No es ya la acumulación de despropósitos en sus casi 400 páginas. Lo que deja boquiabierto es la incredulidad de que un personaje como el autor, César Lombroso, hasta cierto punto prestigioso e influyente psiquiatra y criminalista italiano de finales de siglo, llegue a efectuar, serio y seguro de sí mismo, esas peregrinas y quiméricas afirmaciones.
Los finales del siglo XIX y principios del XX son años revolucionarios para la ciencia. Nos hallamos en una época en que todo apuntaba a que unos descubrimientos, como la radioactividad, iban a socavar los cimientos de la propia ciencia, tan trabajosamente asentados durante siglos. Principios tan incontrovertibles como el de la conservación de la energía parecían venirse abajo por obra y gracia de esos nuevos y extraños fenómenos.
Los experimentos de refracción de la luz, efectuados por Morley y Michelson dejaron sin respiración al mundo científico de finales de siglo. Toda la teoría del éter, tan bien fundamentada, se desmoronaba aparatosamente a la luz de los resultados.
El mundo de la ciencia se hallaba consternado y el edificio construido ladrillo a ladrillo, siglo tras siglo, amenazaba ruina.
Sin embargo, no hay que engañarse, no todos estaban sumidos en el desaliento. Había muchos que, unos en público y otros en privado, se alegraban íntimamente del aparente desastre. Una sonrisa de satisfacción les aleteaba en la comisura de los labios.
La ciencia que tanto intimidaba a las antiguas creencias, recibía así su justo castigo. Era la eterna lucha entre el materialismo y el espíritu que por fin se decantaba hacia el lado bueno y justo.
Había pues en el ambiente llamémosle intelectual o culto, un desconcierto y hasta una especie de relajación científica.
No digamos nada del pueblo llano que, como siempre, inculto y supersticioso, estaba ávido y en espera de cualquier acontecimiento maravilloso y dispuesto a comulgar con ruedas de molino.
Entonces aparecieron en juego, en una obscura habitación de una no menos obscura casa de los Estados Unidos de América, las juguetonas hermanas Fox y sus despabilados progenitores. Aquello que comenzó como las travesuras de dos adolescentes, con ruidos, desplazamientos, etc., se convirtió en la teoría más "profunda" y "revolucionaria" del siglo: el espiritismo, gracias a la estulticia y ridiculez de miles y miles de conversos que acudían boquiabiertos en masa a los alrededores de la casa, al tiempo que engrosaban de manera importante la cuenta corriente de la familia.
Prestigiosos personajes del mundo del arte, de la ciencia y de las letras saludaron alborozados el nacimiento del nuevo movimiento.
El espectáculo que dieron fue lamentable. Ya han pasado suficientes años para ser objetivos en nuestras apreciaciones y quizá ser algo permisivos teniendo en cuenta las circunstancias, pero no se puede obviar la necedad y estolidez de tantos y tantos personajes a los que se les podía exigir un mínimo de rigor intelectual ante fraudes burdos y de barraca de feria.
Mas lo cierto fue que, en momentos en que la ciencia parecía tambalearse ante fenómenos inexplicables, todo era posible. Que los muertos salieran de sus tumbas ¿por qué no? Que espíritus se materializaran ante los atónitos ojos de la concurrencia ¡normal! Que las mesas volaran, que trompetas misteriosas sonaran en la obscuridad, que fantasmas descarnados se pasearan impertérritos ante el personal, ¡claro que sí! Eso y mucho más. ¡Pasen señores, pasen!. Todo estaba permitido, creído y asumido bajo esa nueva luz del espiritismo.
Miles de artículos, cientos de libros, se escribieron glosando y vulgarizando estos fenómenos. Personas de aparente fuste intelectual se sumaron a esta corriente.
Es risible como, serios y concienzudos sabios, estudiaban estos fenómenos de materialización y más risible todavía como soportaban estoicamente y sin pestañear, manos que volaban y que repartían cachetes y pescozones, campanas que sonaban, mesas que se contoneaban, seres venidos del más allá para dejar mensajes pueriles y sin sentido.
Charles Richet, biólogo francés y premio Nobel, William Crookes, físico inglés y Arthur Conan Doyle, escritor británico, fueron los personajes de más relumbrón que se dejaron embaucar por estos trapalones llamados médiums.
Se ha querido disculpar esta bobaliconería diciendo que el sabio está acostumbrado a tratar con la naturaleza, franca y noble y que responde a quién sabe interrogarla con verdad y honradez y que, por lo tanto, es presa fácil de los trapisondistas arteros y mentirosos.
Puede ser cierto, pero no es menos cierto que estos tragaldabas demostraron, primero, una gran soberbia pues jamás se les pasó por su imaginación que gentes sencillas e incultas osaran engañarles ¿cómo, seres casi iletrados, podían engaitarles a ellos, personajes señeros de las ciencias o de las letras? Este argumento, el de la sencillez e incultura de los mediums, es uno de los más empleados en las descripciones de estos fenómenos como prueba suprema y única de su realidad irrebatible. Pues bien esos médiums, hombres y mujeres, sencillos y analfabetos demostraron ser más listos que ellos, subidos en su pedestal de arrogancia.
el gran mago Houdini, en esto, digo, dieron pruebas de una mayor visión intelectual y un aprecio mayor a las leyes de la naturaleza.
En esto, personajes más humildes, gentes con buen sentido y que no estaban dispuestos a participar de las trapacerías de burdos engañabobos, estoy pensando enY, por otra parte, y esto me parece quizá lo más grave, es la poca fe científica que demostraron estos sujetos. Porque ¿cómo un hombre de ciencia de pro, henchido de fe racional, convencido del método y de la enorme base que a través de los siglos se ha ido consolidando y que ha sustentado el enorme y magnífico edificio de la ciencia, cómo, repito, un científico, tira todo por la borda y admite, así, de buenas a primeras, las más peregrinas afirmaciones o los más que dudosos fenómenos que ponían, cuanto menos, en cuestión lo que, como digo, tanto costó de edificar?
El hombre de ciencia, claro es que no puede ser un dogmático, eso lo dejamos para el hombre religioso. Tiene que hallarse abierto a las nuevas rutas que, cada vez más, va abriendo la ciencia. Pero eso es una cosa y otra es la de asentir a las afirmaciones más absurdas y que chocan de manera frontal con las bases más primordiales del mundo de la ciencia, del que él dice pertenecer.
El científico ha de ser muy cauto cuando un resultado contradice tan radical y tan estruendosamente hechos y teorías firmemente asentadas.
Cuando eso sucede algo falla.
Lo que ocurre es que el afán de notoriedad y las ganas de ser pionero en algún descubrimiento sensacional hace olvidar los más elementales principios de seriedad y respeto a la inteligencia y se cae en el ridículo más lamentable.
A la memoria me viene el excelente libro de Jean Rostand Ciencia falsa y falsas ciencias, excelente en todos los conceptos, en el que nos relata la historia del físico francés René Blondlot y su famoso "descubrimiento" de los rayos N. Es notable la cabezonería de este buen señor que creyose el descubridor de unas misteriosos y chocantes radiaciones que iba a revolucionar la física de su tiempo. Lo grave no fue la equivocación, hasta los más grandes científicos han cometido fallos, lo grave fue la pertinaz resistencia de Blondlot y de otros seguidores, en los que había incluso físicos de algún renombre, a reconocer el error.
Creo de verdad que hay principios que están firmemente asentados. Verdades fundamentales de la naturaleza que es muy poco probable que varíen nunca.
Otra cosa es que se desarrollen teorías donde estos hechos, o las fórmulas que los relacionan entre sí, se afinen más y lo que hoy tenemos como una teoría general, se convierta mañana en un caso particular de otra teoría más amplia, como la ley de la gravitación de Newton ha sido englobada en la teoría general de la relatividad de Einstein.
También es posible que se enuncien nuevas teorías que relacionen hechos aparentemente inconexos entre sí. Es casi seguro que se abrirán caminos insospechados.
Mas creo que las rutas de la futura ciencia no discurrirán por terrenos fantásticos y descabellados. No habrá una ruptura drástica con el saber de hoy. Lo que hoy es burda patraña, o sea seudociencia, mañana continuará siendo burda patraña, o sea seudociencia.
Por consiguiente, algunos científicos que han participado en hechos lamentables y siguen participando hoy en día, pues el mundo del engaño no terminó desgraciadamente con el descrédito del espiritismo, estos científicos tienen al alma débil, la formación académica endeble y su fe en la razón, escasa.
El científico soñador está en su derecho y yo diría que incluso es su deber. Ensanchar las fronteras de la ciencia es un reto formidable. Gracias a estos soñadores la ciencia llega y llegará a límites insospechados. Sin embargo el científico crédulo, incauto y, ¿por qué no? tramposo, no merece ese noble nombre de científico. Es digno de lástima o de burla e incluso de escarnio, por su debilidad intelectual y no es digno de llevar ese honroso nombre. Admitiendo unos hechos que tan frontalmente niegan la ciencia, se aparta del mundo científico y se exilia del mundo del que dice pertenecer.
El libro es una descripción de los más rancios y absurdos fenómenos espiritistas. No existen, a lo largo de las casi 400 páginas, ni un asomo de crítica ante lo extraordinario de los hechos, ni una mínima suspicacia.
Fantasmas, espíritus, levitaciones, materializaciones, premoniciones, profecías, ruidos, locaciones, etc. todo se da como bueno, todo se admite como real, todo se deglute con imperturbable credulidad y con grotescas tragaderas.
No se contempla la posibilidad, aún remota, del fraude.
El libro no es ni siquiera divertido. Es un aburrido compendio de fenómenos que llegan a hastiar por su monotonía y su prosa monocorde.
Un solo capítulo del librito de G. M. Heredia Los fraudes espiritistas y los fenómenos metapsíquicos, es más valioso y más razonable que las 400 páginas de éste que ahora nos ocupa.
Se dice que todo libro, malo o bueno, tiene algo que aportar. ¡Aquél que dijo esto no había leído a Lombroso!
César Lombroso.
M. Aguilar Editor. Año 1909