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Los misiles desviados de la religión
RICHARD DAWKINS
Prometa a un hombre joven que la muerte no es el final y lo convertirá en alguien dispuesto a causar desastres. Un misil guiado corrige su trayectoria en pleno vuelo, orientándose, pongamos por caso, por el calor de la tobera de un reactor. Es una mejora considerable respecto a un misil balístico, incapaz de discriminar objetivos concretos. Sería imposible acertar un blanco con precisión sobre un objetivo designado en Nueva York si se lanzase desde un lugar tan alejado como Boston. Esto es precisamente lo que un "misil inteligente" moderno puede hacer. La miniaturización informática ha progresado hasta el punto de que un misil inteligente de los de ahora puede programarse con una imagen del perfil urbano de Manhattan, junto al juego de instrucciones necesario para impactar en la torre norte del World Trade Center. Estados Unidos posee misiles inteligentes dotados de esta sofisticación, como pudimos comprobar en la Guerra del Golfo, pero son algo muy alejado de las posibilidades económicas de unos terroristas corrientes, así como científicamente alejados de los regímenes teocráticos. Pero, ¿podría existir alguna alternativa más barata y fácil? En la II Guerra Mundial, antes de que la electrónica se convirtiera en algo barato y miniaturizado, el psicólogo B. F. Skinner realizó investigaciones acerca de los misiles guiados por pichones. El pichón debía instalarse dentro de una diminuta cabina, habiendo sido previamente entrenado a pulsar con el pico las teclas, de modo que el objetivo designado se situase siempre en el centro de la pantalla. En el misil, el objetivo sería real. El sistema realmente funcionó pero nunca fue puesto en práctica por parte de las autoridades de los EEUU. Pese a que, considerando el costo del entrenamiento de los pichones, éstos resultan más baratos y ligeros que un ordenador con efectividad semejante. Sus proezas en las cajas de Skinner sugieren que un pichón, tras un régimen de entrenamiento con diapositivas en color, realmente puede guiar un misil hasta un objetivo terrestre definido al sur de la isla de Manhattan. El pichón no tiene la menor idea de que esto esté guiando un misil. Solamente se limita a picotear sobre aquellos grandes rectángulos situados en la pantalla, lo que de vez en cuando le reporta una recompensa en forma de comida sobre un dispensador, y así puede repetirse una y otra vez hasta que se produzca un olvido. Los pichones pueden ser fáciles de conseguir y disponibles como sistema de guiado, pero no podemos obviar el costo del misil en sí. Y ningún misil lo bastante grande como para producir un daño importante podría penetrar en el espacio de los EEUU sin ser interceptado. Lo que hace falta es uno cuya presencia no pueda detectarse hasta que sea demasiado tarde. Algo así como una aeronave civil, portadora de las enseñas de alguna aerolínea
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bien conocida, así como de una gran cantidad de combustible. Hasta aquí es la parte sencilla. Pero, ¿cómo podemos escamotear a bordo el necesario sistema de guiado? Difícilmente puede esperarse que los pilotos cedan el asiento de la izquierda a un pichón o una computadora. ¿Qué tal si usamos humanos como sistema de guiado a bordo, en vez de pichones? Los humanos son, al menos, tan abundantes como los pichones, sus cerebros no son significativamente más costosos que los de ellos, y para muchas tareas resultan, de hecho, superiores. Los humanos poseen la experiencia probada de hacer trayectos aéreos bajo la presión de amenazas, las cuales son efectivas porque los legítimos pilotos ponderan la conservación de sus propias vidas y las de sus pasajeros. La natural asunción de que el secuestrador en última instancia valora también su propia vida y que por tanto actuará racionalmente para preservarla, permite tanto a las tripulaciones como al personal de tierra tomar decisiones calculadas que no tendrían ninguna efectividad con módulos de sistemas de guiado carentes del sentido de autopreservación. Si su avión está siendo secuestrado por un individuo armado que, aunque esté predispuesto a asumir riesgos, presumiblemente quiera continuar vivo, existirá margen para negociar. Un piloto racional cumple las exigencias del secuestrador, aterriza el avión, hace llegar comida caliente al pasaje y deja la negociación en manos de personal entrenado para ello. El problema con el sistema de guiado humano es precisamente éste. A diferencia de la versión con los pichones, se sabe que una misión exitosa culmina con su propia destrucción. ¿Podríamos desarrollar un sistema biológico de guiado con las prestaciones y la disponibilidad de un pichón, pero con la capacidad de recursos humana y su habilidad para infiltrarse de manera plausible? Lo que necesitamos, en resumen, es un humano a quien no le importe que lo fulminen. Tendríamos así un sistema de guiado a bordo perfecto. Pero resulta difícil encontrar por ahí entusiastas del suicidio. Incluso un enfermo terminal de cáncer perdería los nervios al verse abocado a estrellarse. ¿Podríamos pues encontrar a un humano normal y persuadirlo de algún modo de que no va a morir como consecuencia de estrellarse con un avión contra un rascacielos? ¡Harto difícil! Nadie es lo bastante estúpido,
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pero... a ver qué tal esto (es un encaje de bolillos pero podría funcionar): Dado que ciertamente va a morir, ¿podríamos arrastrarlo a creer que volverá otra vez a la vida? ¡No seas ridículo, anda! Pero, escucha, podría funcionar. Vamos a ofrecerle un gran oasis en el Cielo, bañado con eternos manantiales. Puede que alas y arpas no resulten seductoras para el tipo de hombre joven que necesitamos, así que digámosle que allí habrá también un premio especial de mártir consistente en 72 doncellas vírgenes en exclusiva y con una disponibilidad garantizada. ¿Serían capaces de morir por ello? En efecto; un hombre joven empapado en testosterona y demasiado feo para conseguir una mujer en esta vida, podría desesperarse lo bastante para conseguir 72 vírgenes privadas en la siguiente. Es una historia inverosímil, pero merece la pena intentarlo. Deberías primero conseguirlos jóvenes. Alimentarlos luego con un programa completo, a partir de mitología autoconsistente, para hacer que la gran mentira suene plausible cuando se presente. Darles un libro sagrado y hacer que se lo aprendan de memoria. ¿Sabes? Creo realmente que la cosa podría funcionar. Estamos de suerte; tenemos a mano justo la cosa adecuada: un sistema ya inventado y en marcha de control mental experimentado durante siglos y que se ha abierto camino sin dificultad a través de generaciones. Millones de personas han ido a caer en sus manos. Se llama religión y, por razones que quizá un día podamos comprender, la mayoría de la gente se ha dejado seducir por ella (en ninguna otra parte más que en América, aunque la ironía pase desapercibida). Ahora, todo lo que necesitamos es reunir unas cuantas de estas mentes religiosas y darles lecciones de vuelo. ¿Suena a broma o a trivialización de una maldad indecible? Es justamente lo contrario a mi intención, que es tremendamente seria y se encuentra hundida en la desolación y la más profunda indignación. Lo que intento es llamar la atención del elefante encerrado en la sala sobre algo sobre lo que todo el mundo es demasiado educado y amable o demasiado devoto para advertir: la religión, y específicamente el efecto devaluador que ésta ejerce sobre la vida humana. Y no me estoy refiriendo a devaluar la vida de los demás (aunque también lo puede hacer), sino a la propia vida. La religión enseña el concepto absurdo de que la muerte no es el final.
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Si la muerte representa el final, puede suponerse que un agente racional valore mucho su vida y no sea proclive a correr riesgos. Esto es lo que convierte al mundo en un lugar más seguro, al igual que lo es un avión cuando su secuestrador quiere vivir. En el extremo opuesto, si un número significativo de personas se autoconvence o es convencido por el clero de que la muerte de un mártir equivale a pulsar el botón de hiperespacio y proyectarse a través de un atajo a otro Universo, el mundo puede volverse un lugar muy peligroso. Especialmente si además creen que ese otro Universo es una paradisíaca huída de las tribulaciones del mundo real. Si rematamos esto con la creencia sincera en algo tan absurdo como degradante para las mujeres como las promesas sexuales, ¿podemos sorprendernos de que jóvenes ilusos y frustrados estén clamando por ser elegidos para misiones suicidas? No hay ninguna duda de que el cerebro suicida obsesionado por la otra vida representa un arma de inmenso poder y peligro. Es comparable a un misil dirigido, y su sistema de guiado es en muchos aspectos superior al más sofisticado cerebro electrónico que pueda comprarse con dinero. Además, para un gobierno cínico, una organización o un clero, resulta inmensamente barato. Nuestros líderes han descrito la reciente atrocidad con un cliché ya característico de "cobardía insensata". "Insensatez" puede ser la palabra adecuada para el vanda-
lismo contra una cabina telefónica. No ayuda mucho a entender aquello que golpeó Nueva York el 11 de septiembre. Esa gente no era insensata y, ciertamente, tampoco cobarde. Por el contrario dispusieron de una mente efectiva unida a una valentía insana, y esto es lo que nos arroja el principal elemento para entender de dónde pudo surgir tal valor. El origen es la religión. La religión también es, por supuesto, el núcleo duro de las causas de división que sufre el Oriente Medio, así como el motivo para este arma mortífera que hoy nos ocupa. Pero eso es otra historia que no tengo el propósito de comentar aquí. Mi propósito justamente es el arma en sí misma. Llenar el mundo de religión, o de religiones de tipo abrahámico, es como sembrar las calles de pistolas cargadas. No nos sorprendamos si alguien las usa.é Publicado originalmente en inglés en The Guardian Traducido al español por Jesús Martínez Villaro (ARPSAPC-Traductores) Richard Dawkins es profesor en la Universidad de Oxford, dedicado a la divulgación de la ciencia, y autor de El gen egoísta, El relojero ciego y Destejiendo el Arco Iris.
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