REPENSAR LA EDUCACIÓN ¿CIENCIA O TÉCNICA?

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Sección
DOSSIER NUEVAS PEDAGOGÍAS
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Dossier

Repensar la educación
¿ciencia o técnica?
Andrés Carmona Campo
Profesor de Filosofía
Autor de Profesor de Secundaria (2015)

Entre el escepticismo y el pragmatismo

Q

ue la educación formal es una de las causas del
progreso social es un hecho. Que el modelo de
educación formal que tenemos ahora mismo
no es el mejor ni para las necesidades del presente ni
para las del futuro, también. Ahora bien, qué modelo
de educación formal sería el más adecuado sí que es
otro cantar.
Desde diferentes instancias y foros se viene insistiendo en la necesidad de reformar el modelo educativo y adaptarlo a los nuevos tiempos, pero el consenso
acerca de cómo debe hacerse está aún muy lejano. Lo
único que parece claro es que el modelo educativo
que, con sus más y sus menos, vino funcionando y
ha contribuido en hacer progresar las sociedades modernas, ahora queda obsoleto. Autores como Ken Robinson (2010) se han hecho famosos señalando esto
mismo. Nuestro modelo educativo está pensado (y tal
vez sea eficiente) en un contexto industrialista y de
producción en serie de los siglos XIX-XX, pero queda
desfasado en el mundo globalizado de la revolución
de las nuevas tecnologías del siglo XXI. Robinson y
otros gurús de la educación tienen razón en lo que denuncian, pero son mucho más flojos en lo que prescriben. Las alternativas de cambio son un totum revolutum donde se mezclan buenas intenciones de unos con
falsedades y tonterías de otros. Y como es habitual, la
pseudociencia aparece de modo natural en contextos
de confusión y ansiedad como estos, de la mano de
farsantes y vendedores de crecepelos. Basta acercarse a la estantería de pedagogía de cualquier librería
para encontrarse multitud de remedios mágicos para
la educación: PNL (Programación Neurolingüística)
el escéptico 22

aplicada a la educación, coaching educativo, mindfulness educativo, pensamiento positivo, etc. Y no solo
en librerías: congresos, seminarios y jornadas dedicados a la educación para el siglo XXI incluyen en sus
programas conferencias, ponencias y talleres orientados en esta línea. Por no hablar de escuelas organizadas en torno a pedagogías de base esotérica y pseudocientífica como las escuelas Waldorf. Al lado de (y
a veces mezcladas con) estas supercherías, tenemos
también propuestas del tipo clase invertida (flipped
classroom), ABP (Aprendizaje Basado en Proyectos)
o neuroeducación. Todo esto no es sino la muestra
palpable de la buena voluntad (y a veces ingenuidad)
de docentes e instituciones por hacer algo, y la mala
fe característica de charlatanes y vendedores de humo
que se aprovechan de cualquier río revuelto. Más o
menos la misma situación de la que se aprovechan
todos los que recomiendan pastillas mágicas (homeopatía) o imposición de manos (reiki) a los enfermos
desesperados.
Siguiendo con la analogía de la medicina, hasta
hace relativamente poco, la situación en el ámbito de
la salud era muy similar. Entre los remedios para curar
enfermedades era normal encontrarse con sangrías,
oraciones, sortilegios, pócimas mágicas, sacrificios
a los dioses o agujas pinchadas por el cuerpo. Hasta
mediados del siglo XX no se desarrolló una auténtica
medicina con mayúscula. Esta llegó con la Medicina
Basada en Evidencia (MBE). Se dejó de lado el argumento de autoridad, la tradición o los meros gustos
personales (o prejuicios) de los médicos para aplicar
el método científico: registro sistemático de datos, enOtoño-Invierno 2017

sayos clínicos controlados, metaanálisis, revisión por
pares, etc. El resultado ha sido una mejora de los índices de salud como nunca antes se había tenido.
La situación en la educación es la misma que hace
décadas en la medicina: cada maestrillo tiene su librillo y cada docente educa como mejor puede. Sin
embargo, ¿no sería posible una Educación Basada en
Evidencia (EBE)? ¿Puede la ciencia decirnos algo al
respecto de la educación similar a como lo hizo en
medicina?
Lamentablemente, la respuesta es un «Sí, pero…».
La ciencia claro que tiene algo que decir; el problema es que, por ahora, lo que hay es muy poco o está
algo desfasado. Ahí están todos los trabajos clásicos
sobre educación y aprendizaje que nos llegan desde
la psicología (Piaget, Luria, Vigotsky…) y tenemos
modelos tanto conductistas como cognitivistas al respecto. Mucho más actual está lo que nos llega de la
neurociencia, más concretamente lo que ha dado en
llamarse neuroeducación (Mora, 2013, por ejemplo).
El problema de la neurociencia y la neuroeducación
es el que tiene ahora mismo todo lo neuro-: es una
ciencia en ciernes cuyos resultados más fiables (constatados, replicados, revisados) son muy escasos. En
gran medida solo vienen a confirmar empíricamente
lo que ya se sabía intuitivamente o por sentido común
(o lo que la psicología venía diciendo desde hace mucho): por ejemplo, que es importante comer y dormir
bien para aprender mejor, que la motivación hacia lo
que se aprende hace que se aprenda mejor que sin motivación, etc. Además, está el riesgo de que es muy
fácil caer en extrapolaciones incorrectas que dan luOtoño-Invierno 2017

gar a neuromitos (Fores et al., 2015). Muchas de las
aportaciones neuroeducativas más valiosas no dejan
de ser meras hipótesis, pero todavía lejos de tener la
evidencia suficiente a su favor.
La dificultad se complica aún más si tenemos en
cuenta que la pedagogía (en sentido amplio) es una
disciplina con bastantes dificultades en sí misma. Para
empezar, ya tiene los problemas propios de toda ciencia humana (que objeto y sujeto coinciden: el ser humano). Y aparte de esto, tiene graves dificultades para
adecuarse al método científico debido a la gran dificultad de hacer experimentos en su ámbito (similar
a la psicología, pero esta lo tiene relativamente más
fácil: siempre hay ratas a mano).
Para que la pedagogía fuese ciencia habría que hacer cosas como aislar las variables, por ejemplo, y eso
es sumamente complejo. En pedagogía es muy fácil
caer en falacias del tipo post hoc, ergo propter hoc,
confundir causas con correlaciones o ser presa del
efecto Pigmalión (o del efecto Golem1). Por ejemplo,
un profesor puede implantar en su aula la clase invertida o el aprendizaje por proyectos y notar una mejoría significativa en el aprendizaje de su alumnado
(medido en mejores notas que antes). Ahora bien, esa
mejoría, ¿se debe a la nueva metodología?, ¿o se debe
a que el profesor evalúa más condescendientemente a
su alumnado creyendo que ahora están aprendiendo
mejor? O, a lo mejor, el entusiasmo del profesor en
su nueva metodología es lo que hace que, al mismo
tiempo, esté más animado, más motivado y más agradable hacia su alumnado y este esté mejorando por
eso mismo. O puede que la nueva metodología esté
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dando buenos resultados iniciales solo porque es algo
novedoso, pero que deje de hacerlo después cuando
se normalice como «lo de siempre» y deje de ser una
novedad para su alumnado. ¿Cómo saber si esa metodología es la variable que, efectivamente, contribuye
a mejorar el aprendizaje, y no lo es otra variable, o
no es un mero placebo? ¿Cómo evitar los sesgos del
profesor que es quien introduce esa metodología y el
mismo que los evalúa después? ¿Cómo aislamos la
variable? ¿Cómo establecer los grupos experimental y
de control? ¿Es posible encontrar dos grupos de alumnos iguales en todo menos en la metodología con la
que se les enseña?
Las pruebas PISA podrían ser un indicador, pero
a estas pruebas les pasa como a otras: las pruebas
PISA miden muy bien la capacidad para superar (o
no) las pruebas PISA, pero otra cosa es que midan
algo más. Aun tomándolas como buen indicador, el
resultado es este: los países con mejor puntuación en
PISA son Finlandia y Corea del Sur, con dos modelos
educativos diametralmente opuestos (Finlandia más
activo, participativo, creativo…; Corea del Sur más
tradicional, pasivo, repetitivo, memorístico…). Y, de
todas formas, Finlandia y Corea del Sur no son lo suficientemente homogéneos como para decir que solo
se distinguen en su modelo educativo, y bien pudiera
ser que el modelo finlandés sea un buen modelo para
Finlandia, y el surcoreano para Corea del Sur, y ninguno de los dos para ningún otro país.
Por lo anterior, la pedagogía bien podría considerarse una técnica y no una ciencia (como en su día la
medicina era una técnica hasta que se basó en evidencias). Es decir: en la técnica basta la funcionalidad,
que algo funcione de hecho. Al esquimal que construye canoas no le hace falta saber hidrodinámica para
hacer una canoa: no sabe explicar por qué flota pero
desde luego que no se le hunde. Se basa en el ensayo
y error, la experiencia, la tradición, la autoridad, etc.,
seguramente mezclados con mitos y creencias religiosas sobre por qué flota (porque les reza a los dioses
antes de echarla al agua, por ejemplo). Pero el caso
es que la canoa flota. En gran parte de la pedagogía
pasa igual: maestros y profesores saben que haciendo
ciertas cosas el alumnado aprende, aunque no sepan
muy bien por qué o incluso aunque su explicación sea
totalmente falsa (comparada con una hipotética ex-

plicación verdadera). Pero es que ocurre exactamente
igual en otros ámbitos como la crianza y educación de
los hijos, por ejemplo. No hay una ciencia de cómo
hacerlo, sino múltiples técnicas (y, por supuesto, aquí
también hay pseudociencia y superchería del tipo
doulas, crianza con apego, etc.).
Por tanto, podemos decir que queda mucho para
una Educación Basada en Evidencia. Ante lo cual
¿qué hacer? De entrada, dos cosas: una, seguir investigando con el rigor científico hacia una EBE, y otra,
denunciar lo que claramente es pseudociencia y superchería educativa (PNL, mindfulness, etc.).
Pero, mientras denunciamos estas y se investiga
aquella, ¿qué hacemos con todas esas otras aportaciones que no son claramente pseudocientíficas pero tampoco tienen evidencia suficiente o notable a su favor
(tampoco en contra)? Caben dos opciones: intentar
cambiar algo o seguir como estamos. A muy grandes
rasgos, cada una puede representarse con los modelos de César Bona (2015) y Alberto Royo (2016). El
primero aboga por las llamadas nuevas metodologías
(por retos, por proyectos, clase invertida, etc.), con incorporación de las TIC (tecnologías de la información
y la comunicación), más participativo para el alumnado y con mucha menos carga de clase magistral,
deberes y exámenes tradicionales. El segundo critica
el modelo anterior como una plasmación en la práctica educativa del pensamiento posmoderno, y defiende
una metodología digamos más tradicional (todo esto
dicho simplificando mucho, claro).
La propuesta de César Bona puede decirse que es
más optimista y progresista (o arriesgada y aventurera, según se mire): anima a lanzarse a la piscina de la
innovación, aunque no estemos muy seguros de si hay
mucha agua, poca o ninguna. Alberto Royo es más
pesimista y conservador (o prudente, también según
se mire): desconfía de las innovaciones educativas y
prefiere seguir más o menos en el modelo tradicional
que, por malo que sea, es el que nos ha traído hasta
aquí y por algo será.
Como en casi todo, también ambos tienen parte de
acierto y de error, y lo más probable es que un poco
de cada uno sea lo óptimo. El problema del modelo de
Alberto Royo es que puede justificar (o utilizarse para
eso maliciosamente) el estancamiento hipócrita: puede servir para esa parte del profesorado que no hace

¿No sería posible una Educación Basada en Evidencia
(EBE)? ¿Puede la ciencia decirnos algo al respecto de la
educación similar a como lo hizo en medicina?

el escéptico 24

Otoño-Invierno 2017

nada por cambiar, simplemente, porque no quiere y
le es más cómodo hacer lo que siempre ha hecho y se
busca excusas («Mientras no haya pruebas fehacientes, no voy a cambiar nada»). También hay estancados que no son hipócritas, pero caen en el error de que
«cualquier tiempo pasado fue mejor», y en el sesgo de
sobrevalorar su infancia y su propia experiencia: prefieren la metodología tradicional simplemente porque
fue en la que ellos se educaron y con la que a ellos les
fue bien, sin pararse a pensar en todos aquellos a los
que no les fue tan bien o les fue mal. También caen en
anacronismo: la metodología tradicional pudo estar
bien en su momento, pero ahora estar desfasada.
Por su parte, el modelo de César Bona puede
llevar al optimismo crédulo de quien se entusiasma
con cualquier cosa que le prometa resultados mágicos: mindfulness educativo, beber tres tragos de agua
antes de la clase para mejorar la atención, etc. A su
favor puede decirse que estos, por lo menos, tienen
intención de hacer algo por su alumnado y ayudarles,
otra cosa es que el tiro les salga por la culata pese a la
buena intención. Por si hubiera dudas, no quiere esto
decir que Royo o Bona defiendan esto, sino que sus
planteamientos pueden deformarse en ese sentido, y
de hecho no faltan quienes se escudan en su autoridad
para eso mismo. Por eso, tampoco estaría de más que
ambos dejaran bien claro que no quieren saber nada
de quienes hacen eso con sus ideas.
Concluyendo: en tanto que técnica, sería conveniente que el profesorado estuviera abierto a cambios
pedagógicos, metodológicos, evaluativos, que pudieran mejorar los resultados y lograr que su alumnado
aprenda más y mejor, incluso aunque no haya evidencia de que la causa sea ese cambio y no otra cosa.
Por ejemplo, si por hacer clase invertida el alumnado
aprende más (aunque realmente sea por otra variable
que no acertamos a ver o por puro placebo) será mejor
que no hacerlo (por lo menos mientras sea así y si no
hay efectos perniciosos por otro lado). En tanto que
ciencia, hay que seguir investigando para saber qué
ayuda realmente a mejorar el proceso de enseñanzaaprendizaje y poder aplicarlo de la mejor forma. En
este sentido, son muy interesantes y prometedoras las
aportaciones de la economía conductual: debidamente
adaptadas, es muy probable que puedan ser de mucha utilidad para repensar la educación y plantearse

cambios educativos (por ejemplo, Kahneman, 2015,
o Ariely, 2013).
Bibliografía citada:
Ariely, Daniel (2013). Las trampas del deseo: Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Planeta.
Bona, César (2015). La nueva educación. Plaza y Janés.
Carmona, Andrés y Antonio Fonseca. (2015) Profesor de
Secundaria: Claves para lograr la autoridad en el aula educando por competencias. Amazon.
Fores, Anna et alia. (2015). Neuromitos en educación: El
aprendizaje desde la neurociencia. Plataforma.
Kahneman, Daniel (2015). Pensar rápido, pensar despacio. Debolsillo.
Mora, Francisco (2013). Neuroeducación: Lo que nos
enseña el cerebro. Alianza.
Robinson, Ken (2010). El elemento: Descubrir tu pasión
lo cambia todo. Debolsillo.
Royo, Alberto (2016). Contra la nueva educación. Plataforma.
Alguna bibliografía recomendada:
Perkins, David (2017). Educar para un mundo cambiante: ¿Qué necesitan aprender realmente los alumnos para el
futuro? Ediciones SM.
Willingham, Daniel (2011) ¿Por qué a los niños no les
gusta ir a la escuela?: Las respuestas de un neurocientífico
al funcionamiento de la mente y sus consecuencias en el
aula. Grao.
Enlaces recomendados:
El McGuffin educativo: http://mcguffineducativo.blogspot.com.es/
Escuela con cerebro: https://escuelaconcerebro.wordpress.com/
1- El efecto Pigmalión está relacionado con el sesgo
de confirmación y la profecía autocumplida: consiste en
que las expectativas puestas en una metodología docente
o en las capacidades del propio alumnado influyen en la
percepción sesgada positivamente hacia los resultados de
dicha metodología o alumnado. El efecto Golem sería el
inverso: los prejuicios o expectativas negativas influirían de
forma sesgada para su confirmación. Aunque la investigación académica incluye controles para evitarlos o reducir su
efecto, en la práctica docente diaria no es habitual que el
profesorado los conozca ni los utilice, y es fácil que caiga
en dichos sesgos.

Los países con mejor puntuación en PISA son Finlandia y
Corea del Sur, con dos modelos educativos diametralmente
opuestos.

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