El Escéptico Digital - Edición 2013 - Número 268
Joan Benech y Carles Muntaner
(Artículo extraído de la página Rebelión.org).
Prólogo del libro de Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, Ciencia en el ágora. El Viejo Topo, Mataró (Barcelona), 2012
“Vivimos en un mundo cautivo, desarraigado y transformado por el colosal proceso económico y técnico-científico del desarrollo del capitalismo que ha dominado los dos o tres siglos precedentes (….) hay síntomas externos e internos de que hemos alcanzado un punto de crisis histórica.” Eric Hobsbawm
“La ciencia es cómplice de todo lo que le piden que justifique”. Pierre Bourdieu
Aunque durante el último tercio del siglo XIX la tecnología basada en el conocimiento científico se convirtió en un factor esencial para la vida social (baste pensar en la aparición de la radio, el cinematógrafo, los automóviles o la aviación), fue en el siglo XX cuando la ciencia y la tecnología modernas se convirtieron, directa o indirectamente, en algo “sin lo cual la vida cotidiana era ya inconcebible en cualquier parte del mundo.” [1] Como a principios de ese siglo mostraron los avances en medicina y salud pública, las comunicaciones o, muy en especial, el armamento bélico, la ciencia y la tecnología no sólo transformaron radicalmente nuestro conocimiento del mundo sino también el propio mundo. Tras la I Guerra Mundial, se fortaleció enormemente la vinculación entre ciencia, estado y ejércitos, convirtiéndose los gobiernos en los principales patrocinadores y clientes de la tecno-ciencia; pero fue a partir de la II Guerra Mundial cuando se consolidó e institucionalizó definitivamente la ciencia a través de su militarización con planes como el Proyecto Manhattan, producto del cual surgió una nueva tecnología militar de consecuencias devastadoras con la bombas nucleares lanzadas por EE.UU. sobre Hiroshima y Nagasaki. Los daños producidos por una tecnología tan peligrosa tenían relación directa con el hecho de disponer un conocimiento científico de enorme calidad. Como sintetizó con claridad Manuel Sacristán: “la peligrosidad o ‘maldad’ práctica de la ciencia contemporánea es función de su bondad epistemológica” [2,3]