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un metro del suelo. La cadena que anclaba su tobillo 

evitaba que pudiese alcanzar la ventana. Los delirios 

del paciente eran tan agudos que alteraban la percep-

ción de quienes le rodeaban como si su mal se trans-

mitiese a las personas cercanas, pero el efecto termi-

naba al abandonar su compañía. Incluso pervertía los 

instrumentos de medida a su alrededor.

El paciente se giró y le miró. Sonreía como siem

-

pre.  Ni  siquiera  dosis  altas  de  torazina  alteraban  su 

comportamiento.

El celador tiró de la cadena plegándola haciendo 

que bajase al suelo.

—Nada ha funcionado —dijo el doctor Cifuentes 

al paciente—. Me han autorizado a usar el método de

-

finitivo.

Quitó el seguro de la escopeta, amartilló y apuntó 

con cuidado. Disparó.

A esa distancia no podía fallar. El disparo atravesó 

ropa, piel y músculos empujando junto con el estruen

-

do del arma el cuerpo del paciente.

Al sentirse morir sanaría por lo menos durante los 

últimos instantes de su vida dándose cuenta de la ver-

dadera naturaleza del mundo real.

Pero seguía sonriendo, manchado de sangre y he

-

rido. Tenía que estar muerto pero comenzó otra vez a 

flotar, víctima de sus delirios. Al preguntarse en voz 

alta, desesperado, cómo era posible, el paciente le ha-

bló por primera vez en aquellos cuatro años.

—Es que aquí no creo en la muerte.

Cifuentes se había preparado para hablar con aquel 

hombre durante años pero solo pudo barbotar unas 

palabras.

—Da igual lo que usted crea. Lo que es es.

—No lo entiendes Cifuentes. Si tan seguro estás de 

las cosas, explica por qué no estoy muerto.

—Yo —vaciló— no lo sé.

—Solo quiero que mejores. Todos estos años preo

-

cupado por ti sin poder ayudarte y por fin comienzas a 

reaccionar. Dime quién soy.

Cifuentes miró la ficha.

—El doctor Bernal.

—Sí, Cifuentes, el doctor Bernal. Si puedo hacer 

cosas imposibles... razona, Cifuentes, dilo tú.

—O estoy loco o esto no es la realidad ¿Es un sue

-

ño?

La profesora Lucía Benavente, señora de Cifuen-

tes, cogió el móvil. Habló unos segundos y comenzó 

a llorar de alegría.

—¡Javier! ¡El doctor Bernal dice que papá ha des

-

pertado del coma!

Mención especial del jurado: 

SIMILIA

Raúl de la Torre

 (Madrid)

La verdad es que cuando nació el niño no era muy 

guapo. De hecho era espantoso. La familia directa ca

-

llaba prudentemente, salvo la tía Margarita, que ajena 

a la discreción general anunciaba alborozada el pa-

recido con sus papás. Y lo peor es que tenía razón: 

el rorro era la viva imagen de sus progenitores, que 

cualquier observador imparcial hubiese supuesto pri-

mos, si no un grado mayor de incestuosa consangui-

nidad. Conforme fueron pasando los meses, luego los 

primeros años, fue quedando patente que la falta de 

atractivo físico no era el único regalo recibido de la 

naturaleza. Aunque adquirió con normalidad el secre

-

to de la bipedestación y de la marcha, arrasando a su 

paso adornos y otros objetos de difícil descripción, no 

ocurrió lo mismo con el lenguaje, que apareció escasa 

y tardíamente, en compañía de una plétora de sonidos 

guturales  de  incomprensible  sentido.  El  diagnóstico 

debería haber sido evidente para cualquiera: el niño 

era un infeliz de escasas luces, eso que antes de la epi-

demia de lo políticamente correcto se conocía como 

tonto de baba. En cualquier caso, dicha evidencia no 

lo fue para sus orgullosos padres, por mor tal vez del 

parecido con el infante, hasta que ingresado este en 

un establecimiento docente adecuado a su edad física, 

una maestra consiguió no sin gran esfuerzo que les 

entrara en la mollera.

Podría  decir  que  cundió  la  desolación  en  aquella 

atribulada  familia,  pero  no  sería  del  todo  cierto.  Si 

bien habían llegado a captar someramente la reali-

dad que atenazaba a su retoño, no había ocurrido lo 

mismo ni con la cronicidad del caso ni con el poder 

de la carga genética, y ambos miembros de la pareja 

José Javier del Villar, con su accésit, recogido de manos 

de nuestro socio José Luis Cebollada.

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se devanaban los sesos buscando remedio para el he-

cho irreversible. Fue la tía Margarita quien sin querer 

procuró  la  solución.  Era  la  tía  Margarita  mujer  fre

-

cuentadora obsesiva de herbolarios y parafarmacias, y 

cliente compulsiva de magos, nigromantes y videntes 

televisivos con los que se dejaba una pasta gansa que 

no tenía. Gustaba también de contar a quien quisie

-

ra oírlo las bondades de los tratamientos a los que se 

sometía para sus imaginarios males y su nada imagi-

naria decadencia. En una de sus múltiples matracas 

familiares, glosó con gran convencimiento las ma-

ravillas de unas píldoras milagrosas que, fabricadas 

con raspaduras repetidamente diluidas de una pata de 

pollo  tomatero,  resultaban  portentosamente  eficaces 

para esas arrugas que aparecen con la edad en las co-

misuras de los ojos. El secreto radicaba, declaraba, en 

coger un poquito de algo malo y convertirlo en bueno 

por obra y gracia de una milenaria técnica latina, cuyo 

nombre  leyó  sacando  un  papel  de  su  bolso: 

similia 

similibus curantur

,

 

anunció con el orgullo de quien 

se siente iluminado por el conocimiento arcano. Lo 

inventó un romano que se llamaba Samuel, de los de 

antes de Cristo, concluyó satisfecha. Nada parecía ha

-

cerle dudar a pesar de lo que el espejo debía revelarle 

cada mañana, y cambiando de tema pasó a comentar 

el horóscopo correspondiente a ese día.

El padre de la criatura se había quedado empero 

con la copla, y no paraba de darle vueltas. El chico 

muy listo no parece, se decía; si pudiera darle alguna 

píldora de esas, ahora que por su temprana edad toda-

vía estamos a tiempo, tal vez acabará siendo un sabio 

benefactor de la humanidad, o líder mundial como el 

coreano ese del que hablan, y que tiene a todo su país 

metido en el bolsillo... Estaba claro que ese remedio 

concreto no se había inventado todavía; de lo contra-

rio, estaría en las farmacias. Así que antes de nada de

-

cidió documentarse, buscando en internet las palabras 

mágicas del romano antiguo ese.

Al parecer, todo consistía en coger la materia prima 

necesaria y disolverla mucho, hasta que se obrara la 

transformación. El problema, claro, era qué materia 

prima: si para las patas de gallo de la tía hace falta un 

pollo —se dijo— para hacer inteligente a un mengua

-

do hará falta un tonto. Tonto es el que dice tonterías, 

y los que dicen más tonterías son los que salen por la 

tele, pensó. Pensado y hecho, se ocultó de madrugada 

en los alrededores del estudio, a la espera del primer 

tertuliano que saliera. Seguro de la legitimidad de su 

causa y de que el elegido no estaría por la labor de 

convertirse en donante, optó por un expeditivo estaca-

zo que le permitió disponer de sangre abundante, a la 

vez que, sin ser consciente del efecto colateral, libraba 

a la audiencia de semejante caspa.

Cuando la policía lo detuvo en la cocina de su casa, 

se hallaba en pleno proceso de dilución, que quedó 

inconcluso alrededor del vigésimo trasvase. Esposa

-

do en el coche celular, camino del manicomio, se oía 

al desdichado murmurar húmedos los ojos: hijo mío, 

decía con un hilo de voz, qué será del pobre ahora…