Crítica metodológica
a la homeopatía
Enfermedad:
concepto y diagnóstico homeopático
Para los homeópatas
la enfermedad y los síntomas constituyen una
misma entidad. Este es el punto de partida básico
para el tratamiento homeopático -sin él
la ley de la analogía se vendría abajo-
y es la consecuencia lógica de la existencia
de la fuerza vital con la que se eliminan de un plumazo
los mecanismos causantes de la enfermedad. Es más;
para Hahnemann intentar conocer cómo la fuerza
vital provoca una enfermedad es una empresa inútil.
Ahora bien, esta postura
no puede achacarse al desconocimiento: en tiempos
de Hahnemann ya se había establecido la distinción
entre síntomas y enfermedad: Hahnemann
es en todo superficial... ¿Qué relación
puede haber entre una peritonitis general sobreaguda
y cierto grupo de accidentes histéricos, que
bajo el punto de vista de los síntomas, considerados
en sí mismos y como fenómenos particulares,
hecha abstracción de su elemento general, simula
bastante bien aquella grave enfermedad? ¿Qué
relación hay entre las úlceras mercuriales
y las sifilíticas, entre la angina y erupción
escarlatinosas y la sequedad faríngea, y las
eflorescencias de la piel que en ocasiones produce
la belladona...? (A. Trousseau y H. Pidoux,
1863) ¿Qué hacer en enfermedades que
presentan diferentes síntomas?
El diagnóstico
homeopático se basa en la ley de la Individualización.
Los homeópatas hacen suyo el viejo aforismo
de no hay enfermedades sino enfermos.
Pero lo que quieren decir es que los síntomas
de una enfermedad son propios de cada persona.
No existen cuadros específicos y universales
de una enfermedad, sino que los síntomas
son únicos en cada enfermo, y por tanto la
aplicación del tratamiento es único
e intransferible. Esta individualización extrema
tiene varias consecuencias: la primera es que los
síntomas comunes a muchas enfermedades carecen
de importancia: los síntomas generales
y vagos, como la falta de apetito, el dolor de cabeza,
la languidez, el sueño agitado, el malestar
general,... merecen poca atención porque casi
todas las enfermedades y medicamentos producen algo
análogo (Organon, nº 153). Así,
a un infarto de miocardio que provoque dolor de estómago
y sudoración, o a una tuberculosis con fiebre
y anorexia no hay que hacerles ni caso. Para realizar
un diagnóstico correcto homeopáticamente
hay que realizar una lista exhaustiva de la sintomatología
pero, debido a la ley de la Individualización,
fijándose en aquellos que sean los más
sorprendentes, originales, inusitados y personales:
en la homeopatía hay que considerar muy
especialmente cosas tales como el gusto por la música
sacra o el comer cebollas. La segunda consecuencia
es que no se puede desarrollar un estudio científico
de la enfermedad, no es posible la patología.
Si el tratamiento de la enfermedad es exclusivo para
cada enfermo no se puede ni clasificar las enfermedades,
ni administrar medicamentos universales, ni realizar
ensayos clínicos. Entonces, ¿por
qué funciona la farmacopea? Es en este
punto donde la homeopatía es contradictoria
consigo misma. Si el tratamiento es específico
para el enfermo, ¿cómo es que hay
laboratorios que producen masivos tratamientos homeopáticos?
¿Cómo pueden realizarse experimentos
clínicos si, en virtud de la ley de la individualización,
es imposible obtener grupos homogéneos de enfermos?
A pesar de ser inconsistentes
con sus postulados, los homeópatas dividen
las enfermedades en dos grupos: agudas y crónicas.
Las enfermedades agudas son ocasionadas por
operaciones rápidas de la fuerza vital salida
de su ritmo normal, que terminan en un tiempo más
o menos largo (Organon, nº 72) y las
crónicas son poco marcadas, y aun
muchas veces imperceptibles en su principio, se apoderan
del organismo cada una a su modo, lo desarmonizan
dinámicamente, y poco a poco lo alejan de tal
modo del estado de salud, que la automática
energía vital destinada al mantenimiento de
éste, que se llama fuerza vital, no puede oponerse
a ellas sin una resistencia incompleta, mal dirigida
e inútil, y que no pudiendo extinguirlas por
sí misma, tiene que dejarlas aumentar hasta
que por fin ocasionan la destrucción del organismo
(Organon, nº 72) Y añade que estas enfermedades
deben su origen a un miasma crónico.
Dentro de las enfermedades crónicas están
las artificiales, ocasionadas por la medicinal tradicional,
y las naturales que son tres: la lúes (sífilis),
la sicosis (gonococia) y la psora (sarna). Esta última
es la única causa de la debilidad nerviosa,
el histerismo, la hipocondría, la manía,
la melancolía, la demencia, el furor, la epilepsia,
los espasmos, el raquitismo, la escoliosis, la cifosis,
la caries, el cáncer, el fungus hematodes...
En suma, la mayoría de las enfermedades tienen
su origen en este tipo de proceso infeccioso. Me
han sido necesarios doce años de investigaciones
para encontrar el origen de este increíble
número de afecciones crónicas, para
descubrir esta gran verdad desconocida de todos mis
predecesores y contemporáneos...
(Organon, nº 80, nota 1). Aún hay más.
James Tyler Kent, uno de los homeópatas más
influyentes a finales del siglo pasado y que estableció
la llamada homeopatía clásica -la más
extendida en Gran Bretaña hoy- identificó
la psora con el pecado original. Es la evidente
culminación a un planteamiento moral del origen
de la enfermedad -no es casualidad que sean tres enfermedades
venéreas el fundamento último de las
enfermedades crónicas-.
El meollo del problema
es que los homeópatas no pueden eliminar estos
conceptos tan ridículos y falsos; deben
conservarlos pues son la base de la ley de la Similitud
y la de los Infinitésimos. Por eso modifican
los conceptos de forma ad hoc: los miasmas dejan de
ser efluvios nocivos procedentes de la tierra o el
aire para convertirse en una alteración dinámica
o cualquier predisposición constitucional a
la enfermedad. De esta forma salvan el problema y
de paso evitan que sea irrefutable por lo vago y general
del término. Así, con la psora se puede
referir actualmente tanto a la inmunodepresión
como a enfermedades autoinmunes y a la alergia
(T. Pascual, T. Ballester y R. Ancarola).
La
ley de similitudes
Durante siglos, las doctrinas
terapéuticas se basaron en las obras de Hipócrates
y Galeno, que establecieron sus conceptos en función
de los conocimientos de la época. Una de las
ideas más aceptadas en el saber antiguo era
la teoría de los cuatro elementos,
atribuida a Empédocles de Agrigento. Así,
la materia (tierra, agua, aire, fuego) tenía
cuatro cualidades primigenias (húmedo, seco,
caliente, frío) que se relacionaban entre sí
por los principios de Amistad y Discordia. Los cuatro
elementos tenían en el ser vivo su representación
en los humores (sangre, flema, bilis negra y bilis
amarilla). La medicina de la época utilizaba
los principios de amistad y discordia, así
como el estudio de los humores para establecer sus
doctrinas terapéuticas, denominadas ía
(contraria contrariis curantur) y simpatía
(similia similibus curantur).
Tanto Hipócrates
como Galeno señalan que, por norma general,
el sistema más idóneo es el de los contrarios.
Así, por ejemplo, Galeno dice: esfuérzate
por oponer siempre remedios contrarios al mal,
y hablando del estómago explica: si está
demasiado caliente es necesario enfriarlo; si frío,
será necesario calentarlo. Igualmente, si está
seco hay que humedecerlo, y si excesivamente húmedo,
secarlo. No quiere decir esto que rechazaran
la otra doctrina. Por ejemplo, en el uso de purgantes
la aconsejaban debido a que, según Galeno se
ha demostrado que cada remedio atrae a su propio humor.
Realmente, la ley de
similitud planteada por Hahnemann no dista mucho de
la ley de las signaturas planteada en
su día por Paracelso, quien aplicaba remedios
obtenidos a partir de elementos que tenían
semejanza física con el órgano afectado
o con la afección. En el caso de Hahnemann,
la semejanza de forma pasa a ser una semejanza de
síntomas, pero carece de cualquier otra justificación.
Además, existe
otro problema en el planteamiento que hizo Hahnemann
para elaborar su teoría. En el siglo XIX la
fiebre no era, tal como hoy se sabe, un síntoma
común a muchas afecciones distintas, y directamente
conectado con el sistema inmunológico. Para
Hahnemann y sus coetáneos la fiebre estaba
caracterizada como una única enfermedad,
de la que la elevación de temperatura corporal
era su síntoma directo. Cuando, al administrarse
dosis de quinina, Hahnemann experimentó un
aumento de su temperatura corporal, interpretó
que estaba padeciendo los síntomas propios
de la fiebre, como enfermedad; no que dicho síntoma,
asociado a otros muchos, puede ser indicativo de múltiples
y muy distintas enfermedades.
Durante el siglo XIX,
los avances científicos en química o
fisiología fueron demostrando cómo funcionan
las interacciones en la naturaleza. Como consecuencia
de ello, la medicina optó por una doctrina
que recogía con mucha más lógica
los nuevos conocimientos: diversa diversis curantur,
es decir, los efectos no tienen nada que ver con la
similitud o disimilitud entre fármaco y enfermedad.
La investigación médica en el siglo
XIX adopta una actitud claramente científica,
y se orienta al estudio de la etiología de
las enfermedades (sus causas determinantes), el estudio
de los fármacos, la búsqueda de principios
activos y la posibilidad de sintetizarlos, la farmacodinamia
(parte de la farmacología que estudia los efectos
bioquímicos y fisiológicos de los fármacos
sobre el organismo, así como sus mecanismos
de acción, principalmente sus reacciones con
los receptores) o la toxicología (efectos directos
o secundarios no deseados de los principios activos
en función de las dosis).
Tal como recoge Luis Angulo
(El agua bendita de la homeopatía, LAR
n. 15), a la luz de la farmacología moderna
surgen una serie de objeciones claras y concretas
a la homeopatía.
1.- La ley de similitud
rescata los viejos conceptos de Amistad y Discordia
que ya no tienen sentido en la química moderna.
La modificación que hace Hahnemann no es más
que una burda actualización sin base alguna.
2.- La ley de similitud
hace que el médico homeópata vea la
enfermedad como un simple cuadro sintomatológico
y no atiende a la naturaleza etiológica de
la misma, debido a la falta de recursos científicos
de la ley.
3.- No existe una
farmacodinamia homeopática que explique cómo
actúa la ley de similitud, no se explica de
qué forma actúan, ni cómo lo
hacen, ni cómo son eliminados por el organismo
los medicamentos homeopáticos.
4.- La homeopatía
no explica cuales son las formas farmacéuticas
indicadas para cada caso, ni explica por qué.
Además no existen estudios sobre las vías
de administración recomendables.
5.- Todas las investigaciones
sobre la ley de similitud se limitan a señalar
estadísticamente los efectos positivos de los
fármacos y no su modo de acción. Estos
efectos están en el umbral de percepción
del investigador.
6.- La ley de similitud
es más certera en las enfermedades de tipo
psicosomático y es ineficaz en trastornos de
carácter muy concreto, traumatismos, infecciones...
7.- La homeopatía
tiene una visión muy parcial de la terapéutica,
olvidándose de las acciones profilácticas,
paliativas, consecutivas, fortificantes, etc...
En resumen, la ley
de similitud no deja de ser una hipótesis no
demostrada por ninguna investigación fiable,
que no es explicada a la luz de la ciencia, y contra
la que se pueden presentar muy sólidos argumentos.
El experimento crucial
para el desarrollo de la homeopatía fue el
de la quinina. En él, Hahnemann y todos los
homeópatas que le siguen caen en la falacia
lógica de post hoc ergo propter hoc
. Hay dos hechos bien observados, la curación
de la malaria por la quinina y la aparición
de síntomas similares a la malaria si se toman
grandes dosis de quinina. El error aparece cuando
se infiere que entre ambos existe conexión
causal cuando sólo hay coincidencia relacional
entre dos hechos independientes. Fijémonos
en lo absurdo del planteamiento homeopático.
Como la penicilina produce una reacción alérgica,
entonces cura la urticaria. Como puede curar una neumonía,
también puede provocarla. Como cura la gonorrea,
la debería causar a los sanos. Como la estreptomicina
puede curar la tuberculosis pulmonar, puede hacer
enfermar de tuberculosis a los sanos. De igual forma,
los antihipertensivos deben ser igualmente capaces
de producir un aumento de la tensión arterial.
Es más, como el monóxido de carbono
provoca la asfixia a un hombre sano, ¿por qué
no curar la disnea dándoselo a respirar? Al
diabético se le curaría dándole
glucosa y al hipertenso, sal. O curar una hemorragia
digestiva produciendo erosiones en zonas gástricas
indemnes.
Que haya médicos
convencidos de la validez de la ley de la similitud
es preocupante. No sólo no son capaces de descubrir
una falacia lógica sino que, además,
confunden la enfermedad con sus síntomas
-para Hahnemann esta ecuación es directa, ya
que toda enfermedad es un desequilibrio de la fuerza
vital-, y el mecanismo de acción de los medicamentos
con sus efectos secundarios -un fármaco no
tiene por qué producir síntomas y mucho
menos similares a la enfermedad que va a curar-.
La forma de determinar
que una cierta sustancia puede ser válida homeopáticamente
también es curiosa. El medicamento debe
administrarse en estado puro a un individuo sano para
observar claramente los síntomas que produce.
Así, los medicamentos fuertes -o sea, los que
matan, como el arsénico- deben administrarse
en dosis poco elevadas; los menos fuertes, en dosis
más elevadas; y los débiles, a personas
sanas de constitución delicada, irritable y
sensible. Sólo puede utilizarse medicamentos
que se conozcan bien y se sepa que son puros, tomándose
sin ser disueltos en nada. El sujeto objeto de estudio
debe llevar un régimen moderado, ausente de
comidas especiadas y sin legumbres verdes, raíces
y sopas de hierbas pues, aunque cocinadas, conservan
su poder medicinal. Debe evitar trabajos penosos de
cuerpo y espíritu, así como los excesos
y las pasiones desordenadas que pueden nublarle a
la hora de describir claramente las sensaciones que
experimenta. No se experimentará con animales
-a pesar de tales recomendaciones, han aparecido veterinarios
homeopáticos-.
La ley de la similitud
utiliza el bien conocido razonamiento por analogía,
común en el pensamiento mágico.
Que el preparado homeopático produzca síntomas
similares a la enfermedad que cura es en todo punto
idéntico al pensamiento del hechicero de
que una planta en forma de corazón debe utilizarse
para problemas cardíacos; o comer el corazón
de un león para obtener su arrojo y bravura.
Las
vacunas
Uno de los argumentos
utilizados con frecuencia por los defensores de la
homeopatía es que la medicina científica
utiliza una técnica conceptualmente similar
a la homeopatía: la vacunación.
En efecto, en una vacunación se inocula a un
paciente un germen debilitado, buscando la reacción
natural del organismo. Además, al igual que
ocurría en los tratamientos homeopáticos
de sus creadores, a la vacunación sucede en
ocasiones un inicial empeoramiento del paciente.
Pero, obviamente, la
comparación es absolutamente inadecuada,
y los defensores de la homeopatía no conocen
-o no quieren conocer- la diferencia existente. Se
trata simplemente de un sofisma por falsa analogía.
En primer lugar, la
vacunación no es nunca un método curativo,
sino meramente preventivo. No se trata de que un organismo
reaccione a determinado estímulo sintomatológico,
reajustando sus parámetros vitales. El sistema
inmunológico se conoce casi a la perfección,
y éste no responde a síntomas fisiológicos,
sino a la presencia física y real de un antígeno
específico. Lo que se busca en una vacunación
es forzar la presencia del antígeno, pero con
su capacidad patógena reducida. El sistema
inmunitario es incapaz de distinguir si la capacidad
patógena del antígeno es alta o baja,
pero sí detecta su presencia, normalmente en
base a una especificidad protéica, disparando
los mecanismos que conducen a la producción
del anticuerpo específico adecuado para combatir
la presencia del antígeno. De esta forma,
el organismo estará perfectamente preparado
ante la posible llegada futura de un antígeno
idéntico, éste sí, con su capacidad
patógena intacta.
Hay que tener en cuenta
que en el proceso inmunológico subyacente a
la vacunación, los anticuerpos generados por
el organismo son específicos del antígeno
inoculado (un microorganismo o una toxina generada
por el mismo). Esta especificidad exige que, a diferencia
de la homeopatía, el antígeno se inocule
en cantidades suficientes para ser detectado por el
sistema inmunológico, disparando de esa forma
la producción del anticuerpo. A pesar de los
esfuerzos de Jacques Benveniste, de quien hablaremos
más adelante, no se ha podido comprobar
una respuesta inmunológica cuando el antígeno
se encuentra altamente diluido.
Evidentemente, el antígeno
debe administrarse en una forma tal que no sea nociva
para el organismo. Pero el bloqueo de su cualidad
nociva no puede realizarse por simple disolución,
ya que perderíamos la capacidad de detectarlo.
Este doble compromiso se puede soslayar gracias a
que, por lo general, no coincide en el antígeno
su factor específico -aquel factor por el que
es reconocido por el sistema inmunitario- y su factor
tóxico o infeccioso. Esto permite obtener en
laboratorio cantidades suficientes de antígeno,
limitando su nocividad, pero manteniendo su especificidad.
En el caso de bacterias, por ejemplo, su especificidad
suele estar asociada a las lipoproteínas o
polisacáridos que forman parte de su membrana
celular, mientras que la toxicidad responde a una
proteína producida por algún gen de
la bacteria. Mediante ingeniería genética
es posible conseguir cepas bacterianas idénticas
a las originales, pero con el gen productor de la
toxina bloqueado o eliminado, lo que las hace incapaces
de producir enfermedad alguna. Mantienen sin embargo
su especificidad, por lo que serán reconocidas
por el sistema inmunológico como agentes invasores
nocivos. Esta es una de las técnicas utilizadas
en la obtención de vacunas, aunque no es evidentemente
la única.
Este mecanismo implica
que:
1.- Las altas diluciones
no tienen sentido en vacunación.
2.- La vacunación
es muy eficaz como terapia preventiva, pero normalmente
no tiene sentido una vez infectado el individuo -es
decir, como terapia curativa-. En el mejor de los
casos, no sirve para nada. Tan sólo tiene sentido,
raras veces, en enfermedades causadas por microorganismos
de desarrollo lento.
3.- Lejos de responder
al equilibrio de una supuesta fuerza vital
la vacunación está basada en un mecanismo
perfectamente conocido y estudiado.
Este proceso desencadenado
por la vacunación supone además una
diferencia notable entre la vacunación y
un tratamiento homeopático. Tanto en el
caso de haber contraído una enfermedad infecciosa,
como en el caso de una vacunación, es posible
detectar la presencia del antícuerpo específico
en el suero sanguíneo. Éste es un
método muy frecuente para diagnosticar algunas
enfermedades, como el SIDA o la brucelosis. Sin
embargo, tras un tratamiento homeopático, no
se puede detectar la presencia de ningún anticuerpo
ni sustancia alguna que pueda tener una función
inmunitaria, y cuya presencia pueda achacarse directamente
al tratamiento. La comparación entre ambas
técnicas, y mucho más su asimilación,
carece absolutamente de sentido.
En el caso de la homeopatía,
se pretende extender el método de vacunación
a síntomas -no a gérmenes específicos-,
suministrando principios activos no necesariamente
biológicos -los elementos químicos y
las moléculas inorgánicas no son antígenos,
y no disparan ningún tipo de mecanismo inmunológico-,
como terapia curativa no preventiva, y suponiendo
procesos fisiológicos totalmente desconocidos.
Huelga añadir cualquier comentario.
La
ley de infinitésimos
Los homeópatas
resumen esta ley de la siguiente manera: para
tener una mejoría rápida, suave y duradera
es necesario utilizar dosis infinitesimales.
Esto lo explican diciendo que con dosis infinitesimales
disminuye la toxicidad del preparado -algo que resulta
obvio-, pero simultáneamente aumenta su efectividad
y rapidez curativa. Y lo dicen sin que esto les parezca
una contradicción. Realmente se está
confundiendo menos perjudicial con más
beneficioso.
Es evidente que Hahnemann
no es tonto. Si según su inspirada ley el arsénico
puede curar, también es claro que mata, por
lo que debe ser diluido a cantidades que no provoquen
la muerte. A este proceso de dilución extrema
se le llama potenciación para conseguir que
aparezcan en las diferentes sustancias sus poderes
espirituales e inmateriales. Este proceso se
realiza mediante la llamada sucusión, donde
las diluciones deben agitarse al menos 40 veces y
seguir un procedimiento de sucesivas divisiones que
para cualquier antropólogo tiene el mismo aspecto
que los rituales mágicos de los hechiceros
y chamanes. No se dan razones objetivas para fundamentar
este mecanismo; simplemente es una nueva inspiración
divina del gurú. Y la iluminación
divina no necesita ser probada. Lo cierto es que se
violan las leyes más elementales y básicas
de la física y la química. Que preparados
homeopáticos no contengan ni una sola partícula
de principio activo y sean los más potentes
es, cuando menos, chocante.
Parece como si las
moléculas de una sustancia activa tuvieran
personalidad propia y muy mala avenencia. Así,
cuando éstas se encuentran en gran número,
prevalecen los efectos perjudiciales que provocan,
mientras que en pequeño número se incrementa
considerablemente su capacidad benefactora. Se debe
deducir por tanto que la reactividad química
de estas sustancias no responde en absoluto a las
leyes de la química universalmente aceptadas.
Se conocen sustancias
que tienen distinta reactividad en función
de su concentración, tanto en relación
directa (la inmensa mayoría), como con relaciones
no lineales (aumenta la reactividad al aumentar la
concentración sólo hasta cierto punto,
a partir del cual se satura o incluso disminuye algo).
Lo que no conoce la química es ninguna sustancia
cuya reactividad guarde una relación puramente
inversa con la concentración (más activa
cuanto más diluida), y menos aún una
que posea doble reactividad. Si además se da
el caso de que la reactividad directa sobre un organismo
vivo sea siempre tóxica, y la inversa siempre
curativa, las sospechas de que nos encontramos ante
un producto milagroso o mágico surgen inmediatamente.
Aún más
absurdo que el argumento anterior es la interpretación
que hacen los homeópatas del concepto infinitésimo.
Para realizar un preparado
homeopático se comienza por preparar una dilución
de la sustancia en cuestión. Es lo que se llama
Tintura Madre. A continuación se toma
una gota de la misma y se disuelve en 99 gotas de
disolvente -agua, alcohol o lactosa-, y se mezcla
bien (dinamización). Tenemos ya una disolución
1CH (Centesimal Hahnemanniano). Si repitiéramos
el proceso, tomando una gota de disolución
1CH para mezclarla con 99 de disolvente, tendríamos
una disolución 2CH. Se realizan también
disoluciones 1 a 10 (decimales hahnemannianos) o por
el método Korsakov, que utiliza en cada proceso
la fracción de disolución que queda
adherida a las paredes del vaso. Algunas diluciones
típicas de la farmacopea homeopática
son 3DH, 6DH, 4CH, 7CH, o 30CH, pero llegan en ocasiones
a valores mucho más elevados.
Realmente, los valores
a los que se llega son totalmente astronómicos
y desorbitados. Para conseguir una dilución
30CH no es preciso un gran volumen de disolvente.
Con un centímetro cúbico de tintura
madre, disuelto en 99 de agua podríamos obtener
100 centímetros cúbicos de preparado
homeopático 30CH utilizando apenas tres litros
de disolvente. Sin embargo, la relación
de concentraciones entre la tintura madre y el preparado
final es aproximadamente el mismo que si arrojamos
una pequeña gota de tintura madre en un depósito
de agua tan grande como ¡todo el sistema solar!
Es decir, en este tipo
de diluciones, la probabilidad de encontrar una sola
molécula del principio activo es absolutamente
despreciable. En una dilución 30CH esta
probabilidad es aproximadamente de una molécula
en cada 1037 vasos (un uno y treinta y siete ceros)
de preparado homeopático, o lo que es igual,
una molécula en un volumen miles de veces
superior al de la tierra. ¿Qué es
lo que actúa?
Evidentemente, si tomamos
valores de dilución menores, las comparaciones
no son tan exageradas, pero hemos querido mostrar
con esto el límite -o la ausencia del mismo,
más bien- de lo absurda que resulta la ley
de infinitésimos. Tan sólo la más
baja de las diluciones utilizadas en homeopatía
(3DH equivalente a 1/1000) se acerca remotamente a
las cantidades de principio activo que podemos encontrar
en cualquier fármaco comercial.
Para entender lo que significa, por ejemplo, una dilución
12C es ilustrativo recurrir al llamado teorema
del último suspiro de Julio Cesar.
Si el último
suspiro de César se encontrase hoy día
distribuido de manera uniforme en toda la atmósfera
terrestre -y suponiendo que el volumen de la atmósfera
es unas 1024 veces la capacidad de nuestros pulmones-
con cada inhalación de aire que tomásemos
respiraríamos una molécula del aire
de ese último suspiro. sin embargo [esta] dilución
12C sólo es el comienzo, pues la dilución
homeopática más habitual es del orden
30C... una potencia de 30C. Esta cifra equivale a
un grano de sal disuelto en un volumen de disolvente
que llenaría diez mil millones de esferas,
cada una de ellas lo bastante grande como para abarcar
todo el sistema solar. Según una publicación
de la OMS, se han utilizado con éxito
potencias de cerca de 100000C, es decir, diluciones
de 10-200000 (recordemos que el número de partículas
subatómicas del universo es sólo de
1080). El hecho de que estos engaños puedan
prender en la fantasía de miles de hombres
y mujeres con cualificación médica -sobre
todo en Francia, Alemania y Gran Bretaña- o
bien debe considerarse una acusación directa
a la educación impartida en las facultades
de medicina, o bien pone en evidencia que algunas
mentes presentan una incapacidad congénita
para desarrollar un pensamiento crítico
(Skrabanek y McCormick).
Podemos ensayar una serie
de hipótesis para tratar de justificar esta
ley.
La primera sería suponer que el número
de Avogadro, que permite calcular cuántas moléculas
-parte indivisible de una sustancia como tal- se encuentran
en una cierta cantidad de determinada sustancia, está
equivocado. Si ello fuera cierto, evidentemente,
estaría también equivocada la práctica
totalidad de la química moderna.
Una segunda hipótesis
sería aquélla según la cual el
principio activo modifica no se sabe qué característica
del disolvente, que conservaría así
las cualidades de aquél. Al margen de cuál
sea esa característica, nos encontramos aquí
con los mismos problemas que antes. ¿Por
qué el soluto transmite al disolvente sus cualidades
curativas y no su toxicidad? Además, todas
los conocimientos de la reactividad química
estarían equivocados. De acuerdo con la química
y física oficiales, una sustancia o cuerpo
puede producir algún efecto sobre otra sustancia
o cuerpo, siempre que entre ellos tenga lugar algún
tipo de reacción físico-química.
La capacidad de una sustancia o cuerpo para producir
este tipo de reacciones, su reactividad, se ha considerado
una consecuencia de la estructura propia del cuerpo
o sustancia, y por tanto una característica
intrínseca de la misma. Sin embargo, de acuerdo
con la hipótesis homeopática, una molécula
no reaccionaría químicamente con otra
(o determinado átomo con otro) por intercambio
electrónico o solapamiento de sus orbitales,
tal como creen la química y física modernas,
sino que la reacción se realiza en base a no
se sabe qué fenómeno físico que,
al ser transmisible del soluto al disolvente, no es
propio de la sustancia. Si el agua se puede comportar
como si fuera no sé qué sustancia que
ha estado disuelta en ella en cierto momento, tal
cualidad de comportamiento, ¿es propia del
agua, de la sustancia disuelta o de ninguna de ellas?
¿Qué sentido tiene entonces la química?
De acuerdo con esta
hipótesis, si nosotros diluimos sucesivamente
polvo de carbón en agua, la sustancia que obtenemos
al final -básicamente agua- debería
ser combustible.
Para algunos, la acción
del soluto sobre el disolvente consiste en modificar
su estructura molecular, de forma que el disolvente
mantiene las propiedades del soluto incluso en ausencia
de molécula alguna. Ésa es en cierto
modo la hipótesis que intentó demostrar
Jacques Benveniste, de quien hablaremos más
adelante. Según esta teoría, la reactividad
de una molécula depende de su estructura interna,
y es modificable.
Para otros, el soluto
transmite al disolvente determinadas energías
vitales u ondas desconocidas, con idéntico
efecto. Unos y otros inventan la llamada memoria del
agua, e incluso llegan a invocar a la mecánica
cuántica o a la reciente teoría del
caos para justificar lo injustificable.
Tal como comenta Angulo
en el artículo citado,
los homeópatas
hablan, como los parapsicólogos, de energías
desconocidas para la física, estructuras moleculares
desconocidas para la química, ondas de frecuencia
desconocida para la ondulatoria, fuerzas vitales desconocidas
para la fisiología, y sistemas de defensa desconocidos
para la inmunología. Como debería ser
bien sabido, cuanto más descabellada es una
idea, más argumentos necesita para su demostración,
y lo que deberían hacer los homeópatas
es dejar de hablar de supuestos y demostrar la existencia
de estas energías, ondas y fuerzas vitales
hasta ahora imaginarias.