En su columna del 15 de julio de 2018 el Sr. Vargas Llosa ponía en duda la conveniencia de liberar a Patricia Aguilar, la chica española que había abandonado a su familia y marchado a Perú embaucada por Félix Steven Manrique Gómez, autodenominado “Príncipe Gurdjieff”. Según el Premio Nobel de Literatura, no es evidente que la detención de Félix Steven y la devolución a España de Patricia Aguilar sea lo más justo para ella, puesto que la joven huyó con 18 años recién cumplidos, es decir, era mayor de edad, y parecía feliz con la vida que llevaba en Perú.
La vida de la joven en Perú, en una barriada pobre de Lima primero y en un pueblo del Amazonas después, consistía en formar parte del harén de Félix Steven y en trabajar para mantenerlo, según cuenta el propio Vargas Llosa en su escrito, que es, además, a donde apuntan todas las evidencias del caso. ¿Por qué una joven española de clase media abandona toda su vida para someterse al yugo de un extraño al otro lado del océano? Patricia Aguilar atravesaba una situación de vulnerabilidad tras la pérdida de un tío suyo muy querido, y el tal Félix Steven aprovechó para embaucarla: le explicó que el mundo tocaba a su fin y que sólo se salvarían aquellas (en femenino, puesto que sólo reclutaba mujeres) que le siguieran, con quienes repoblaría el mundo después del apocalipsis. Esto puede sonar estrambótico, pero hay que tener en cuenta que cualquier ser humano puede verse algún día en una situación en la que sea más importante el carisma del embaucador que la tontería que cuente. La mente humana es frágil, y las circunstancias de la vida pueden ser muy duras. Todos deberíamos ser conscientes de lo vulnerables que somos, más cuanta menos experiencia tenemos y más solos estamos, porque eso nos ayudaría, primero, a no abandonar a nadie por estrambótico que sea el engaño en el que parece haber caído y, segundo, a convencernos de la necesidad de no tolerar engaños.
Nos gustaría poner en evidencia que el Sr. Vargas Llosa banaliza con su columna un problema extremadamente serio. Lo que viene a defender en su escrito, simple y llanamente, es que los charlatanes tienen derecho a mentir y a engañar, y a obtener un beneficio material a cambio, siempre y cuando ofrezcan un sucedáneo de felicidad al engañado. Si aceptáramos su planteamiento, estaríamos legitimando a todo tipo de estafadores profesionales. ¿Defenderíamos a los trileros aduciendo que ilusionan, aunque sea fugazmente, a los que caen en sus juegos? Porque, que nadie se llame a engaño, la supuesta felicidad de Patricia Aguilar, que al Sr. Vargas Llosa le parece ver en aquella foto en la que ella sostiene a su hija de un mes en brazos, vale lo mismo que la que puedan disfrutar las personas adictas al juego en una sala de juegos de azar. ¿Abandonaríamos a estas personas porque arruinar su vida en un casino les hace felices?
Es cierto, por supuesto, que hay que respetar la libertad de las personas adultas para hacer con su vida lo que crean conveniente, pero no es menos cierto que las instituciones deben velar por que esta libertad se ejerza sin estar bajo la influencia de personas o grupos que se aprovechen de situaciones de vulnerabilidad, como la que estaba viviendo la propia Patricia. La vida que llevaba Patricia Aguilar en Perú no era fruto de su libre elección: no puede haber libre elección en el engaño. Tampoco, en realidad, podía hacerla feliz pues la convertía en una persona totalmente dependiente y limitaba todas sus opciones de futuro a una sola: seguir subordinada al yugo del charlatán.
Desde la asociación invitamos al Sr. Vargas Llosa a realizar una reflexión más profunda, a la que, por otra parte, le obliga la responsabilidad de la palabra escrita, sobre todo en una persona de su relevancia social.