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PRIMER CONTACTO
UNA VIDA MARAVILLOSA. STEPHEN JAY GOULD (1941-2002)
diamos nuestra propia condición de especie en este planeta vivo. Muy crítico con el papel de la ciencia, Gould reconocía que el problema actual es que de ella se han derivado tecnologías potencialmente asesinas en una escala mucho mayor de la que nunca el ser humano había dispuesto antes. "Cuando la humanidad tenía sólo flechas, arcos y lanzas a su disposición, el genocidio era más improbable. Ahora no". Para Gould el uso racional del poder era fundamental para asegurar el futuro. Las preocupaciones de un hombre de ciencia como Gould, no son de extrañar, iban desde la historia a la política, pasando por la literatura o el arte. Su capacidad de utilizar en sus ensayos (un estilo que Gould mimó especialmente) claves provenientes de multitud de lugares, conseguía rápidamente la complicidad del lector. Así, partiendo de la historia de unos fósiles falsificados que compró en Marruecos, analizaba en uno de sus últimos libros, Las piedras falaces de Marrakech (Ed. Crítica, 2001), una colección de artículos sobre el desarrollo de la historia natural, la paleontología y la biología modernas. Muchos de ellos habían sido publicados en la revista Natural History, para la que colaboró durante años. Otras obras como La vida maravillosa, Brontosaurus y la nalga del ministro, Dientes de gallina y dedos de caballo, El pulgar del panda o La montaña de las almejas de Leonardo (todas ellas también en Ed. Crítica) son buena muestra de su labor divulgadora (y de la forma tan llamativa de titular sus ensayos).
El pasado 20 de mayo murió, a los sesenta años de edad, Stephen Jay Gould, reconocido como el científico más famoso de los Estados Unidos, sobre todo por ser uno de las más finos divulgadores de la ciencia, un activo hombre de la cultura que supo hacer partícipe a sus lectores de la aventura de la vida, consiguiendo llegar a las masas (pocos científicos se han llegado a convertir en personajes de la serie de animación Los Simpsons: Gould "participó" en un episodio defendiendo la evolución contra la intolerancia religiosa). En general, la ingente producción de este escritor y científico (paleontólogo, geólogo y zoólogo, si tenemos en cuenta los cargos académicos que fue ocupando en los últimos veinticinco años), podría resumirse en intentar explicar y comprender lo maravilloso que resulta que estemos aquí. En sus propias palabras: "el Homo sapiens no apareció en la Tierra --justo hace un segundo geológico-- porque la teoría evolutiva prediga tal resultado basándose en cuestiones de progreso y complejidad neuronal creciente. Los humanos aparecimos, en cambio, como el resultado contingente y fortuito de miles de sucesos enlazados, cualquiera de los cuales podría haber ocurrido de forma diferente y, así, haber mandado la historia por un camino alternativo que no nos habría traído a la consciencia". Es decir, preocupación por la evolución, por la forma en que se produce y, sobre todo, por la manera en que estu-
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el escéptico
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Igualmente, al tomar partido por la ciencia, Gould entabló una feroz lucha contra la pseudociencia, en especial defendiendo la biología frente a los ataques no sólo intelectuales sino políticos de los creacionistas, quienes defienden la veracidad literal del relato bíblico. Esa posición lo colocó en el punto de mira de grupos integristas que lo consideraban una especie de anticristo. Algo que quizá influyó en su ensayo Ciencia versus religión, un falso conflicto (Ed. Crítica, 2000), donde intentaba establecer la tesis de los magisterios separados: la ciencia y la religión hablan de mundos diferentes: "mucha gente cree que hay un conflicto intrínseco entre el cristianismo y la evolución, pero no es así. La religión habla de ética y valores, y la ciencia de hechos. Uno necesita ambas cosas, pero realmente no interactúan demasiado". Uno de sus últimos libros publicados, La estructura de la Teoría Evolutiva (editado en marzo de este año por la Harvard University Press, de próxima aparición en castellano) era, sin embargo, un denso tratado, más académico, en el que hacía un recorrido por el marco teórico evolutivo, fundamental para las ciencias de la vida actuales. En sus casi mil quinientas páginas, Gould realizaba en cierto modo su testamento científico, recogiendo el trabajo de más de un cuarto de siglo como catedrático de zoología y paleontología. Ha sido acogido con cierto escepticismo por el mismo mundo académico del que Stephen Jay Gould fue uno de los principales comunicadores. Ciertamente, como tratado que intenta compendiar una ciencia en desarrollo, resulta incompleto, pero pocas veces, y desde luego contadas personas, podrían permitirse el atrevimiento enciclopédico en un tema así. Por otro lado, las teorías evolutivas de Gould no son del todo compartidas por sus colegas, en especial la proposición de que la evolución sucede en momentos determinados de rápido cambio, frente al modelo usual que propone escenarios más graduales (una discusión que se ha mantenido viva durante varios decenios, por cierto). En cualquier caso, se ve una vez más algo que Gould había criticado en numerosas ocasiones: la manera en que un sector de la ciencia es incapaz de entender que sólo accediendo al público, al ciudadano, se podrá asegurar que la empresa científica sea asumida como parte integrante de la cultura, como algo necesario y rentable para el futuro de todos. La divulgación científica ha perdido una de las voces más cualificadas y, como sucedió con la desaparición de Isaac Asimov o Carl Sagan, la ausencia no se llenará fácilmente: aunar interés, precisión, estilo y capacidad de entusiasmar no es algo sencillo. UNA LARGA LUCHA Cuando en 1982 le diagnosticaron un cáncer abdominal mortal, Gould convirtió su amargura y sorpresa en un delicioso artículo titulado La mediana no es el mensaje, analizando la forma en la que entendemos las estadísticas. La literatura sobre los mesoteliomas abdominales (la enfermedad de Gould) hablaba de una enfermedad irreversible con una supervivencia de ocho meses (la mediana: es decir, la mitad de los enfermos morían antes de los ocho meses). Escribió: "Cuando supe de ello, mi primera reacción intelectual fue: bueno, la mitad de la gente vivirá más, veamos qué probabilidades tengo de pertenecer a esa mitad. Leí durante una furiosa hora y concluí, con alivio: ¡cojonudo! Poseía cada una de las características que daban mayor probabilidad de supervivencia: era joven; mi enfermedad se había diagnosticado en un estadio relativamente temprano; recibiría los mejores tratamientos médicos; tenía un mundo por vivir; sabía como leer los datos adecuadamente, y no desfallecería". La lucha siguió durante diez años. Y finalmente, el cáncer ganó, como cabía, estadísticamente, pensar. Gould supo entender no solamente la estadística, sino sobre todo seguir adelante con su trabajo a pesar de ella. é
Javier Armentia
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