Os pido perdón por volver al tema del «principio de precaución» pero es que cada día me indigna más. Y me explico. Claro que soy partidario de hacer las cosas con precaución y claro que no estoy dispuesto a que las empresas, cuyo objetivo es la obtención de beneficios, sean las que decidan las reglas del juego; creo que las reglas debemos decidirlas nosotros, los ciudadanos, democráticamente... Pero, una vez dicho esto tengo que añadir que muchas posturas actuales sobre precaución son absurdas, carentes de fundamento y lo más grave de todo, paralizan los avances y en nuestra situación actual - 7 000 millones de personas, escasez de energía, escasez de alimentos y escasez de materias primas, no avanzar es retroceder -. Nuestra única opción es correr como locos para permanecer donde estamos.
Un ejemplo paradigmático lo tuve hace unos meses en un curso de verano en el que hubo una conferencia sobre organismos modificados genéticamente. En las charlas entre pasillos que suele ser lo más interesante de los congresos me encontré con una excompañera de trabajo con la que me puse a hablar de la conferencia. Ella me empezó a hablar de los topicazos de siempre: «multinacionales», «peligro», «principio de precaución»... Argumenté que lo que teníamos que hacer era definir exactamente qué vamos a exigir a los OMG para permitir su salida al mercado, «habrá que estar probando durante diez años en invernadero...», «habrá que alimentar ganado durante 15 años para ver si tienen efectos adversos...». Pero yo defendía que una vez que se hubieran superado esos filtros deberíamos permitir su comercialización y ella bióloga me soltó que no permitiría nunca la comercialización de OMG. Os podéis imaginar que mi siguiente pregunta fue «¿por qué?, ¿por qué si ya los hemos sometido a todos los controles que hayamos podido establecer?»... Su respuesta fue lo desconcertante: «Porque hoy sabemos que no son dañinos pero no sabemos cómo van a evolucionar y, a lo mejor, en el futuro son terriblemente dañinos». Mi contrarréplica fue visceral: « ¿Y tú qué sabes cómo va a evolucionar el tomate no OMG que he plantado en mi huerta?». ¿Dejamos de plantar tomates no vaya a ser que en el futuro nos causen un desastre ecológico?
Lo sorprendente es que esa persona lo decía con toda la buena voluntad del mundo y no se daba cuenta de que su postura «precautoria» era paralizante. En nuestra sociedad nos intentamos aislar tanto del riesgo que hemos olvidado que el riesgo cero no existe, que la seguridad absoluta es parálisis...
Hace unos días, en una tertulia en «Onda Cero» en la que participo semanalmente, entrevistamos a la directora de un colegio que se había negado a recibir unos ordenadores personales para los alumnos porque tenían WiFi. No pude resistirme a preguntar que qué pasaba con el WiFi, ¿hay algún estudio serio que demuestre que es dañino? Me dijo que no, pero que por «el principio de precaución»... Por el principio de precaución no ponemos Wifi. No me cabe duda de la buena voluntad de esta persona, ni de que quiere lo mejor para los alumnos, pero ¿no se da cuenta de que por la misma regla de tres podríamos prohibirles tocar los libros pues aunque no hay ninguna prueba es posible que en una exposición continuada a los mismos les cause cáncer o locura? Un antecedente de que eso es así ya lo escribió Cervantes, un autor antiguo y que por eso probablemente lleve razón (léase en tono irónico): los libros causan locura, volvieron loco a D. Alonso Quijano. ¿Por el «principio de precaución» no deberíamos prohibir los libros en los colegios, no vaya a ser que su maligna influencia en las mentes inmaduras de los alumnos les haga tirarse por la ventana, pues tal vez se crean que pueden volar como Harry Potter? ¿O que se vayan a luchar contra gigantes y a desfacer entuertos? ¿La lectura prolongada no producirá miopía? Los podemos tolerar en los adultos pues ya son mayores y saben lo que se hacen, pero ¿en los más jóvenes? ¿No es obligatorio que los prohibamos por precaución?
Cada día echo más en falta la existencia de referentes en los que podamos confiar. Antes suponíamos que los gobiernos trabajaban para nuestro bien y que si aprobaban algo era porque se había sometido a unos controles razonables. Eso ha muerto. Hoy los políticos se han ganado a pulso el descrédito. Ya no es que no confiemos en que lo que proponen es lo correcto, es que casi estamos seguros de que si proponen algo es estúpido y equivocado. Hasta hace poco había ciertos reductos que podían actuar como referentes. Por ejemplo, centros de investigación científica, revistas de calidad, organismos internacionales en el ámbito de la salud o de la alimentación... pero hoy toda esa confianza ha muerto. Se ha desacreditado a la Organización Mundial de la Salud por su actuación con el caso de la gripe A; se ha desacreditado al Panel Intergubernamental Sobre el Cambio Climático porque se han filtrado unos correos electrónicos; no se fían de lo que dicen los científicos sobre radiaciones de móviles o sobre transgénicos «pues están pagados por las multinacionales»... Las revistas con «árbitros» tienen la misma credibilidad que una página web o un comentario en Twitter. ¿Qué digo? ¡Mucha más credibilidad lo que me dicen en Twitter o en Facebook!
Fomentar el espíritu crítico es bueno. Criticar a todo y a todos es adecuado; pero en algún momento hay que ser capaces de crear una opinión. En algún momento las preguntas deben ser contestadas. Probablemente nunca tengamos seguridad absoluta sobre nada, pero eso no debe paralizarnos para actuar. Hay que actuar con los conocimientos incompletos que tenemos. La duda razonable no debe convertirse en una coartada para la parálisis.