El Escéptico Digital - Edición 2013 - Número 273
Roberto Augusto
Nota: la reseña a la que se responde se puede consultar en el siguiente enlace: http://revistes.uab.cat/enrahonar/article/view/v52-armengol/pdf_1
En este texto quisiera responder a las críticas que Andrés Armengol hace en su reseña de mi libro En defensa del ateísmo (Laetoli, 2012) publicada en Enrahonar (la revista del Departamento de Filosofía de la UAB) en su número 52.
Dice el señor Armengol que salgo en defensa del ateísmo “como verdad última y definitiva”. No digo tal cosa en mi ensayo. La ciencia no es la verdad definitiva, es solo, nada más pero tampoco nada menos, uno de los instrumentos claves para el progreso humano. Si algo caracteriza a las teorías científicas es que no son dogmas y que, además, son provisionales. Una teoría es válida hasta que encontremos otra mejor. La ciencia no es únicamente un conjunto de leyes, sino sobre todo una metodología para la comprensión del mundo. En eso se diferencia de manera radical de la religión, que se fundamenta en verdades indemostrables, fijas en el tiempo y que no se pueden someter a un debate racional.
El autor de esta reseña me critica que únicamente hablo de cristianismo, que dejo de lado otras religiones o creencias politeístas. Por desgracia no se puede abarcar todo y hay que acotar el discurso. Vivimos en una sociedad de tradición cristiana y es normal que nos centremos en esa religión. De todas formas la explicación de las razones que impulsan a creer en una religión tiene una validez universal (palabra que parece no gustar a A. Armengol).
Éste sostiene que digo que la ciencia “ha podido dar cuenta de todo cuanto existe a través de explicaciones que no precisan de ningún elemento divino”. En ningún momento afirmo esto. Varias veces señalo el hecho de que la ciencia no ha podido explicar el origen del universo, circunstancia que aprovechan las religiones para llenar ese vacío con sus teorías y dogmas que no se sostienen en ninguna prueba. La ciencia reconoce su ignorancia, la religión, en cambio, se considera en posesión de la verdad absoluta.
Más sustancial me parece esta pregunta: “Por qué motivo hay que establecer algún tipo de jerarquía entre la «razón» y la fe y si no es concebible el hecho de que las explicaciones científicas y religiosas no pretenden dar respuestas de lo mismo, sino que sus registros son inconmensurables y radicalmente diferentes, puesto que dan cuenta de fenómenos que no son equivalentes”. Los registros son radicalmente diferentes, pero compiten por el mismo espacio explicativo. Es decir, la religión y la ciencia pretenden explicar los mismos fenómenos de manera diferente. Los científicos buscan el origen del universo en el estudio de la materia y de las leyes de la física. Las religiones, o algunas de ellas, pretenden conocer ese origen a través de textos revelados por profetas o procedimientos místicos similares. Hay una competencia directa entre la fe y la razón. Por eso a lo largo de la historia ha habido tantos conflictos entre científicos y élites religiosas. Un ejemplo de “inconmensurabilidad” lo encontraríamos entre la ciencia y la poesía, ya que no compiten por explicar el mundo. Esa lucha por explicar los mismos fenómenos justifica la contraposición entre ambos discursos.
Me gustaría también comentar esta cita: “Propuestas como la de Augusto dinamitan la subjetividad en cualquier faceta, puesto que defienden la perversa idea de una objetividad que se impone por sí misma, y la verdad es, finalmente, un mandamiento divino inapelable”. No puedo estar más en desacuerdo. Que la ciencia sea objetiva, universal (y no un discurso más como pretenden los postmodernos relativistas) no elimina la subjetividad: ambas cosas son compatibles. Que el sistema métrico o el álgebra expresen verdades objetivas no quita que seamos seres individuales y únicos. No dinamita la subjetividad, simplemente pienso que existe una razón universal y una naturaleza humana común, algo que choca con gran parte del discurso actual, pero que conecta con la esencia misma del proyecto ilustrado, el núcleo básico de la modernidad, aunque en algunos se nieguen a aceptarlo. Es absurdo, además, afirmar que esa objetividad es “un mandamiento divino”. La ciencia se sustenta en hechos y pruebas, en realidades constatables empíricamente. Todas sus afirmaciones se pueden y se deben discutir, son falsables: esa es otra de sus principales características, tal como señalaba Popper.
El autor de esta reseña me critica que establezca un nexo entre desarrollo y ateísmo. Es incontestable que en los países donde hay más prosperidad el número de ateos es mayor (la única excepción a esta regla es quizás EE. UU.). Cuando la religión ha dominado la sociedad europea el nivel de vida del que disfrutábamos era lamentable. La gente moría de enfermedades fácilmente curables porque toda investigación científica estaba sometida a las limitaciones de las jerarquías eclesiásticas, más preocupadas en mantener sus injustos privilegios. Solo cuando la religión ha dejado de ocupar un lugar central hemos podido progresar, mejorar en múltiples aspectos.
Quizás la idea de “progreso” tampoco le guste a Andrés Armengol. Probablemente para él el discurso del chamán es equiparable al de un médico. Me pregunto si cuando está enfermo se va a algún mago a que le cure con un hechizo o se deja aconsejar por la ciencia moderna. Es contradictorio despotricar contra el conocimiento científico cuando uno se beneficia de sus logros. Los científicos nos han llevado a la Luna. Los hechiceros no nos conducen a ninguna parte, por mucho que sean del agrado de los postmodernos.
Esta reseña acaba esgrimiendo una de las críticas típicas de los teístas diciendo que soy un apóstol del positivismo, “que ha desembocado en la actualidad en un cientifismo enemigo de cualquier individualidad que pretenda decir «no» a su discurso, puesto que niega el debate a todos aquellos que no pensamos como ellos, lo cual, como todos recordaremos, es algo presente en las formas totalitarias”. Los que no están abiertos al debate son aquellos que se creen en posesión de la verdad absoluta. El dogmatismo religioso e ideológico es incompatible con el debate. La esencia misma de la ciencia es la crítica, el escepticismo moderado y el diálogo basado en argumentos racionales y en los hechos. Eso nada tiene que ver con formas totalitarias, sino que es la democracia de la razón. La verdad no es patrimonio de unas élites iluminadas por Dios, sino un bien al alcance de todos los que estén dispuestos a buscarla.