidad con su vida.

Ese día todo será tan perfecto...

Accésit:

 EL PSIQUIATRA

José Javier del Villar 

(Zaragoza)

El  doctor  Cifuentes  comenzaba  siempre  la  jor

-

nada  de  trabajo  paseando  desde  la  entrada  hasta  su 

despacho al final del pasillo. Por el camino saludaba 

al guardia de seguridad y a su ayudante, la doctora 

Benavente.

En el recorrido se encontraban a ambos lados las 

celdas de los pacientes. La doctora Benavente le sa

-

ludó y le entregó los informes del día con las tareas 

programadas. Los objetivos de su investigación eran 

el pensamiento analítico y el procesamiento de la in-

formación por parte del cerebro en los enfermos psi-

quiátricos. Durante el día iba a estar muy ocupado con 

diversas reuniones y revisiones a pacientes. También 

debía encargarse de ajustar la medicación de algunos 

casos  inestables.  Se  encontraba  plenamente  cualifi

-

cado para hacerse cargo de aquellas tareas de modo 

rutinario.

Al  final  del  día  debía  abordar  el  caso  más  grave 

que tenían en la Institución. Era a la vez una suerte 

y una desgracia tener allí aquel paciente tan extraño. 

Permitía observar el caso más extremo y sus graves 

consecuencias y al mismo tiempo era frustrante ob-

servar que los continuos tratamientos, cada vez más 

radicales, fracasaban una y otra vez sin conseguir los 

más mínimos progresos hacia una cura o al menos una 

mejoría por leve que fuese.

Junto con las tareas del día le entregaron un sobre 

cerrado y sellado. Era la respuesta. Nervioso, descu

-

brió que le habían autorizado para aplicar el trata-

miento más radical. Era tan buena noticia que decidió 

alterar sus tareas y dedicarse a ello inmediatamente.

—Traed el medicamento que guardamos bajo llave 

en la caja fuerte —pidió tratando de mostrar una fir

-

meza en la voz que ocultase su nerviosismo. La doc

-

tora Benavente intuyó lo que iba a suceder y le pidió 

asistir. Se lo concedió. Así tendría un testigo más del 

triunfo de la ciencia.

Se dirigió a la última celda ocupada. Peso, medi

-

da, altura, anchura, profundidad, velocidad, momento 

de inercia, integración, teoría de cuerdas, Nietzsche, 

Foucault, Kuhn, Heidegger; el pensamiento analítico 

y la razón eran sus guías morales y su biblia. Gente 

como él no debía admitir nada de lo que no tuviese 

pruebas palpables e indiscutibles. Muchas veces in

-

cluso  las  pruebas  más  fiables  eran  engañosas  y  era 

necesario descubrir la realidad detrás de las patrañas.

El paciente de la doscientos diecisiete era un em-

buste que había durado demasiado tiempo.

Javier, el enfermero, le alcanzó con el tratamiento 

y se lo entregó. Cargó el instrumental con una dosis y 

comprobó que funcionaba correctamente. Llegaron a 

la puerta. Inspiró hondo durante un segundo y pidió al 

celador que la abriese.

El paciente estaba como casi siempre levitando a 

Marta Morcillo, ganadora del primer premio, recogiéndolo de manos de nuestro 

socio Jesús López Amigo durante una sesión de Escépticos en el Pub Valencia.

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un metro del suelo. La cadena que anclaba su tobillo 

evitaba que pudiese alcanzar la ventana. Los delirios 

del paciente eran tan agudos que alteraban la percep-

ción de quienes le rodeaban como si su mal se trans-

mitiese a las personas cercanas, pero el efecto termi-

naba al abandonar su compañía. Incluso pervertía los 

instrumentos de medida a su alrededor.

El paciente se giró y le miró. Sonreía como siem

-

pre.  Ni  siquiera  dosis  altas  de  torazina  alteraban  su 

comportamiento.

El celador tiró de la cadena plegándola haciendo 

que bajase al suelo.

—Nada ha funcionado —dijo el doctor Cifuentes 

al paciente—. Me han autorizado a usar el método de

-

finitivo.

Quitó el seguro de la escopeta, amartilló y apuntó 

con cuidado. Disparó.

A esa distancia no podía fallar. El disparo atravesó 

ropa, piel y músculos empujando junto con el estruen

-

do del arma el cuerpo del paciente.

Al sentirse morir sanaría por lo menos durante los 

últimos instantes de su vida dándose cuenta de la ver-

dadera naturaleza del mundo real.

Pero seguía sonriendo, manchado de sangre y he

-

rido. Tenía que estar muerto pero comenzó otra vez a 

flotar, víctima de sus delirios. Al preguntarse en voz 

alta, desesperado, cómo era posible, el paciente le ha-

bló por primera vez en aquellos cuatro años.

—Es que aquí no creo en la muerte.

Cifuentes se había preparado para hablar con aquel 

hombre durante años pero solo pudo barbotar unas 

palabras.

—Da igual lo que usted crea. Lo que es es.

—No lo entiendes Cifuentes. Si tan seguro estás de 

las cosas, explica por qué no estoy muerto.

—Yo —vaciló— no lo sé.

—Solo quiero que mejores. Todos estos años preo

-

cupado por ti sin poder ayudarte y por fin comienzas a 

reaccionar. Dime quién soy.

Cifuentes miró la ficha.

—El doctor Bernal.

—Sí, Cifuentes, el doctor Bernal. Si puedo hacer 

cosas imposibles... razona, Cifuentes, dilo tú.

—O estoy loco o esto no es la realidad ¿Es un sue

-

ño?

La profesora Lucía Benavente, señora de Cifuen-

tes, cogió el móvil. Habló unos segundos y comenzó 

a llorar de alegría.

—¡Javier! ¡El doctor Bernal dice que papá ha des

-

pertado del coma!

Mención especial del jurado: 

SIMILIA

Raúl de la Torre

 (Madrid)

La verdad es que cuando nació el niño no era muy 

guapo. De hecho era espantoso. La familia directa ca

-

llaba prudentemente, salvo la tía Margarita, que ajena 

a la discreción general anunciaba alborozada el pa-

recido con sus papás. Y lo peor es que tenía razón: 

el rorro era la viva imagen de sus progenitores, que 

cualquier observador imparcial hubiese supuesto pri-

mos, si no un grado mayor de incestuosa consangui-

nidad. Conforme fueron pasando los meses, luego los 

primeros años, fue quedando patente que la falta de 

atractivo físico no era el único regalo recibido de la 

naturaleza. Aunque adquirió con normalidad el secre

-

to de la bipedestación y de la marcha, arrasando a su 

paso adornos y otros objetos de difícil descripción, no 

ocurrió lo mismo con el lenguaje, que apareció escasa 

y tardíamente, en compañía de una plétora de sonidos 

guturales  de  incomprensible  sentido.  El  diagnóstico 

debería haber sido evidente para cualquiera: el niño 

era un infeliz de escasas luces, eso que antes de la epi-

demia de lo políticamente correcto se conocía como 

tonto de baba. En cualquier caso, dicha evidencia no 

lo fue para sus orgullosos padres, por mor tal vez del 

parecido con el infante, hasta que ingresado este en 

un establecimiento docente adecuado a su edad física, 

una maestra consiguió no sin gran esfuerzo que les 

entrara en la mollera.

Podría  decir  que  cundió  la  desolación  en  aquella 

atribulada  familia,  pero  no  sería  del  todo  cierto.  Si 

bien habían llegado a captar someramente la reali-

dad que atenazaba a su retoño, no había ocurrido lo 

mismo ni con la cronicidad del caso ni con el poder 

de la carga genética, y ambos miembros de la pareja 

José Javier del Villar, con su accésit, recogido de manos 

de nuestro socio José Luis Cebollada.