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Mucho antes de las
fake news
¿Por qué llamamos
fake news
a los bulos de siem-
pre? La expresión, aunque se acuñó en el mundo de
habla inglesa hacia 2005, se ha popularizado gracias
al presidente Trump y a quienes la reproducen en me-
dios de comunicación y redes sociales. Se afirma que
la inmediatez y el alcance de las modernas tecnologías
de la información dan entidad propia a las
fake news
,
en una interpretación extrema de la ya antigua frase de
Marshall McLuhan: «el medio es el mensaje».
Por otro lado, parece como si el término
pseudo-
historia
estuviera casi exclusivamente asociado a las
hipótesis delirantes sobre astronautas ancestrales, pi-
rámides alienígenas, Antártidas misteriosas y otras
piezas de ese calibre. Sin embargo, en estas líneas no
se rozará siquiera semejante visión absurda sobre el
pasado humano: trataremos de mentiras disfrazadas
de historia para alterar vida y destino de millones de
personas. En comparación con esto, la mala ciencia
ficción convertida en historieta no pasa de lo risible.
La aspiración de dejar impronta en el recuerdo es
universal y de orígenes muy antiguos, como lo es la
memoria colectiva de los grupos humanos y la con-
ciencia sobre la enorme influencia que puede ejercer la
historia. Se constata desde las primeras civilizaciones,
tanto en la documentación escrita como en otros restos
de cultura material de carácter público. Da igual que
se exagere o se mienta: lo que le importa al poder es
ocupar el espacio público con imágenes y conceptos
que le sean favorables. Hoy se sabe que no hay que dar
ningún crédito a los relieves egipcios que muestran a
Ramsés II derrotando estrepitosamente a los hititas: la
batalla de Qadesh no tuvo resultados decisivos, pese
a la representación falseada y eternizada en piedra
que encargó el faraón en varios templos. La mentira
y la exageración encaminadas a hundir la reputación
del adversario es un clásico de todos los tiempos. La
propaganda de Roma contra Cartago es un ejemplo
de cómo se destroza la fama de un enemigo mortal,
y aunque esta forma de actuar no sea una exclusiva
romana, la influencia de su cultura en el mundo oc
-
cidental ha dejado una marca difícilmente superable
en la imagen pública que —incluso hoy— proyectan
personajes como Tiberio, Calígula o Nerón. Decenas
de generaciones han aprendido una historia de Roma
basada en la versión senatorial, que cargaba las tintas
en los aspectos más negativos de los primeros empera-
dores; así, Tiberio era un degenerado, Calígula un de-
mente (y un degenerado) y Nerón un incendiario (y se
dejaba caer que algo degenerado también), pero no se
consideraba que Tiberio fue un prudente administra-
dor, que Calígula aspiraba a instaurar una monarquía
orientalizante y que Roma no necesitaba a Nerón para
ser pasto de las llamas.
El concepto de
fake news
alude a noticias falsas que
se ponen en circulación con fines maliciosos. Exacta
-
mente lo mismo que hay detrás de los bulos de toda la
vida. Pedro I de Castilla sigue siendo «Pedro el Cruel»
seis siglos y medio después de su muerte: queda por
ver si la transmisión actual de
fake news
alcanzará
semejante duración. ¿Se imaginan que la propaganda
Trastámara fuera capaz de vencer en lo perdurable a
las modernas factorías de calumnias y mentiras?
Historia y poder: una aclaración
La historia no es solo una narración colectiva del
pasado de grupos sociales: es también un factor de le-
Pseudohistoria y bulos
antes de las
fake news
: teorías de la conspiración
con resultado de muerte
Antonia de Oñate
ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
La pseudohistoria, algo mucho más peligroso que las
patochadas sobre la Atlántida o arquitectos alienígenas
Dossier
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gitimidad y de justificación del poder. Historiadores y
cronistas trabajan a la mayor gloria de la ciudad, del
imperio, de la casa real, del monasterio, del obispo, del
noble, del señor. El poder encuentra útil una historia de
relato controlado.
La multiplicidad de jurisdicciones anterior al siglo
XIX daba lugar a todo tipo de pretensiones y reclama-
ciones, que a veces se disputaban en litigios intermina-
bles. En ese contexto hay que entender los documen-
tos con pretensiones históricas cuyo fin es argumentar
el justo título de una corporación, de un señor laico
o eclesiástico. El anticuarismo barroco (acumulación
de noticias no contrastadas de supuesta antigüedad)
apunta a la reivindicación de esas pretensiones. La
tarea de bruñir blasones también alcanzó a los reyes
europeos que, como Francisco I de Francia, preferían
identificarse con legendarios orígenes troyanos como
forma de sugerir que sus estirpes no eran subsidiarias
de Roma. Qué decir de los intentos de eliminar de Ma-
drid sus modestos orígenes y convertirla en una funda-
ción del ciclo troyano, lo que explica la muy exótica
presencia de Cibeles en una de las plazas principales
de la ciudad.
La paternidad de la historia se atribuye a Heródoto,
que dio un impulso racionalizador a la narración de
hechos pasados. Pero una atenta mirada a la produc-
ción historiográfica nos pone en guardia; la historia
no siguió un ascenso lineal desde Heródoto, y pasaron
siglos hasta que se asentó como disciplina autónoma
y con una metodología válida, en un camino lleno de
tropiezos que terminó depurando sus fuentes y lami-
nando con sumo trabajo falsificaciones, leyendas y
cronicones. Historia y pseudohistoria se mezclaron
durante siglos sin recato alguno. En esto, la historia no
es excepcional: la química nació como hermana sia-
mesa de la alquimia; la medicina fue durante siglos un
potro de tortura diseñado desde especulaciones inte-
lectuales absurdas...
Quizá no podamos aplicar a la historia la expresión
«del mito al logos», pero los primeros humanistas eu-
ropeos sí dieron un giro de tuerca. Un ejemplo de la la-
bor humanista contra las fabulaciones pseudohistóricas
nos viene de Lorenzo Valla, quien en 1440 desmontó
con argumentos filológicos la
Donación de Constanti-
no
, un apócrifo decreto imperial falsificado, probable
-
mente, a mediados del siglo VIII. Según esta falsifica
-
ción, el emperador Constantino agradeció su curación
de lepra donando al papa Silvestre los territorios que
se conocieron luego como Estados Pontificios. La le
-
pra de Constantino, castigo de Dios por su persecución
a los cristianos, es tan falsa como la donación. Lorenzo
Valla demostró que el documento era anacrónico: ni
Ramsés II derrotando a sus enemigos. Bajorrelieve del
templo de Abu Simbel (Wikimedia)
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el latín empleado ni conceptos como el de
feudo
eran
propios del siglo IV. Si hiciéramos un simple juicio de
intenciones, diríamos que Lorenzo Valla defendía los
intereses de su patrono, Alfonso V de Aragón; pero los
juicios de intención nunca son superiores a la calidad
de los argumentos que, en este caso, eran irrefutables.
Sin embargo, los papas siguieron recurriendo al falso
acto de donación de Constantino, como demuestra el
fresco de Rafael en las estancias Borgia del Vaticano;
y como los actos pesan aún más que sus símbolos, los
papas siguieron ejerciendo su poder temporal en los
Estados Pontificios hasta 1870. No fueron los buenos
argumentos los que pusieron fin a las consecuencias de
la patraña de la donación imperial: fueron los ejércitos
de Víctor Manuel II.
Algunos dicen que la historia es una disciplina que
no sirve para nada, que es un saber de adorno sin con-
secuencias prácticas. Sin embargo, los libros de histo-
ria son los primeros que mutilan y alteran los regíme-
nes totalitarios cuando llegan al poder. La historia es
lo primero que invocan los aficionados a jugar con la
psicología de masas, el campo de mil batallas verbales
sobre el tablero político. La historia toca cuerdas muy
delicadas y ejerce una fuerte influencia en cuestiones
capaces de movilizar a miles de personas: pulsa —en-
tre otros— el sentido de pertenencia, de identidad, de
orgullo, de humillación, de injusticias seculares. La
historia refuerza elementos simbólicos del poder: por
eso se inventan derrotas y victorias, se lustran blaso-
nes, se inventan genealogías, se crean dioses y santos,
se hace viajar a apóstoles y se atribuye a reyes un falso
origen troyano. A veces no es necesario inventar: bas-
ta con orientar los focos de modo que se destaque y
exagere algo y se oculte en tinieblas otra cosa. No son
pocos ni superfluos los efectos del uso público de la
historia, este saber presuntamente ornamental.
En este artículo tocaremos un asunto especialmente
doloroso: la pseudohistoria esgrimida contra los judíos
de la Corona de Castilla y Aragón, cuyas consecuen-
cias fueron particularmente ominosas y cuya duración
ha sido plurisecular. Podríamos haber elegido otros
temas, pero este posee dos particularidades: es un
ejemplo de teoría de la conspiración y atizó la ruina,
el exilio, la tortura, la cárcel y la muerte de muchos
inocentes.
Falsificar para calumniar: la
Carta de los judíos
de Constantinopla
Si existiera el manual
Metodología de la Pseudo-
historia
, uno de sus temas principales sería el de las
Pedro I de Castilla (Wikimedia)
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falsificaciones de documentos y de vestigios arqueo
-
lógicos.
Las falsificaciones se aúpan sobre elementos reve
-
renciados por las sociedades humanas: la palabra es-
crita, los restos tangibles y la antigüedad. De ellas se
sirven todos cuantos quieran hacer valer sus derechos,
sean auténticos o falsos. Por eso abundan las genealo-
gías personalizadas al gusto del pagador, los contratos
trucados de préstamo y compraventa, los falsos privi-
legios y donaciones. Ya hemos visto que la
Donación
de Constantino
justificaba el poder temporal de los
papas y, de un modo parecido, otra falsificación do
-
cumental conocida como
Voto de Santiago
respaldaba
parte de los tributos que enriquecían a la sede compos-
telana. En ese diploma falso se atribuía al apóstol San-
tiago la victoria en la inexistente batalla de Clavijo, a
su vez motivada por la oposición al inexistente tributo
de las Cien Doncellas
(compromiso de Mauregato, rey
de Asturias, para entregar anualmente a los emires an-
dalusíes cien muchachas vírgenes), y se reconoce a la
sede compostelana el derecho a cobrar un tributo en
especie de los territorios ganados a los musulmanes.
La falsificación, salida del
scriptorium
compostelano,
se atribuye a Pedro Marcio, canónigo de la catedral
de Santiago y posteriormente arzobispo de esa misma
sede.
Pero la pseudohistoria no es solo un instrumento
para conseguir beneficios y prebendas. También sirve
para dar credibilidad a graves calumnias con conse-
cuencias terribles para quienes forman parte del grupo
percibido como adversario, cuya persecución se legiti-
ma pintándolo con los tintes más desfavorables.
Los infames
Protocolos de los sabios de Sion
son
las actas falsas de una imaginaria reunión de judíos
influyentes que acordaron subyugar al mundo a través
del dominio de la economía y la prensa, y también mi-
nando la moral de los gentiles. La falsificación, publi
-
cada en Rusia al inicio de la gran oleada de pogromos
de 1903 a 1905, conoció un cierto éxito en el mundo
occidental a partir de 1917, cuando la difundieron ru-
sos blancos en el exilio. Henry Ford llegó a patroci-
nar la edición de medio millón de ejemplares que se
difundieron en Estados Unidos en la década de 1920.
Hoy día sigue editándose en varios idiomas; hace no
mucho tuve la ocasión de ver un ejemplar en la sección
de Historia de una conocida cadena de librerías. Los
Protocolos
han respaldado el antisemitismo más des-
carnado de varias generaciones y siguen atizando hoy
la
conspiranoia
antijudía.
Los autores de los
Protocolos
llegaron al bulo anti-
semita con siglos de retraso. En España se les llevaba
amplia ventaja: suele reconocerse como inspiración
de los
Protocolos
la
Carta de los príncipes de la si-
nagoga de Constantinopla
, una falsificación atribuida
por varios estudiosos al cardenal Silíceo, empeñado en
aplicar el estatuto de limpieza de sangre al cabildo de
la catedral de Toledo.
Los estatutos de limpieza de sangre exigían a los
candidatos a ingreso en determinadas corporaciones
que demostrasen que entre sus antepasados no había
judíos, moriscos ni penitenciados por la Inquisición.
Tras un primer intento en Toledo (la Sentencia-Estatu-
to de 1449, condenada incluso por el papa Nicolás V),
la primera corporación que aplicó esos estatutos fue el
Colegio Mayor de San Bartolomé de Salamanca, hacia
1482. Desde entonces se adoptaron en diversas corpo-
raciones, incluidas órdenes religiosas como las de los
dominicos, los franciscanos o los jerónimos. En Es-
paña existe una abundante literatura que justifica esos
estatutos de limpieza de sangre por razones de defensa
de pureza de la fe católica; en ocasiones se recurre al
manido «eran los valores de otras épocas» para evitar
decir la cruda realidad: que los estatutos de limpieza
de sangre fueron objeto de vivos debates y que se im-
pusieron pese a la opinión contraria, que también era
propia de la época.
El cardenal Silíceo había latinizado su apellido —
en realidad, se llamaba Juan Martínez Guijarro— du-
La Historia no es solo una narración colectiva del
pasado de grupos sociales: es también un factor
de legitimidad y de justificación del poder
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rante su estancia como profesor en la Sorbona. Era un
hombre de origen social humilde que había ascendido
dentro de la iglesia a fuerza de tesón. Se movió en las
más elevadas esferas políticas: fue preceptor del prín-
cipe Felipe y consiguió ser presentado por el empera-
dor Carlos a la riquísima sede de Toledo. Silíceo ya
había intentado poner en vigor el estatuto de limpieza
de sangre en el cabildo de la catedral de Murcia en
su etapa de obispo de esa sede, pero las muchas difi
-
cultades que lo impidieron le llevaron a la conclusión
de que solo sería posible extender los estatutos si los
adoptaba la sede primada de Toledo. El cardenal Silí-
ceo logró la promulgación de los estatutos de limpieza
de sangre para la catedral de Toledo en 1547, y para
ello había elaborado escritos justificativos dirigidos al
emperador y al papa; en estos últimos incluyó, dándo-
la por válida, la falsificación conocida como
Carta de
los príncipes de la sinagoga de Constantinopla
, que
Silíceo afirmó haber encontrado en los archivos de la
catedral de Toledo.
Esa
Carta
es una falsificación que recoge una ca
-
lumnia: la fabulada respuesta del cabeza de los judíos
de Constantinopla, dirigida a los judíos españoles poco
antes de la expulsión de 1492. En ella se aconseja que,
para vengarse, los judíos españoles deben infiltrar a
sus hijos en las tareas más sensibles: educarlos como
mercaderes y financieros para despojar a los cristianos
de sus riquezas; instruirlos en tareas de gobierno para
oprimir a los cristianos gobernados; hacerles ingresar
en la carrera eclesiástica para destruir desde dentro los
templos cristianos; enseñarles medicina y cirugía para
matar a los pacientes cristianos. La quinta medida que
aconsejan los judíos de Constantinopla es la falsa con-
versión al cristianismo. La fabulación sobre los médi-
cos judíos y judaizantes asesinos de cristianos, a los
que envenenaban valiéndose de una uña emponzoña-
da, llegó a reutilizarse años después para los moriscos.
Falsificar un documento y presentarlo como prueba
de la conspiración judía contra la cristiandad es una
muestra de pseudohistoria de consecuencias suma-
mente lesivas. Se emplea el prestigio de la sede to-
ledana para dar credibilidad a una falsificación cuyo
contenido pretende hundir a un grupo de personas por
razón de procedencia familiar, a quienes se retrata con
las peores intenciones.
Los estatutos de limpieza de sangre se aplicaban in-
cluso en corporaciones donde no se habían aprobado
nunca pero operaban sistemas informales de exclusión.
Si alguien era rechazado en su pretensión de ingresar
en una corporación, la consecuencia inmediata para sí
y para sus descendientes era la exclusión de cualquier
corporación de prestigio, con la consiguiente deshonra
para la familia. Con ello se destrozaba la reputación
de familias enteras y se hacía aún más restrictivo el
pequeño ascensor social de la época, que quedaba re-
servado para los puros de sangre. El cardenal Silíceo,
que había empleado el ascensor social de la Iglesia y la
universidad desde su humilde origen, no dudó en va-
lerse de una falsificación documental para reservar las
vías de ascenso a quien, como él, podía presentar una
genealogía exenta de judíos, moriscos y condenados
por la Inquisición.
Esta falsificación hizo escuela. Influyó de manera
inequívoca en los
Protocolos de los sabios de Sión
,
que alimentó la visión conspiratoria antisemita durante
el siglo XX y que hoy día goza de amplia circulación
en círculos antisemitas. Todavía con mayor fidelidad a
la falsificación de Toledo, los antisemitas franceses del
siglo XIX hicieron circular una copia de la
Carta de los
príncipes de la sinagoga de Constantinopla
, adaptada
a sus propósitos: la convirtieron en la respuesta de los
judíos de Constantinopla a los judíos de Arles. Mentira
sobre mentira, falsificación sobre falsificación.
El libelo de sangre y su difusión hasta la segunda
mitad del siglo XX
Se conoce como
libelo de sangre
las acusaciones
de asesinatos rituales cometidos por los judíos, gene-
ralmente en forma de secuestro y asesinato de un niño
cristiano para conseguir su sangre y emplearla en ri-
Retrato del cardenal Silíceo, por Francisco de Comontes (1547)
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tuales como el amasado del pan ácimo de la Pascua.
Habitualmente, se describe ese ritual falso como una
simulación de la crucifixión de Jesucristo, lo que aña
-
de un elemento sacrílego al secuestro, tortura y asesi-
nato de un niño.
Los primeros casos de libelo de sangre del mundo
occidental aparecen en Inglaterra; el más célebre, el
del niño Hugh de Lincoln, es de 1255.
En tierras hispanas vemos cómo el libelo de san-
gre aparece incluso en la
Séptima Partida
de Alfonso
X, basado en lo que «oyemos decir» (
Partidas
, VII,
XXIV, Ley 2), sin mayor soporte que la maledicencia.
Las
Partidas
se redactaron entre 1250 y 1265. El frag-
mento de las
Partidas
que trata directamente el asunto
dice así:
(...) Et porque oyemos decir que en algunos luga-
res los judios ficieron et facen el dia del viérnes santo
remembranza de la pasion de nuestro señor Jesucris-
to en manera de escarnio, furtando los niños et po-
niéndolos en la cruz, ó faciendo imágines de cera et
crucificándolas quando los niños non pueden haber,
mandamos que si fama fuere daqui adelante que en
algunt lugar de nuestro señorio tal cosa sea fecha, si
se pudiere averiguar que todos aquellos que se acer-
taren en aquel fecho que sean presos, et recabdados et
aduchos antel rey: et despues que él sopiere la verdad,
débelos mandar matar muy aviltadamente quantos
quier que sean.
Inmediatamente después ordena que los judíos no
salgan de las juderías durante el Viernes Santo y que,
si se atrevieran a aventurarse fuera de ellas, asumie-
sen las consecuencias. Esto muestra hasta qué punto
el mito del «pueblo deicida», divulgado en sermones y
prédicas, atizaba la violencia contra los judíos:
Otrosi defendemos que el dia del viérnes sato nin-
gunt judio non sea osado de salir de su barrio, mas
que esten hi encerrados fasta el sábado en la mañana,
et si contra esto ficieren, decimos que del daño ó de la
deshonra que de los cristianos recibieren estonce non
deben haber emienda ninguna.
En España se conocen varios casos de acusaciones
de asesinatos rituales de niños cristianos, algunos de
los cuales terminaron elevados a los altares y siendo
objeto de adoración muy señalada. Un caso de Sepúl-
veda, en 1468, se enmarca dentro de la guerra entre
Enrique IV y su hermana Isabel I y se divulgó en el
siglo XVII a través de la
Historia de la insigne ciudad
de Segovia
, de Diego Colmenares (1637), cuya fuente
original son los comentarios a los Salmos publicados
en 1484 por el agustino Jaime Pérez de Valencia, quien
llegó a ser inquisidor del Reino de Valencia. El juicio
contra los acusados del crimen de Sepúlveda fue pre-
sidido por el obispo Juan Arias Dávila, de linaje con-
verso y emparentado con judíos residentes en Segovia.
Los encausados confesaron bajo tortura y fueron eje-
cutados, con la excepción de uno que pidió el bautismo
e ingreso en un convento. Los ajusticiamientos de los
condenados ocurrieron en 1471, año en que Sepúlveda
se declara partidaria de Isabel; el propio obispo Arias
Dávila había caído en desgracia ante Enrique IV por la
defección de su hermano Pedro.
Pero sin duda, los dos casos más conocidos de libelo
de sangre son los de Santo Dominguito del Val y el
Santo Niño de La Guardia.
Santo Dominguito del Val es un caso inventado de
asesinato ritual de un niño de 7 años, infantico del
coro de la Seo de Zaragoza: hoy día sigue existiendo
una capilla dedicada a él en la propia Seo. Este asunto
se data en 1250, durante el reinado de Jaime I, época
en que no había pulsiones antisemitas particulares y,
como sugiere José Ignacio Gómez Zorraquino, lo más
probable es que su invención se fraguara en la segunda
mitad del siglo XIV —con los estallidos antisemitas
en las Coronas de Castilla y de Aragón— y se revitali-
zara con el asesinato del inquisidor Arbués (1485). La
leyenda prosperó en los siglos XVI y XVII, de la mano
del antisemitismo imperante, gracias a la difusión por
parte de tres cronistas del Reino de Aragón: Blancas,
Si existiera el manual Metodología de la
Pseudohistoria, uno de sus temas principales
sería el de las falsificaciones de documentos y de
vestigios arqueológicos
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Dormer y Uztarroz. Su historia se transmitió por vías
diversas, y llegó a enseñarse en las aulas escolares es-
pañolas en fechas tan tardías como las décadas de los
cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo XX, a través
del libro
Yo soy español
de Agustín Serrano de Haro,
que mostraba una representación gráfica del inexisten
-
te martirio de Santo Dominguito, acompañado de un
texto explicativo: «En España había muchos judíos. Y
odiaban a los cristianos y les daba mucha rabia que los
niños quisieran a la Virgen y al Señor. Por eso mataron
a Santo Dominguito (...). Un judío le echó de pronto
un lienzo encima y lo metió en su casa. A media noche
se juntaron todos los judíos principales, quitaron a Do-
minguito su crucifijo y le dijeron que lo pisara, pero él
contestó con valentía: “Eso nunca, ¡es mi Dios!” “Pues
como tu Dios has de morir”. Y le pusieron una corona
de espinas, y lo clavaron en la cruz». Las sugerencias
para el trabajo son terribles: «¿Quiénes son los judíos?
Recordar el crimen horrendo del Calvario y la impla-
cable maldición que eternamente pesa sobre la raza
deicida. ¿Querían los judíos a los españoles? Recordar
la traición de Guadalete. Odio inextinguible de los ju-
díos a los seguidores de Jesús: es el turbio torrente que
arranca del Calvario». Recordemos que el libro escolar
que recoge esta calumnia en esos términos tuvo seis
ediciones: 1943, 1957, 1958, 1962 (dos ediciones) y
1966.
El caso del Santo Niño de La Guardia data de 1491,
y se considera un caso de libelo de sangre fraguado
mediante confesión bajo tortura. Ni había niño desapa-
recido, ni cadáver infantil que justificara el caso. Las
autoinculpaciones bastaron para condenar a los acusa-
dos y para que se gestara un culto que hoy día sigue
vivo en el municipio de La Guardia, cuyas fiestas pa
-
tronales se celebran en honor al Santo Niño y donde se
celebra el traslado procesional de la imagen hasta su
ermita (la cueva donde se afirmó que se había produ
-
cido la tortura y asesinato). Incluso se editó un cómic
en 1991 titulado
Centenario del martirio del Sto. Niño
de La Guardia
para conmemorar el quinto centenario
del libelo de sangre. La portada de esta publicación de
1991 puede verse en el repositorio de prensa histórica
del Ministerio de Cultura, en el número 30-31 de abril
de 1994 de la revista
La balsa de la Medusa
1
.
Pese a la coincidencia de épocas, no puede afirmar
-
se que este libelo de sangre sirviera para reforzar los
argumentos favorables a la expulsión de los judíos en
1492, pero sí refleja cómo se generaban las calumnias
contra los judíos. Dice mucho también sobre la manera
de generar bulos sin soporte documental, ya que no
se publicaron los documentos inquisitoriales hasta la
crítica textual realizada por Fidel Pita en 1887. Para
entonces, habían circulado libros, sermones e incluso
una obra de Lope de Vega, así como algunas repre-
sentaciones artísticas, como el mural de Bayeu para
la catedral de Toledo (actualmente muy deteriorado).
Para terminar
La historia, llena de casos de manipulación intere-
sada, debería servirnos como aviso para extremar el
sentido crítico. Ni lo escrito es siempre cierto, ni el
documento aporta siempre datos correctos. Hay sufi
-
cientes casos de instrumentalización de la historia, de
mentiras envueltas en todo tipo de marchamos y celo-
fanes, de falsificaciones cuyo único fin es la manipu
-
lación. Eso que llaman
fake news
no es una invención
moderna. Da igual el medio que se emplee para hacer-
las circular: los bulos, las teorías
conspiranoicas
y las
mentiras son muy antiguas y siempre han encontrado
medios para imponerse.
Esa manipulación tiene en la pereza mental uno de
sus mejores aliados: esa pereza mental que da la ra-
zón a Walter Burns, el periodista de
Luna Nueva
, de
Howard Hawks, y de
Primera Plana
, de Billy Wilder,
cuando le grita a Hildy Johnson: «Nadie lee el segundo
párrafo». Si nadie lee el segundo párrafo, el titular dis-
torsionado y escandaloso se adueña de la información.
Si nadie contrasta lecturas, resulta mucho más fácil di-
fundir teorías interesadas.
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El
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sentar a un judío comiendo niños cristianos (Andrew Bossi, Wikimedia)
El Santo Niño de La Guardia, ilustración contenida en el
Sacrum
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