El Escéptico Digital - Edición 2013 - Número 269
Andrés Carmona Campo
(Artículo publicado originalmente en la bitácora Filosofía en la Red).
¿Pueden tener religión los menores? La pregunta tiene sentido y, además, consecuencias, sobre todo después de la curiosa sentencia de la jueza del Juzgado de Primera Instancia número 26 de Sevilla que obliga a que un menor haga la primera comunión según el rito católico, pese a la oposición de su madre y del propio menor.
La respuesta a la pregunta obliga a elegir entre dos puntos de vista distintos: uno ilustrado y otro comunitarista. Por el primero, la religión es una opción individual y personal que puede tomar cada cual de forma libre y voluntaria si así lo desea. Por el segundo, la religión es una pertenencia o identidad que no se elige sino en la que se nace y que constituye a las personas. Desde luego, no da igual una que otra. La primera es una perspectiva mucho más racionalista, liberal y respetuosa de la autonomía personal y los derechos individuales, la otra es más romántica, comunitarista y tendente a la heteronomía moral y la identidad colectiva.
Lo anterior podría expresarse de otra forma preguntándonos si, respecto de la religión, uno nace o se hace: para el comunitarista lo primero, para el ilustrado lo segundo. Este argumentará que la libertad de conciencia y religiosa exige la libertad de elegir y cambiar de religión para el sujeto del derecho. Aquel responderá que, sin negar ese derecho, también es cierto que, de hecho, todo el mundo nace en el seno de una comunidad (religiosa o no) aunque luego pueda cambiar de religión o ideología abandonando esa comunidad por otra. El comunitarista dirá que el planteamiento ilustrado presupone unos individuos ideológicamente neutros que, en algún momento, se plantean las cuestiones metafísicas, transcendentes y de sentido, y que luego eligen, objetando que eso no ocurre así de hecho: todos los individuos nacen en una familia que les educa en un marco ideológico concreto (religioso o no) y que luego de mayores eligen seguir en él o abandonarlo.
En cierto modo ambos llevan razón, y por eso los dos se equivocan. Lo que pasa es que el ilustrado se mueve en el ámbito normativo o del deber ser, mientras que el comunitarista está en el plano del ser o lo que es de hecho. El comunitarista describe lo que efectivamente ocurre, mientras que el ilustrado señala lo que debería ocurrir. El comunitarista cae en la falacia naturalista clásica: el paso del ser al deber ser, justificar lo que de hecho ocurre simplemente porque ocurre. Claro que, por otra parte, el ilustrado cae en el idealismo: pretender que lo que debería ser puede darse en la realidad tal cual automáticamente y sin problemas, lo que no está garantizado de ningún modo[1].
En este texto no somos neutrales: estamos del lado ilustrado. Pero no queremos caer en el idealismo. De esta forma, vamos a entender el ideal ilustrado como un ideal normativo o regulativo que sirva como instancia crítica desde la que juzgar la realidad y pensar formas realistas de acercarnos a ese ideal que siempre será asintótico, tendencial, pero en cuyo intento progresaremos hacia algo mejor o por lo menos nos alejaremos de algo peor.
El art. 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) establece que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión” y que “este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia”. Este último añadido es necesario para compensar una lectura meramente comunitarista del artículo. El problema es hasta qué punto ese derecho puede ser efectivo si, previamente, a los individuos se les educa o adoctrina en un marco de pensamiento determinado. Es decir, si a alguien se le enseña que él ES ateo porque ha nacido en una familia atea cuyos padres son ateos, y cuyos principios ateos se los han enseñado desde pequeño por su bien y con todo el cariño y amor del mundo, cuando sea mayor, difícilmente podrá no sentirse una especie de traidor o desagradecido a sus amorosos padres si rechaza ese ateísmo que le enseñaron y abraza la fe católica, por ejemplo. Es evidente que hay ahí un chantaje emocional fuerte. Pero, por otra parte, también será difícil imaginar a una familia totalmente neutra y aséptica hacia esas cuestiones últimas de la existencia y que jamás hablen con sus hijos sobre ellas hasta que sean adultos y ellos elijan por sí mismos; o que les expliquen todas las opciones con la máxima neutralidad. Exigir esto de las familias sería pedir un imposible.
Como Aristóteles ya nos enseñó que la virtud está en el justo medio, tal vez sea ahí donde esté la clave. Las familias pueden educar perfectamente a sus hijos en las ideas que consideren mejores para ellos, entre otras cosas porque no pueden dejar de hacerlo. Para un padre ateo de buena fe (curiosa expresión) enseñarle a su hijo que no existen seres divinos y que lo que otros llaman Jesús, Alá o Vishnú es exactamente lo mismo que hablar de Zeus, Atenea o el ratoncito Pérez, es una responsabilidad amorosa hacia su hijo exactamente igual que la de enseñarle que tiene que mirar a derecha e izquierda antes de cruzar la calle. Y su hijo le escuchará y le hará caso, pero muy pronto, desde que entre en la escuela pública, conocerá a otros niños que sí que dirán que creen en Jesús, Alá o Vishnú con el mismo convencimiento con el que él dirá que no cree. Además, sus profesores les enseñarán a todos ellos que unos creen en unas cosas, otros en otras, y otros en ninguna, en qué consiste cada una, su desarrollo histórico, etc. Y después, hacia la adolescencia o más tarde, tanto el hijo del ateo, como el del cristiano y los demás, decidirán si siguen pensando lo mismo que sus padres o prefieren pensar otra cosa, precisamente porque tendrán con qué comparar y una formación crítica que les permitirá eso.
Ahora bien, hemos de advertir que lo anterior es bastante idealista (aunque no totalmente, por eso es realista pensar que es plenamente posible). Hemos descrito un contexto en el cual se conjugan la libertad de conciencia del menor, la libertad de los padres para educarlos en sus propias ideas, y la Educación Pública como formadora de conciencias críticas e individuos autónomos. Unas instancias y otras se conjugan y compensan. Y en todo momento hemos supuesto la educación. El problema es que en la realidad se confunde la educación con el adoctrinamiento. Y eso es lo que hay que evitar: los padres no pueden confundir educar a sus hijos con adoctrinarlos. La educación implica la crítica: la posibilidad de que el educado pueda recibir no solo una parte de la información, sino también la contraria o crítica con ella. No necesariamente de parte de los propios padres (que puede que ni la sepan) pero sí, por lo menos, de la sociedad y la Educación Pública. Es con toda esa información de un lado y de otro con la que el menor podrá, conforme crezca, ir formando su propio juicio de forma libre y autónoma. Pero, para eso, las familias deben estar abiertas a la sociedad. Sin embargo, y para desgracia de muchos menores, no todas las familias son así. Algunas pretenden justo lo contrario: impedir que sus hijos conozcan toda la información, precisamente para que no puedan elegir de modo libre sino condicionado y sesgado. Sería el caso de unos padres ateos que no solo les enseñaran a sus hijos el ateísmo en su casa y con su ejemplo, sino que, además, los llevaran a colegios privados-concertados con ideario explícitamente ateo, o incluso que no los llevaran a colegio alguno sino que los educaran en casa (homeschooling). Y, por si fuera poco, que los llevaran a clases particulares de ateísmo desde los siete u ocho años y los confirmaran como ateos poco antes de la mayoría de edad. Aquí ya no se trata de que esos padres estén educando a sus hijos conforme a sus propias ideas, es que estarían haciendo todo lo posible para que esos niños no pudieran aprender ninguna otra cosa además de esas ideas. Y eso sí que vulneraría claramente la libertad de conciencia de esos menores.
De todas formas, podemos estar tranquilos porque ni hay colegios privados-concertados ateos, ni clases particulares de ateísmo ni nada de eso; es más, los padres ateos no suelen inculcar su ateísmo a sus hijos, por lo menos no explícitamente más allá de su ejemplo de no practicar ninguna religión. Pero sí que hay padres religiosos que hacen todo eso que hemos dicho: que les enseñan su religión a sus hijos, que celebran con ellos sus ritos (ya sea la navidad, semana santa, ramadán o Yom Kipur…), que los apuntan a colegios privados-concertados religiosos o a la asignatura de religión en la escuela pública (o no los llevan a la escuela y los “educan” en casa), que los llevan a la catequesis previa a la primera comunión y la confirmación (o equivalente en otras religiones), que se los llevan a misa (o al culto, o a la mezquita o sinagoga…), etc. Son estos niños quienes deben preocuparnos, bueno, no ellos, sino sus padres, ya que están siendo víctimas de una violación de sus derechos por parte de quienes deberían protegerles y evitar que les pasara eso.
Subyace en esos padres (si es que merecen ese calificativo más allá de lo biológico) que confunden a las pequeñas personas que son sus hijos con sus propiedades, y un hijo nunca puede ser una propiedad. Desde luego que con mi casa, con mi coche o con mi colección de sellos puedo hacer lo que yo quiera, pero no con mis hijos. Los niños son sujetos de derechos y la educación de los hijos debe buscar su formación integral como adultos libres, autónomos y responsables. A los padres les corresponde gran parte de la responsabilidad de educarlos para que así sea. Para que sean personas libres y no copias o clones suyos. El padre (o la madre) debe estar orgulloso y sentirse plenamente satisfecho viendo cómo su hijo crece siendo él mismo, gracias a él, y no viendo cómo se desarrolla una copia suya más o menos perfecta. Richard Dawkins le agradece eso mismo a sus padres: “Agradezco a mis propios padres que tuvieran la idea de que a los niños no había que enseñarles tanto qué pensar, sino cómo pensar”[2].
Aclaremos en este punto algo que hemos dejado caer antes de pasada, pero que es importante. Hemos dicho que los niños en la escuela conocerán a otros niños que dicen ser católicos, protestantes o ateos. El matiz es importante: que dicen que son, no que sean. Y es que un niño puede decir que es católico o musulmán, pero solo es eso, que lo dice, otra cosa es que lo sea o que tengamos que comportarnos con él como si de verdad lo fuera. De nuevo, todo depende de si entendemos la religión de modo ilustrado o comunitarista. Si pensamos que la religión es algo que se elige o que de forma voluntaria y autónoma se acepta, es evidente que los niños no pueden tener religión exactamente por la misma razón que no pueden tener ideología política: porque no pueden entender lo que eso significa. Richard Dawkins lo expresa así:
“Creo que todos deberíamos hacer una mueca de dolor cuando oímos que un niño pequeño es etiquetado como perteneciente a una religión particular o a otra. Los niños pequeños son demasiado jóvenes como para decidir sus puntos de vista sobre los orígenes del Cosmos, sobre la vida y sobre la moral. El propio sonido de la frase “niño cristiano” o “niño musulmán” nos debería dar tanta dentera como las uñas arañando una pizarra (…) Nuestra sociedad, incluido el sector no religioso, ha aceptado la ridícula idea de que es normal y correcto adoctrinar a niños pequeños en la religión de sus padres, y colocarles etiquetas religiosas –“niño católico”, “niño protestante”, “niño judío”, “niño musulmán”, etc.-, aunque no acepta otras etiquetas comparables: no se dice niño conservador, niño liberal, niño republicano, niño demócrata. Por favor, por favor, mejoren su conciencia acerca de esto y súbanse por las paredes cuando lo escuchen. Un niño no es un niño cristiano, ni un niño musulmán, sino un niño de padres cristianos o un niño de padres musulmanes. Esta última nomenclatura, por cierto, sería una pieza excelente para la mejora de la conciencia de los propios niños. Una niña de quien se dice que es “hija de padres musulmanes” inmediatamente se dará cuenta de que la religión es algo que ella puede elegir –o rechazar- cuando sea lo suficientemente mayor como para hacerlo”[3].
Para un comunitarista no es así: para él, los niños tienen religión igual que tienen un color de piel o una nacionalidad. Ya nacen en esa religión y pertenecen a ella, aunque puedan abandonarla después. Para ellos, la religión no es una cuestión ni individual ni intelectual, sino comunitaria y emocional. No es algo que se piensa sino que se vive, no es algo que se adquiere sino en lo que se está. Es algo que constituye y hace a la persona. Es tal esa identificación que parece que transciende al individuo y sobre lo que él no tiene autoridad. De ahí que abandonar la religión de los padres sea algo así como una traición por parte de los hijos.
Desde luego que cada adulto puede entender la religión como quiera, al modo ilustrado o al comunitarista, pero la cuestión no es esa, sino cómo debe entenderla el Estado y las leyes. Y aquí sí soy radical: debe hacerlo de un modo ilustrado, sin ninguna duda. El Estado de Derecho no debe considerar la religión al modo comunitarista, o por lo menos no si lo que quiere es ser un Estado de Derecho moderno que garantice la libertad de conciencia y los derechos individuales. A efectos del Estado, la religión debería ser una cuestión de elección puramente individual, producto de la propia decisión y, en ese sentido, un acto de libertad, no de pertenencia ni adscripción involuntaria. Siendo así, el Estado no debería reconocer ninguna identidad religiosa a los menores, precisamente porque son incapaces de poder formarse un juicio autónomo e informado sobre la trinidad, la divinidad de Cristo, la virginidad de María o las relaciones entre Brahma, Shiva y Vishnú. O dicho de otra forma: por los mismos motivos por los que no se les permite votar: porque todavía no pueden comprender las diferencias entre conservadores, liberales, socialdemócratas, comunistas… Y a nadie se le ocurriría reivindicar el derecho de su hijo menor de edad a votar a tal partido porque en esa familia han sido de ese partido de toda la vida. El Estado debe distinguir entre el derecho de los padres a tener una religión, en tanto que adultos, y el derecho de sus hijos menores a su libertad de conciencia y a no ser identificados con una religión a efectos legales. Podrán ser educados (que no adoctrinados) en esa religión, pero no ser considerados de ella a ojos de la ley hasta que sean adultos. Por la misma razón, todos los ritos religiosos en los que intervengan menores (y en los cuales no se les mutile ni haga ningún daño) deben ser ignorados totalmente por la ley, irrelevantes a efectos legales. El bautismo de un menor no puede tener ningún valor a ojos del Estado, y en ningún sentido podría “medirse” el número de católicos en función del número de bautizados. Si así fuera, los jueces no habrían tenido ninguna duda en el caso del menor que se negaba a recibir una transfusión de sangre porque decía ser testigo de Jehová igual que sus padres. El caso es que si no la recibía moriría, que fue lo que pasó finalmente. Que un adulto se niegue a un tratamiento médico después de ser debidamente informado, es su derecho, que un menor se niegue por motivos religiosos debería ser irrelevante a efectos legales y primar su derecho a la vida[4].
Por último, aunque no menos importante, son las consecuencias que la percepción ilustrada de la religión como elección personal tiene para otros casos conflictivos. Nos referimos a cuestiones que están en el fondo de otros debates como los del “acomodo razonable” y que tienen que ver con los costes de la religión: ¿quién debe asumir esos costes? Aunque este será tema de otra entrada en el blog, adelantamos ya un poco: si la religión es una cuestión de elección personal, parece claro que sus costes lo serán para quien la elige, no para el conjunto de la sociedad. Pero si la religión no es eso sino algo identitario y comunitario, más parecido al color de la piel con la que nacemos que a la ropa que nos ponemos, los costes no deberían recaer en el creyente, ya que, en cierto modo, no elige su religión como no elige el color de su piel. Así, por ejemplo, si en un colegio se ofrece un menú estándar, pero los padres de un menor solicitan uno especial por motivos religiosos (kosher o halal) que resulte más caro que el estándar, ¿debe prorratearse la demasía y ofrecer todos los menús al mismo precio (encareciendo un poco más el estándar y reduciendo los religiosos hasta igualarlos) o deben ofrecerse sin más los menús religiosos más caros que el estándar? ¿Deberían los padres elegir entre hacer cumplir a su hijo con su religión y pagar más por eso, o que no cumpla y pagar menos? ¿Sería un caso de discriminación que los padres religiosos pagaran más por el menú de su hijo ya que es más caro? ¿Debería igualarse el precio de todos los menús para que todos los padres pudieran elegir el de sus hijos solo en función de su conciencia sin interferencia del precio (pero cargando el sobrecoste en el menú estándar que comen los no-religiosos)?. A efectos jurídicos, ¿la religión es una preferencia, totalmente respetable, pero preferencia al fin y al cabo, cuyo coste recae en quien la elige, o es otra cosa, una identidad que, en cierto modo al menos, no se elige sino que se tiene o a la que se pertenece de una forma esencial y constitutiva de la propia persona? Dejémoslo aquí y luego seguiremos.
Bibliografía:
Dawkins, Richard (2007). El espejismo de Dios. Madrid: Espasa-Calpe.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.
URL: http://www.filosofiaenlared.com/2014/11/los-menores-y-la-religion-andre…
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