Edición 2011 - Número 249
Luis Javier Capote Pérez
La idea o, mejor dicho, el ideal de un conjunto de derechos reconocidos –que no concedidos- a las personas por el mero hecho de serlo y con vocación de ser respetados sin distinción de etnia, procedencia o creencia constituye uno de los pilares de cualquier ordenamiento jurídico que lo sea de un Estado de Derecho. Se critica a aquellos gobiernos que no los respetan, pero lo cierto es que el catálogo, contenido y extensión de los derechos humanos son asuntos que están en constante discusión.
En los últimos tiempos, asistimos en los países desarrollados a nuevas preocupaciones que se han traducido en la invocación y exigencia de nuevos derechos fundamentales, como sucede con el derecho al medio ambiente y, llegando al tema central del presente artículo, el derecho a la salud, que nuestra carta magna trata en su artículo 43.
¿Estamos ante un derecho humano o fundamental a la salud? Formalmente, el precepto queda fuera del catálogo que nuestra carta magna establece, pero no hay que olvidar que éste debe evolucionar con la sociedad y su concepto de lo que es justo. Lo que ineludiblemente existe es el deber por parte de nuestros gobernantes de organizar un servicio de sanidad pública donde se haga frente a las necesidades de la ciudadanía en la materia, a lo que habría que añadir la obligación de que en el mismo tengan cabida terapias cuya valía médica esté científicamente probada.
Constantemente asistimos a los intentos que, desde ciertos colectivos que llevan a cabo prácticas confusamente etiquetadas como “alternativas”, pretenden que la sanidad pública acoja bajo su égida y consecuentemente financie el acceso del público a las mismas. Cada petición adolece, como sus predecesoras de una perenne ausencia de pruebas que acrediten un valor terapéutico más allá del efecto placebo. En tales casos, queda fuera del mandato constitucional la adición a la sanidad pública de unos tratamientos que invocan toda suerte de méritos menos el que resulta crucial: la acreditación científica de su valía médica.
Corresponde a cada persona el derecho (y la responsabilidad) de creer en aquello que estime oportuno, pero la creencia no justifica la exigencia a los poderes públicos de que asuman con cargo a los dineros de todos unas prácticas que, hasta el momento presente, nada han podido probar, como tampoco se justifica la promesa de hacerlo a cambio de la presente y nunca mencionada contraprestación de réditos políticos. La única alternativa a la medicina es una medicina mejor.