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Mucho antes de las 

fake news

¿Por qué llamamos 

fake news

 a los bulos de siem-

pre? La expresión, aunque se acuñó en el mundo de 

habla inglesa hacia 2005, se ha popularizado gracias 

al presidente Trump y a quienes la reproducen en me-

dios de comunicación y redes sociales. Se afirma que 

la inmediatez y el alcance de las modernas tecnologías 

de la información dan entidad propia a las 

fake news

en una interpretación extrema de la ya antigua frase de 

Marshall McLuhan: «el medio es el mensaje».

Por otro lado, parece como si el término 

pseudo-

historia

 estuviera casi exclusivamente asociado a las 

hipótesis delirantes sobre astronautas ancestrales, pi-

rámides alienígenas, Antártidas misteriosas y otras 

piezas de ese calibre. Sin embargo, en estas líneas no 

se rozará siquiera semejante visión absurda sobre el 

pasado humano: trataremos de mentiras disfrazadas 

de historia para alterar vida y destino de millones de 

personas. En comparación con esto, la mala ciencia 

ficción convertida en historieta no pasa de lo risible.

La aspiración de dejar impronta en el recuerdo es 

universal y de orígenes muy antiguos, como lo es la 

memoria colectiva de los grupos humanos y la con-

ciencia sobre la enorme influencia que puede ejercer la 

historia. Se constata desde las primeras civilizaciones, 

tanto en la documentación escrita como en otros restos 

de cultura material de carácter público. Da igual que 

se exagere o se mienta: lo que le importa al poder es 

ocupar el espacio público con imágenes y conceptos 

que le sean favorables. Hoy se sabe que no hay que dar 

ningún crédito a los relieves egipcios que muestran a 

Ramsés II derrotando estrepitosamente a los hititas: la 

batalla de Qadesh no tuvo resultados decisivos, pese 

a la representación falseada y eternizada en piedra 

que encargó el faraón en varios templos. La mentira 

y la exageración encaminadas a hundir la reputación 

del adversario es un clásico de todos los tiempos. La 

propaganda de Roma contra Cartago es un ejemplo 

de cómo se destroza la fama de un enemigo mortal, 

y aunque esta forma de actuar no sea una exclusiva 

romana, la influencia de su cultura en el mundo oc

-

cidental ha dejado una marca difícilmente superable 

en la imagen pública que —incluso hoy— proyectan 

personajes como Tiberio, Calígula o Nerón. Decenas 

de generaciones han aprendido una historia de Roma 

basada en la versión senatorial, que cargaba las tintas 

en los aspectos más negativos de los primeros empera-

dores; así, Tiberio era un degenerado, Calígula un de-

mente (y un degenerado) y Nerón un incendiario (y se 

dejaba caer que algo degenerado también), pero no se 

consideraba que Tiberio fue un prudente administra-

dor, que Calígula aspiraba a instaurar una monarquía 

orientalizante y que Roma no necesitaba a Nerón para 

ser pasto de las llamas.

El concepto de 

fake news

 alude a noticias falsas que 

se ponen en circulación con fines maliciosos. Exacta

-

mente lo mismo que hay detrás de los bulos de toda la 

vida. Pedro I de Castilla sigue siendo «Pedro el Cruel» 

seis siglos y medio después de su muerte: queda por 

ver si la transmisión actual de 

fake news

 alcanzará 

semejante duración. ¿Se imaginan que la propaganda 

Trastámara fuera capaz de vencer en lo perdurable a 

las modernas factorías de calumnias y mentiras?

Historia y poder: una aclaración

La historia no es solo una narración colectiva del 

pasado de grupos sociales: es también un factor de le-

Pseudohistoria y bulos

 antes de las 

fake news

: teorías de la conspiración 

con resultado de muerte

Antonia de Oñate

ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico

La  pseudohistoria,  algo  mucho  más  peligroso  que  las 
patochadas sobre la Atlántida o arquitectos alienígenas

Dossier

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gitimidad y de justificación del poder. Historiadores y 

cronistas trabajan a la mayor gloria de la ciudad, del 

imperio, de la casa real, del monasterio, del obispo, del 

noble, del señor. El poder encuentra útil una historia de 

relato controlado.

La multiplicidad de jurisdicciones anterior al siglo 

XIX daba lugar a todo tipo de pretensiones y reclama-

ciones, que a veces se disputaban en litigios intermina-

bles. En ese contexto hay que entender los documen-

tos con pretensiones históricas cuyo fin es argumentar 

el justo título de una corporación, de un señor laico 

o eclesiástico. El anticuarismo barroco (acumulación 

de  noticias  no  contrastadas  de  supuesta  antigüedad) 

apunta a la reivindicación de esas pretensiones. La 

tarea de bruñir blasones también alcanzó a los reyes 

europeos que, como Francisco I de Francia, preferían 

identificarse con legendarios orígenes troyanos como 

forma de sugerir que sus estirpes no eran subsidiarias 

de Roma. Qué decir de los intentos de eliminar de Ma-

drid sus modestos orígenes y convertirla en una funda-

ción del ciclo troyano, lo que explica la muy exótica 

presencia de Cibeles en una de las plazas principales 

de la ciudad.

La paternidad de la historia se atribuye a Heródoto, 

que dio un impulso racionalizador a la narración de 

hechos pasados. Pero una atenta mirada a la produc-

ción  historiográfica  nos  pone  en  guardia;  la  historia 

no siguió un ascenso lineal desde Heródoto, y pasaron 

siglos hasta que se asentó como disciplina autónoma 

y con una metodología válida, en un camino lleno de 

tropiezos que terminó depurando sus fuentes y lami-

nando  con  sumo  trabajo  falsificaciones,  leyendas  y 

cronicones. Historia y pseudohistoria se mezclaron 

durante siglos sin recato alguno. En esto, la historia no 

es excepcional: la química nació como hermana sia-

mesa de la alquimia; la medicina fue durante siglos un 

potro de tortura diseñado desde especulaciones inte-

lectuales absurdas...

Quizá no podamos aplicar a la historia la expresión 

«del mito al logos», pero los primeros humanistas eu-

ropeos sí dieron un giro de tuerca. Un ejemplo de la la-

bor humanista contra las fabulaciones pseudohistóricas 

nos viene de Lorenzo Valla, quien en 1440 desmontó 

con argumentos filológicos la 

Donación de Constanti-

no

, un apócrifo decreto imperial falsificado, probable

-

mente, a mediados del siglo VIII. Según esta falsifica

-

ción, el emperador Constantino agradeció su curación 

de lepra donando al papa Silvestre los territorios que 

se conocieron luego como Estados Pontificios. La le

-

pra de Constantino, castigo de Dios por su persecución 

a los cristianos, es tan falsa como la donación. Lorenzo 

Valla demostró que el documento era anacrónico: ni 

Ramsés II derrotando a sus enemigos. Bajorrelieve del 

templo de Abu Simbel (Wikimedia)

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el latín empleado ni conceptos como el de 

feudo 

eran 

propios del siglo IV. Si hiciéramos un simple juicio de 

intenciones, diríamos que Lorenzo Valla defendía los 

intereses de su patrono, Alfonso V de Aragón; pero los 

juicios de intención nunca son superiores a la calidad 

de los argumentos que, en este caso, eran irrefutables. 

Sin embargo, los papas siguieron recurriendo al falso 

acto de donación de Constantino, como demuestra el 

fresco de Rafael en las estancias Borgia del Vaticano; 

y como los actos pesan aún más que sus símbolos, los 

papas siguieron ejerciendo su poder temporal en los 

Estados Pontificios hasta 1870. No fueron los buenos 

argumentos los que pusieron fin a las consecuencias de 

la patraña de la donación imperial: fueron los ejércitos 

de Víctor Manuel II.

Algunos dicen que la historia es una disciplina que 

no sirve para nada, que es un saber de adorno sin con-

secuencias prácticas. Sin embargo, los libros de histo-

ria son los primeros que mutilan y alteran los regíme-

nes totalitarios cuando llegan al poder. La historia es 

lo primero que invocan los aficionados a jugar con la 

psicología de masas, el campo de mil batallas verbales 

sobre el tablero político. La historia toca cuerdas muy 

delicadas y ejerce una fuerte influencia en cuestiones 

capaces de movilizar a miles de personas: pulsa —en-

tre otros— el sentido de pertenencia, de identidad, de 

orgullo, de humillación, de injusticias seculares. La 

historia refuerza elementos simbólicos del poder: por 

eso se inventan derrotas y victorias, se lustran blaso-

nes, se inventan genealogías, se crean dioses y santos, 

se hace viajar a apóstoles y se atribuye a reyes un falso 

origen troyano. A veces no es necesario inventar: bas-

ta con orientar los focos de modo que se destaque y 

exagere algo y se oculte en tinieblas otra cosa. No son 

pocos ni superfluos los efectos del uso público de la 

historia, este saber presuntamente ornamental.

En este artículo tocaremos un asunto especialmente 

doloroso: la pseudohistoria esgrimida contra los judíos 

de la Corona de Castilla y Aragón, cuyas consecuen-

cias fueron particularmente ominosas y cuya duración 

ha sido plurisecular. Podríamos haber elegido otros 

temas, pero este posee dos particularidades: es un 

ejemplo de teoría de la conspiración y atizó la ruina, 

el exilio, la tortura, la cárcel y la muerte de muchos 

inocentes.

Falsificar para calumniar: la 

Carta de los judíos 

de Constantinopla

Si existiera el manual 

Metodología de la Pseudo-

historia

, uno de sus temas principales sería el de las 

Pedro I de Castilla (Wikimedia) 

 

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falsificaciones de documentos y de vestigios arqueo

-

lógicos.

Las falsificaciones se aúpan sobre elementos reve

-

renciados por las sociedades humanas: la palabra es-

crita, los restos tangibles y la antigüedad.  De ellas se 

sirven todos cuantos quieran hacer valer sus derechos, 

sean auténticos o falsos. Por eso abundan las genealo-

gías personalizadas al gusto del pagador, los contratos 

trucados de préstamo y compraventa, los falsos privi-

legios y donaciones. Ya hemos visto que la 

Donación 

de Constantino

  justificaba  el  poder  temporal  de  los 

papas y, de un modo parecido, otra falsificación do

-

cumental conocida como 

Voto de Santiago

 respaldaba 

parte de los tributos que enriquecían a la sede compos-

telana. En ese diploma falso se atribuía al apóstol San-

tiago la victoria en la inexistente batalla de Clavijo, a 

su vez motivada por la oposición al inexistente tributo 

de las Cien Doncellas

 (compromiso de Mauregato, rey 

de Asturias, para entregar anualmente a los emires an-

dalusíes cien muchachas vírgenes), y se reconoce a la 

sede compostelana el derecho a cobrar un tributo en 

especie de los territorios ganados a los musulmanes. 

La falsificación, salida del 

scriptorium

 compostelano, 

se atribuye a Pedro Marcio, canónigo de la catedral 

de Santiago y posteriormente arzobispo de esa misma 

sede.

Pero la pseudohistoria no es solo un instrumento 

para conseguir beneficios y prebendas. También sirve 

para dar credibilidad a graves calumnias con conse-

cuencias terribles para quienes forman parte del grupo 

percibido como adversario, cuya persecución se legiti-

ma pintándolo con los tintes más desfavorables.

Los infames 

Protocolos de los sabios de Sion 

son 

las actas falsas de una imaginaria reunión de judíos 

influyentes que acordaron subyugar al mundo a través 

del dominio de la economía y la prensa, y también mi-

nando la moral de los gentiles. La falsificación, publi

-

cada en Rusia al inicio de la gran oleada de pogromos 

de 1903 a 1905, conoció un cierto éxito en el mundo 

occidental a partir de 1917, cuando la difundieron ru-

sos blancos en el exilio. Henry Ford llegó a patroci-

nar la edición de medio millón de ejemplares que se 

difundieron en Estados Unidos en la década de 1920. 

Hoy día sigue editándose en varios idiomas; hace no 

mucho tuve la ocasión de ver un ejemplar en la sección 

de Historia de una conocida cadena de librerías. Los 

Protocolos

 han respaldado el antisemitismo más des-

carnado de varias generaciones y siguen atizando hoy 

la 

conspiranoia

 antijudía.

Los autores de los 

Protocolos 

llegaron al bulo anti-

semita con siglos de retraso. En España se les llevaba 

amplia ventaja: suele reconocerse como inspiración 

de los 

Protocolos

 la 

Carta de los príncipes de la si-

nagoga de Constantinopla

, una falsificación atribuida 

por varios estudiosos al cardenal Silíceo, empeñado en 

aplicar el estatuto de limpieza de sangre al cabildo de 

la catedral de Toledo.

Los estatutos de limpieza de sangre exigían a los 

candidatos a ingreso en determinadas corporaciones 

que demostrasen que entre sus antepasados no había 

judíos, moriscos ni penitenciados por la Inquisición. 

Tras un primer intento en Toledo (la Sentencia-Estatu-

to de 1449, condenada incluso por el papa Nicolás V), 

la primera corporación que aplicó esos estatutos fue el 

Colegio Mayor de San Bartolomé de Salamanca, hacia 

1482. Desde entonces se adoptaron en diversas corpo-

raciones, incluidas órdenes religiosas como las de los 

dominicos, los franciscanos o los jerónimos. En Es-

paña existe una abundante literatura que justifica esos 

estatutos de limpieza de sangre por razones de defensa 

de pureza de la fe católica; en ocasiones se recurre al 

manido «eran los valores de otras épocas» para evitar 

decir la cruda realidad: que los estatutos de limpieza 

de sangre fueron objeto de vivos debates y que se im-

pusieron pese a la opinión contraria, que también era 

propia de la época.

El cardenal Silíceo había latinizado su apellido —

en realidad, se llamaba Juan Martínez Guijarro— du-

La Historia no es solo una narración colectiva del 

pasado de grupos sociales: es también un factor 

de legitimidad y de justificación del poder

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rante su estancia como profesor en la Sorbona. Era un 

hombre de origen social humilde que había ascendido 

dentro de la iglesia a fuerza de tesón. Se movió en las 

más elevadas esferas políticas: fue preceptor del prín-

cipe Felipe y consiguió ser presentado por el empera-

dor Carlos a la riquísima sede de Toledo. Silíceo ya 

había intentado poner en vigor el estatuto de limpieza 

de sangre en el cabildo de la catedral de Murcia en 

su etapa de obispo de esa sede, pero las muchas difi

-

cultades que lo impidieron le llevaron a la conclusión 

de que solo sería posible extender los estatutos si los 

adoptaba la sede primada de Toledo. El cardenal Silí-

ceo logró la promulgación de los estatutos de limpieza 

de sangre para la catedral de Toledo en 1547, y para 

ello había elaborado escritos justificativos dirigidos al 

emperador y al papa; en estos últimos incluyó, dándo-

la por válida, la falsificación conocida como 

Carta de 

los príncipes de la sinagoga de Constantinopla

, que 

Silíceo afirmó haber encontrado en los archivos de la 

catedral de Toledo.

Esa 

Carta

 es una falsificación que recoge una ca

-

lumnia: la fabulada respuesta del cabeza de los judíos 

de Constantinopla, dirigida a los judíos españoles poco 

antes de la expulsión de 1492. En ella se aconseja que, 

para  vengarse,  los  judíos  españoles  deben  infiltrar  a 

sus hijos en las tareas más sensibles: educarlos como 

mercaderes y financieros para despojar a los cristianos 

de sus riquezas; instruirlos en tareas de gobierno para 

oprimir a los cristianos gobernados; hacerles ingresar 

en la carrera eclesiástica para destruir desde dentro los 

templos cristianos; enseñarles medicina y cirugía para 

matar a los pacientes cristianos. La quinta medida que 

aconsejan los judíos de Constantinopla es la falsa con-

versión al cristianismo. La fabulación sobre los médi-

cos judíos y judaizantes asesinos de cristianos, a los 

que envenenaban valiéndose de una uña emponzoña-

da, llegó a reutilizarse años después para los moriscos.

Falsificar un documento y presentarlo como prueba 

de la conspiración judía contra la cristiandad es una 

muestra de pseudohistoria de consecuencias suma-

mente lesivas. Se emplea el prestigio de la sede to-

ledana para dar credibilidad a una falsificación cuyo 

contenido pretende hundir a un grupo de personas por 

razón de procedencia familiar, a quienes se retrata con 

las peores intenciones.

Los estatutos de limpieza de sangre se aplicaban in-

cluso en corporaciones donde no se habían aprobado 

nunca pero operaban sistemas informales de exclusión. 

Si alguien era rechazado en su pretensión de ingresar 

en una corporación, la consecuencia inmediata para sí 

y para sus descendientes era la exclusión de cualquier 

corporación de prestigio, con la consiguiente deshonra 

para la familia. Con ello se destrozaba la reputación 

de familias enteras y se hacía aún más restrictivo el 

pequeño ascensor social de la época, que quedaba re-

servado para los puros de sangre. El cardenal Silíceo, 

que había empleado el ascensor social de la Iglesia y la 

universidad desde su humilde origen, no dudó en va-

lerse de una falsificación documental para reservar las 

vías de ascenso a quien, como él, podía presentar una 

genealogía exenta de judíos, moriscos y condenados 

por la Inquisición.

Esta falsificación hizo escuela. Influyó de manera 

inequívoca en los 

Protocolos de los sabios de Sión

que alimentó la visión conspiratoria antisemita durante 

el siglo XX y que hoy día goza de amplia circulación 

en círculos antisemitas. Todavía con mayor fidelidad a 

la falsificación de Toledo, los antisemitas franceses del 

siglo XIX hicieron circular una copia de la 

Carta de los 

príncipes de la sinagoga de Constantinopla

, adaptada 

a sus propósitos: la convirtieron en la respuesta de los 

judíos de Constantinopla a los judíos de Arles. Mentira 

sobre mentira, falsificación sobre falsificación.

El libelo de sangre y su difusión hasta la segunda 

mitad del siglo XX

Se conoce como 

libelo de sangre

 las acusaciones 

de asesinatos rituales cometidos por los judíos, gene-

ralmente en forma de secuestro y asesinato de un niño 

cristiano para conseguir su sangre y emplearla en ri-

Retrato del cardenal Silíceo, por Francisco de Comontes (1547)

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tuales como el amasado del pan ácimo de la Pascua. 

Habitualmente, se describe ese ritual falso como una 

simulación de la crucifixión de Jesucristo, lo que aña

-

de un elemento sacrílego al secuestro, tortura y asesi-

nato de un niño.

Los primeros casos de libelo de sangre del mundo 

occidental aparecen en Inglaterra; el más célebre, el 

del niño Hugh de Lincoln, es de 1255.

En tierras hispanas vemos cómo el libelo de san-

gre aparece incluso en la 

Séptima Partida

 de Alfonso 

X, basado en lo que «oyemos decir» (

Partidas

, VII, 

XXIV, Ley 2), sin mayor soporte que la maledicencia. 

Las 

Partidas

 se redactaron entre 1250 y 1265. El frag-

mento de las 

Partidas

 que trata directamente el asunto 

dice así:

(...) Et porque oyemos decir que en algunos luga-

res los judios ficieron et facen el dia del viérnes santo 

remembranza de la pasion de nuestro señor Jesucris-

to en manera de escarnio, furtando los niños et po-

niéndolos en la cruz, ó faciendo imágines de cera et 

crucificándolas quando los niños non pueden haber, 

mandamos que si fama fuere daqui adelante que en 

algunt lugar de nuestro señorio tal cosa sea fecha, si 

se pudiere averiguar que todos aquellos que se acer-

taren en aquel fecho que sean presos, et recabdados et 

aduchos antel rey: et despues que él sopiere la verdad, 

débelos mandar matar muy aviltadamente quantos 

quier que sean.

Inmediatamente después ordena que los judíos no 

salgan de las juderías durante el Viernes Santo y que, 

si se atrevieran a aventurarse fuera de ellas, asumie-

sen las consecuencias. Esto muestra hasta qué punto 

el mito del «pueblo deicida», divulgado en sermones y 

prédicas, atizaba la violencia contra los judíos:

Otrosi defendemos que el dia del viérnes sato nin-

gunt judio non sea osado de salir de su barrio, mas 

que esten hi encerrados fasta el sábado en la mañana, 

et si contra esto ficieren, decimos que del daño ó de la 

deshonra que de los cristianos recibieren estonce non 

deben haber emienda ninguna.

En España se conocen varios casos de acusaciones 

de asesinatos rituales de niños cristianos, algunos de 

los cuales terminaron elevados a los altares y siendo 

objeto de adoración muy señalada. Un caso de Sepúl-

veda, en 1468, se enmarca dentro de la guerra entre 

Enrique IV y su hermana Isabel I y se divulgó en el 

siglo XVII a través de la 

Historia de la insigne ciudad 

de Segovia

, de Diego Colmenares (1637), cuya fuente 

original son los comentarios a los Salmos publicados 

en 1484 por el agustino Jaime Pérez de Valencia, quien 

llegó a ser inquisidor del Reino de Valencia. El juicio 

contra los acusados del crimen de Sepúlveda fue pre-

sidido por el obispo Juan Arias Dávila, de linaje con-

verso y emparentado con judíos residentes en Segovia. 

Los encausados confesaron bajo tortura y fueron eje-

cutados, con la excepción de uno que pidió el bautismo 

e ingreso en un convento. Los ajusticiamientos de los 

condenados ocurrieron en 1471, año en que Sepúlveda 

se declara partidaria de Isabel; el propio obispo Arias 

Dávila había caído en desgracia ante Enrique IV por la 

defección de su hermano Pedro.

Pero sin duda, los dos casos más conocidos de libelo 

de sangre son los de Santo Dominguito del Val y el 

Santo Niño de La Guardia.

Santo Dominguito del Val es un caso inventado de 

asesinato ritual de un niño de 7 años, infantico del 

coro de la Seo de Zaragoza: hoy día sigue existiendo 

una capilla dedicada a él en la propia Seo. Este asunto 

se data en 1250, durante el reinado de Jaime I, época 

en que no había pulsiones antisemitas particulares y, 

como sugiere José Ignacio Gómez Zorraquino, lo más 

probable es que su invención se fraguara en la segunda 

mitad del siglo XIV —con los estallidos antisemitas 

en las Coronas de Castilla y de Aragón— y se revitali-

zara con el asesinato del inquisidor Arbués (1485). La 

leyenda prosperó en los siglos XVI y XVII, de la mano 

del antisemitismo imperante, gracias a la difusión por 

parte de tres cronistas del Reino de Aragón: Blancas, 

Si existiera el manual Metodología de la 

Pseudohistoria, uno de sus temas principales 

sería el de las falsificaciones de documentos y de 

vestigios arqueológicos

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Dormer y Uztarroz. Su historia se transmitió por vías 

diversas, y llegó a enseñarse en las aulas escolares es-

pañolas en fechas tan tardías como las décadas de los 

cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo XX, a través 

del libro 

Yo soy español

 de Agustín Serrano de Haro, 

que mostraba una representación gráfica del inexisten

-

te martirio de Santo Dominguito, acompañado de un 

texto explicativo: «En España había muchos judíos. Y 

odiaban a los cristianos y les daba mucha rabia que los 

niños quisieran a la Virgen y al Señor. Por eso mataron 

a Santo Dominguito (...). Un judío le echó de pronto 

un lienzo encima y lo metió en su casa. A media noche 

se juntaron todos los judíos principales, quitaron a Do-

minguito su crucifijo y le dijeron que lo pisara, pero él 

contestó con valentía: “Eso nunca, ¡es mi Dios!” “Pues 

como tu Dios has de morir”. Y le pusieron una corona 

de espinas, y lo clavaron en la cruz». Las sugerencias 

para el trabajo son terribles: «¿Quiénes son los judíos? 

Recordar el crimen horrendo del Calvario y la impla-

cable maldición que eternamente pesa sobre la raza 

deicida. ¿Querían los judíos a los españoles? Recordar 

la traición de Guadalete. Odio inextinguible de los ju-

díos a los seguidores de Jesús: es el turbio torrente que 

arranca del Calvario». Recordemos que el libro escolar 

que recoge esta calumnia en esos términos tuvo seis 

ediciones: 1943, 1957, 1958, 1962 (dos ediciones) y 

1966.

El caso del Santo Niño de La Guardia data de 1491, 

y se considera un caso de libelo de sangre fraguado 

mediante confesión bajo tortura. Ni había niño desapa-

recido, ni cadáver infantil que justificara el caso. Las 

autoinculpaciones bastaron para condenar a los acusa-

dos y para que se gestara un culto que hoy día sigue 

vivo en el municipio de La Guardia, cuyas fiestas pa

-

tronales se celebran en honor al Santo Niño y donde se 

celebra el traslado procesional de la imagen hasta su 

ermita (la cueva donde se afirmó que se había produ

-

cido la tortura y asesinato). Incluso se editó un cómic 

en 1991 titulado 

Centenario del martirio del Sto. Niño 

de La Guardia

 para conmemorar el quinto centenario 

del libelo de sangre. La portada de esta publicación de 

1991 puede verse en el repositorio de prensa histórica 

del Ministerio de Cultura, en el número 30-31 de abril 

de 1994 de la revista 

La balsa de la Medusa

1

.

Pese a la coincidencia de épocas, no puede afirmar

-

se que este libelo de sangre sirviera para reforzar los 

argumentos favorables a la expulsión de los judíos en 

1492, pero sí refleja cómo se generaban las calumnias 

contra los judíos. Dice mucho también sobre la manera 

de generar bulos sin soporte documental, ya que no 

se publicaron los documentos inquisitoriales hasta la 

crítica textual realizada por Fidel Pita en 1887. Para 

entonces, habían circulado libros, sermones e incluso 

una obra de Lope de Vega, así como algunas repre-

sentaciones artísticas, como el mural de Bayeu para 

la catedral de Toledo (actualmente muy deteriorado).

Para terminar

La historia, llena de casos de manipulación intere-

sada, debería servirnos como aviso para extremar el 

sentido crítico. Ni lo escrito es siempre cierto, ni el 

documento aporta siempre datos correctos. Hay sufi

-

cientes casos de instrumentalización de la historia, de 

mentiras envueltas en todo tipo de marchamos y celo-

fanes, de falsificaciones cuyo único fin es la manipu

-

lación. Eso que llaman 

fake news

 no es una invención 

moderna. Da igual el medio que se emplee para hacer-

las circular: los bulos, las teorías 

conspiranoicas

 y las 

mentiras son muy antiguas y siempre han encontrado 

medios para imponerse.

Esa manipulación tiene en la pereza mental uno de 

sus mejores aliados: esa pereza mental que da la ra-

zón a Walter Burns, el periodista de 

Luna Nueva

, de 

Howard Hawks, y de  

Primera Plana

, de Billy Wilder, 

cuando le grita a Hildy Johnson: «Nadie lee el segundo 

párrafo». Si nadie lee el segundo párrafo, el titular dis-

torsionado y escandaloso se adueña de la información. 

Si nadie contrasta lecturas, resulta mucho más fácil di-

fundir teorías interesadas.

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el esc

é

ptico

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Primavera 2020

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