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Pitágoras y las entrevistas a poetas
JUAN CARLOS ORTEGA
Pitágoras adoraba los números. Consideraba que todo lo que nos envuelve puede traducirse a ellos, que el Universo entero, con sus estrellas, insectos y montañas puede cuantificarse. Tras el aparente caos que gobierna el mundo, el número reina en silencio, mostrando relaciones ocultas y ordenando las cosas. Hoy, dos mil quinientos años después, estamos rodeados de cifras. Los números están presentes en casi todo lo que hacemos. Nuestro turno para comprar filetes en un supermercado queda simbolizado por un número impreso en un papel. Tenemos teléfonos, documentos de identidad, diales de emisoras de radio, direcciones postales y tarjetas de crédito. Y todo ello con el número como rey indiscutible. El mundo civilizado parece estar perfectamente cuantificado. Sin embargo, es un tópico de nuestro tiempo despreciar la supuesta tiranía del número, la aparente frialdad de las cifras. En una torpe defensa de la poesía de la vida, ciertos intelectuales consideran inhumano todo proceso de cuantificación. Odiar al número está de moda. Es de noche y no sabemos qué hacer. Encendemos la tele y aparece en pantalla un presentador impecablemente peinado. A su lado, un joven poeta que parece llevar escrito en la frente con tinta fluorescente "soy mega sensible". Critica al "poder" utilizando una retahíla de tópicos gastados un cuarto de hora después de haberse inventado. Sin embargo, su aspecto, su pose y su mirada nos revelan que él considera su discurso absolutamente novedoso. Después de soltarnos por quinta vez en siete minutos que lo importante es "ser" y no "tener", pasa rápidamente a pronunciar otro bonito tópico ante las cámaras: "El poder nos desprecia. Nos trata como si sólo fuéramos números, pero somos mucho más: somos personas". Acabada la frase, ameniza la entrevista leyendo uno de sus horrendos poemas. El público del plató aplaude. El joven mega sensible ha dado en el blanco. Los espectadores se dicen a sí mismos en silencio: "Claro, yo soy Pedro, no 4.326". El presentador despide a su invitado. Otro aplauso del público asistente. Cambian de tema. Ahora un experto en medicina preventiva nos amarga la noche diciéndonos que, casi con toda seguridad, el Sol que hemos tomado esta tarde nos ha provocado un cáncer en la piel. Apagamos la tele y vamos a buscar algo para comer a la nevera.
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¿Qué pasa con los números? ¿Por qué tienen tan mala fama entre los tipos aparentemente sensibles? La respuesta tiene que ver, curiosamente, con lo mucho que nos valoramos. El joven poeta de la tele, como la mayoría de nosotros, se considera absoluta y rematadamente distinto a todos los demás. Su vida, como la nuestra, no puede ser una de tantas. Debido a la proximidad que tenemos con nosotros mismos (todos vivimos justo debajo de nuestra piel) hemos desarrollado el poderoso instinto de adorarnos en exceso. Si acabamos cogiendo cariño a un horrible jarrón de porcelana después de muchos años de convivencia, se entiende que algo similar, aunque infinitamente más potenciado, ocurra con nuestra adorable persona. Nos amamos, y todo amante considera a su objeto amado mejor que los demás. El odio a las cifras se entiende si pensamos en lo siguiente: el número 5 es superior al número 3, pero no es mejor. El número 2 es inferior al 7, pero no es peor. Todos los números son exactamente iguales si los juzgamos basándonos en criterios morales. Por tanto, ser tratado como un número implicaría quedarse fuera de la rifa moral, impidiéndonos disfrutar de la supuesta ventaja de sentirnos mejores que los otros. Podemos inventar mil argumentos absurdos para defender que Juan es mejor que Pedro, pero es absolutamente imposible demostrar que el número 27 es mejor que el número 98. El poeta de la tele, como la mayoría de las personas de tendencia vanidosa, no quiere verse a sí mismo como un número, porque le aterra la imposibilidad de considerarse mejor que los demás. No reclama una mayor sensibilidad hacia lo que somos, hacia nuestro inmenso valor como seres humanos. Todo lo contrario: Él, como muchos de nosotros, exige una excusa para justificar objetivamente el exagerado amor que siente por su persona. No pide la certeza de ser mejor que otros, pero sí, al menos, la posibilidad de llegar a serlo. El sistema lógico de la numeración se lo impide. El número 8 no podrá nunca ser mejor que el 15. Partiendo de la condición de igualdad que supone afirmar que todos somos personas (y no números), sienta las bases para iniciar la competición. "Tú y yo somos iguales, querido espectador. Empecemos la carrera y que gane el mejor". Lo que el joven poeta ignora es que, si bien es cierto que no somos números, tampoco somos nombres propios. La pareja de contrarios "número/persona" que utiliza en su argumentación es errónea. En realidad debería haber utilizado la pareja "número/nombre propio", ya que su frase: "no somos números, somos personas" compara dos elementos que pertenecen a órdenes distintos. Antes de la implantación masiva del número en nuestro
modo de vida, a todos se nos trataba como si sólo fuéramos nombres, sin que ningún ser aparentemente sensible hubiera criticado por ello los índices onomásticos. El número nos ofrece la posibilidad de agilizar los trámites. La organización social es muy complicada, y el sistema de numeración puede simplificar un poco las cosas. Eso es todo. No hay malas intenciones en el empleo de las cifras como método organizativo, ni deseos de rebajar nuestra condición como personas. Si llamar a alguien "Pablo" no lo deshumaniza, tampoco lo hará llamarle "32.411". Además, haríamos bien en aprender a valorar las ventajas de los números. Tienen mucho que ver con nosotros, comparten nuestra esencia como seres humanos de una forma infinitamente más rica que los nombres propios. Los números, como las personas, son distintos entre sí, pero ninguno es mejor que otro. Si queremos defender nuestra unicidad, si queremos seguir considerándonos especiales y únicos sin necesidad de pisar a nadie, no tengamos miedo a los números. Hay muchos "Juanes" y "Pedros" en el mundo, pero solamente un 46.987.234. Es una pena que ningún programa de televisión pueda realizar esta noche una entrevista a Pitágoras de Samos. Sería interesante oír lo que tiene que decirnos. Y estoy seguro que, a su modo, también conseguiría arrancar un aplauso al público asistente. é
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